Querida,
Con el pesar de mi respiración, el bombardeo violento de mi débil corazón, el inquieto
temblor de mis manos y el ardor de mi rostro, siento que moriré.
El tiempo corre, y si sigo así, siento que moriré. Y si muriese, lo haría feliz.
Maldigo la sensación que me consume y te maldigo a ti.
Amo la sensación que me consume, y te amo a ti.
Siento que me ahogo sin estar en el agua, siento que floto sin estar en las nubes; siento
cariño sin tenerte. El hambre por tu tacto, por tus caricias y por tus besos, a pesar de jamás
haberlos experimentado, ya no me dejan dormir.
Encontré una canción que me recuerda a ti, un cuadro en el que aparece tu rostro, un libro
cuyas palabras me llevan a tu lado. Cuando canto, pinto, escribo, compongo versos
despreocupados dedicados a otras personas sin rostro y sin nombre, me pregunto:
¿encontraré algún otro método mejor para fingir que no van dirigidos a ti? ¿Seré capaz de
creerme la mentira de que tan sólo eres otra más?
Querida, si alguna vez el invierno se apodera de tu vida y su silencio y oscuridad inundan
cada rincón de tu alma, déjame entrar. Seré tu luz, tu apoyo y tu amigo. Y si sientes
florecer en tu corazón tímidas flores de primavera entre la derretida escarcha de dolor,
déjame entrar. Yo seré el jardinero. Las haré crecer, tan hermosas y fuertes como ninguna
otra flor ha crecido jamás. Y, si el calor del verano nubla tu cabeza, o si los térreos colores
del otoño se vuelven demasiado tediosos para ti, déjame entrar. Despejaré la bruma de tu
mente y las hojas de tu camino, vestido con los más brillantes colores que hay.
Me tienes a tus pies, adorándote.
Mi musa, mi amiga, mi platónica enamorada.
¿Aceptarás al humilde e insignificante escritor de esta carta como amante?
Si tan sólo me amases la mitad de lo que yo te amo a ti, sé que dirías que sí.
Pero si no me amas en absoluto, está bien. Sólo te ruego, querida: si en alguna vida futura
deseas enamorarte de nuevo, elígeme a mí.
Por siempre tuyo,
L. García
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