Una noche en la box del hospital

Una noche en la box del hospital

Bajo las escaleras de dos en dos, no hay tiempo para esperar el ascensor, ante mis ojos se extiende la noche profunda. Mi corazón bombea de miedo. El taxi me espera para dirigirme al hospital. Desde la ventanilla veo el paso de algunos coches, las casas en penumbra, apenas vislumbro luces, solamente la luna cuarteada ilumina escasamente las aceras; pocos transeúntes, una ciudad dormida bajo la tenebrosa noche. Mi alma oscura y dolorida, mi hija Alicia en el hospital por un coma etílico.

El hospital viejo y ennegrecido por el paso del tiempo, salgo corriendo todo lo que mis pies me lo permiten; la sala de espera repleta de gente, empiezo a vislumbrar máquinas conectadas, jeringuillas con mucha sangre, gomas respiratorias.

Me hacen pasar a la box, está a media luz, me encuentro como un insecto nocturno, me acerco al pequeño ventanal, allí se encuentra mi hija Alicia llena de gomas, mascarilla, conectada a una máquina, sus ojos cerrados y un par de botellones incrustados en sus arterias. No puede verme, ni sentirme, está en coma profundo.

En la cama de al lado, recostada otra chica en sus mismas condiciones, conectada y llena de cables.

La noche se hace larga, sin consuelo, pensamientos ateridos aterrizan por mi cuerpo.

Ya no tardará en amanecer, siento frío, un intenso frío que me hace temblar, la esperanza me anuncia que cuando amanezca las cosas parecerán diferentes.

Me fijo en la cama de al lado, una mujer vela a la chica, la veo bella, arrogante y un gran sello de distinción.

Ambas permanecemos calladas, una hora, dos más, empiezo a vislumbrar unos rayos de luz. Ahora si puedo distinguir la habitación a la perfección. Es pequeña, lo justo para albergar las dos camas y sus sillas. Las sábanas muy blancas como haciendo juego con las caras de Alicia y su compañera.

Entran dos enfermeras, sus jeringuillas preparadas para transfusiones.

Por mi cabeza no dejan de pasar sentimientos, no me hubiera gustado el trabajo de enfermera. La vista del color rojo de la sangre me pone carne de gallina.

Una de las enfermeras me invita a donar sangre. Lo siento señorita pero creo no puedo hacerlo. La última vez que lo intenté caí desmayada.

Observo el gran trabajo que hacen , corriendo de un lado para otro. Luego las noches en vela, mientras yo dormito en mi cama con mis sábanas blancas, sin un solo aparato a mi alrededor, excepto el del televisor . Son amables con todo el mundo, siempre con su sonrisa en los labios. Sus pies a lo largo de su intensa jornada y, a pesar, de sus zapatos blancos especiales deben quedar extenuados. No pueden equivocarse, su trabajo no se lo permite, pues pueden causar severas molestias a los pacientes. Y lo peor del todo esas jeringuillas con sangre que a mí me desarman.

Después de estos pensamientos sobre el trabajo de las enfermeras, observo a la señora de la cama de al lado, vigila atentamente a la otra chica.

Llevamos toda la noche sin articular palabra, así que aprovecho la salida de la enfermera para dirigirme a ella.

Hola le digo, no hemos intercambiado ni una palabra, yo soy Julia la madre de Alicia.

Lo sé, me responde, yo soy Rosa la madre de Gabriela.

¿Te das cuenta la barbaridad que han hecho esta noche?

-Yo no sé nada.- ¿Qué ha pasado?

Han tenido una fiesta en su casa y al final han bebido demasiado.

¿Es que las dos viven en la misma casa?

-¿Ah, no lo sabías!-

Llevan dos años juntas y están las dos muy enamoradas

¿Qué me dices?

A mí me lo ha contado todo sobre su relación y están completamente felices, se quieren mucho.

El doctor se acercó y les explicó los momentos tan agudos que habían pasado, pero afortunadamente están fuera de peligro.

Una enfermera pasó para darles la enhorabuena y de paso decirles que podían ir a sus casas a descansar , a la tarde podían venir de nuevo.

Julia se dirigió a su casa, melancólica, triste, solitaria, las cosas tan impensadas de la vida que podía contener una ciudad. Julia y Gabriela eran amantes y ella no sabía nada.

Miró la ciudad a través del cristal del taxi, la lluvia corría por el vidrio como perlas desprendidas, las casas le miraban con sus fachadas envejecidas, las personas corrían a sus respectivos trabajos, y los niños al colegio con sus paraguas empapados.

Tengo mucho frío sintió Julia. – El frío de la soledad.-

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