Herbert West, una historia de zombis escrita por H. P. Lovecraft

Herbert West, una historia de zombis escrita por H. P. Lovecraft

Asier

31/10/2022

El apellido Lovecraft es permanente fuente de consulta en cuanto a historias de terror se refiere, sus monstruos, oníricas criaturas lovecraftianas, han trascendido el mero relato de miedo para acuñar un subgénero literario propio conocido hoy como «horror cósmico». Sin embargo, el lector profano difícilmente sepa sobre la serie de historias cortas escritas por Lovecraft sobre zombis, todas ellas reunidas con el título de «Herbert West, Reanimador». 

Si bien el término zombi aún no terminaba de cuajar en la época de Lovecraft, ya existía bastante literatura asociada a esta criatura macabra, aunque todavía era comprometida a connotaciones religiosas (cultura haitiana y vudú africano) y fantásticas (fantasmas, apariciones, monstruos, etc.). Quizás sea por ello que Lovecraft nunca usó la palabra «zombi» como tal, pues su literatura era antagonista a lo sobrenatural o, al menos, al sentido convencional de la palabra. Después de todo, aquellos temas les pertenecían más a los góticos, y Lovecraft, siguiendo los pasos de Poe, del cuál era constante degustador, abandona desde el inicio de su carrera literaria el anticuado arsenal de fantasmas y vampiros, casas embrujadas y madrigueras de monstruos, y las reemplaza por una nuevas entidades que escapan a lo fantástico, pues sus criaturas son parte del universo, pero uno más consciente y pleno del que podemos percibir con nuestros sentidos. Criaturas extradimensionales, seres extraterrestres, entidades pretéritas a la concepción del bien y el mal, a lo que denominamos como Dios y Diablo, son un claro ejemplo de la concepción del mito que Lovecraft parece no inventar, sino redescubrir o simplemente sacar a la luz a través de un largo y siempre retomado sueño plasmado en su narrativa.

Siendo así, ¿existe realmente un «zombi lovecraftiano»? Bien, dijimos que la definición del zombi ha variado conforme al tiempo y los autores; no obstante, podemos convenir en que cualquier ser traído desde la muerte es en primera instancia un zombi. Digamos, pues, que esta es la trama de esta serie de historias escritas por Lovecraft. Y a pesar de ello, casi por obligación a un modo particular de sentir la escritura, Lovecraft rechaza tan pronto como puede las connotaciones religiosas y fantásticas que representan el traer a alguien de la muerte. Lovecraft renuncia a estas expectativas por compromiso a la literatura que él representa, una donde lo sobrenatural no tiene cabida en cuanto se la relaciona a la metafísica del alma o de Dios.

Sosteniendo con Haeckel que toda vida es un proceso químico y físico, y que la supuesta «alma» es un mito, mi amigo creía que la reanimación artificial de los muertos podía depender sólo del estado de los tejidos; y que, a menos que se hubiese iniciado una verdadera descomposición, todo cadáver totalmente dotado de órganos era susceptible de recibir mediante el adecuado tratamiento, esa condición peculiar que se conoce como vida.

De esta manera en una misma idea Herbert West engloba tanto su rechazo a lo divino como la aceptación de la resucitación, al menos como una posibilidad concerniente a la carne y la mente, estando en esta última su mayor dificultad. No obstante, nos estamos adelantando un poco a la cronología de los hechos, antes sería buena idea detallar más sobre la historia, sólo a manera de contextualizar al «zombi lovecraftiano».

Esta serie de cuentos, además de compartir el rótulo de «Herbert West: Reanimador», comparten el mismo hilo narrativo. Toda la obra es una historia lineal, salvo por el anuncio del fatídico final de Herbert en las primeras líneas del primer cuento que sirve como clímax unificador de todas las historias. Otra característica de los cuentos es que están pensados para ser leídos de manera independiente, aunque, claro, dependiendo de la elección numérica del cuento nunca se sabrá el clímax final de la historia: el aciago destino de Herbert. Para ello al inicio de cada cuento se presenta el mismo resumen parafraseado de la trama principal, siendo los elementos recurrentes la fatídica desaparición de Herbert y la naturaleza mortuoria de los experimentos llevados a cabo por los protagonistas. Esto, que da contexto al nuevo lector, resulta atosigante para el lector comprometido, y más si se tiene en cuenta la monotonía con la que Lovecraft narra y adorna sus palabras.

En «De La Oscuridad» se construye el arquetipo del cuento que será luego reciclado a modo de introducción en las historias subsiguientes. Los protagonistas, Herbert West y su asistente, ambos por aquel entonces estudiantes de medicina de la mítica universidad de Miskatonic, investigan sobre un osado método de resucitación creada por Herbert, cabeza de grupo, y es el asistente quién a posteriori nos narrará sus avances y fracasos hasta su eventual desaparición. Siendo el real protagonista Herbert West, es en el asistente donde confluyen tanto el lector como el mismo autor. Esta es una praxis habitual en Lovecraft, a menudo habrá un narrador en primera persona y este, a pesar de ser testigo y partícipe del suceso Lovecraftiano, no es nunca el protagonista del suceso, ya sea por falta de  pericia (Los otros Dioses), ya sea por ser un espectador incapaz (La Música de Erich Zann); y aun cuando el prodigio le es revelado, este es siempre una aproximación a algo inconmensurable cuyo contacto deviene en la locura (Polaris), leyenda (La Maldición que Cayó sobre Sarnath), paroxismo (estos relatos de Herbert West) o, con menos frecuencia, la muerte (Dagon). El narrador pasará así a un papel coprotagónico reservando el destino fatídico al protagonista.

Retomando a lo importante del relato, las investigaciones de ambos llegaron al éxito en poco tiempo, aunque nunca en el caso de detener el proceso de muerte en vida, sino recuperarla en la muerte:

Al principio, tenía esperanzas de encontrar un reactivo capaz de restituir la vitalidad antes de la verdadera aparición de la muerte, y sólo los repetidos fracasos en animales le habían revelado que eran incompatibles los movimientos vitales naturales y los artificiales. Entonces se procuró ejemplares extremadamente frescos y les inyectó sus soluciones en la sangre, inmediatamente después de la extinción de la vida. Tal circunstancia volvió enormemente escépticos a los profesores, ya que entendieron que en ningún caso se había producido una verdadera muerte. No se pararon a considerar la cuestión detenida y razonablemente.

La razón tras la cual Herbert buscaba la resucitación inmediatamente después de la muerte no era su incapacidad de llevarla a cabo, sino de llevarla a cabo de manera completa. Si la resucitación era puramente una cuestión física y dependía enteramente del estado de los tejidos, entonces, dado la complejidad del cerebro, la resucitación de la conciencia humana que residía en él dependía enteramente de su grado de conservación. Es aquí donde el indicio del zombi aparece por primera vez en la obra.

West comprendía perfectamente que el más ligero deterioro de las células cerebrales ocasionadas por un período letal incluso fugaz podía dañar la vida intelectual y psíquica.

Sin embargo, aunque no sea tema del ensayo, me es deber decir que esa aseveración es lo que desvirtúa toda la historia. Déjenme explicarles. Lo que llevó a los profesores a desconfiar del éxito de West es totalmente válido, ¿si la «resucitación» es tan cercana a la muerte, qué tan factible es que, en efecto, la muerte se haya producido? Y esto sin tener en cuenta los numerosos casos de gente que ha vuelto de la muerte clínica luego de varios minutos, y esto, una vez más, sin contar los casos extremos de gente dada por muerta que, tras una resucitación natural, despierta mucho tiempo después dentro del ataúd. Ello probaría, en todo caso, no el fracaso experimental de Herbert, sino la incapacidad de determinar la muerte definitiva: si no hay muerte, no hay resucitación. Pero ello es harina de otro costal y no debe desviarnos del tema. Con esto ya tenemos la génesis del zombi Lovecraftiano, el origen de su creación.

Era consecuente entonces el rechazo del profesorado de Miskatonic contra los experimentos de West, y como es de esperarse se le prohibieron. Sin embargo, aunque de manera clandestina y exhumadora, estos siguieron llevándose a cabo ya no en la universidad, sino en en una granja deshabitada de Chapman, al otro lado de Meadow Hill. El cadáver fue sustraido de una fosa común y llevado al laboratorio en la granja, no es de esperar entonces de manera temprana el fracaso parcial al que se aproximaban: hay un lapso de tiempo en el traslado insalvable, es extraño que no se pensase en eso. También es válido que implícitamente hayan asumido ese fallo con tal de probar primero la resucitación de la carne, pues este vendría ser su primer experimento en humanos. 

Finalmente, con el espécimen adecuado para la experimentación, luego de la insoportable espera por un cadáver apto (sólo un cuerpo intacto volvería intacto de la muerte), se pusieron manos a la obra o, mejor dicho, al muerto. Herbert le inyectó la primera solución:

La espera fue espantosa, pero West no perdió el aplomo en ningún momento. De cuando en cuando aplicaba su estetoscopio al ejemplar y soportaba filosóficamente los resultados negativos. Al cabo de unos tres cuartos de hora, viendo que no se producía el menor signo de vida, declaró decepcionado que la solución era inapropiada; sin embargo, decidió aprovechar al máximo esta oportunidad y probar una modificación de la formula, antes de deshacerse de su macabra presa.

Entonces, mientras «aprovechaban al máximo esta oportunidad», mientras se encontraban en el la oscuridad de un cuarto abandonado en una granja abandonada, fueron sorprendidos por su espécimen quizás en la condensación del reclamo universal del paciente desatendido hacia su médico:

El espantoso suceso fue repentino y totalmente inesperado. Yo estaba vertiendo algo de un tubo de ensayo a otro, y West se encontraba ocupado con la lámpara de alcohol —que hacía las veces de mechero Bunsen en ese edificio sin instalación de gas— cuando de la habitación que habíamos dejado a oscuras brotó la más horrenda y demoníaca sucesión de gritos jamás oída por ninguno de los dos. No habría sido más espantoso el caos de alaridos si el abismo se hubiese abierto para liberar la angustia de los condenados, ya que en aquella cacofonía inconcebible se concentraba el supremo terror y desesperación de la naturaleza animada. No podían ser humanos —un hombre no es capaz de proferir gritos así— y sin pensar en el trabajo que estábamos realizando, ni en la posibilidad de que lo descubrieran, saltamos los dos por la ventana más próxima como animales despavoridos, derribando tubos, lámparas y matraces, y huyendo alocadamente a la estrellada negrura de la noche rural. 

De esta forma, lectores míos, es como Lovecraft creo así su primer zombi. No obstante, el cuento no acaba aquí, esta es no es la conclusión. Y más para agregar características al zombi lovecraftiano que para concluir el relato dejo aquí esta constancia:

Pero esa tarde aparecieron dos artículos en el periódico, sin relación alguna entre sí, que nos quitaron el sueño. La vieja casa deshabitada de Chapman había ardido inexplicablemente, quedando reducida a un informe montón de cenizas; eso lo entendíamos, ya que habíamos volcado la lámpara. El otro informaba que habían intentado abrir la reciente sepultura de la fosa común, como hurgando en la tierra vanamente y sin herramientas. Esto nos resultaba incomprensible, ya que habíamos aplanado muy cuidadosamente la tierra húmeda.

Y durante diecisiete años West anduvo mirando por encima del hombro, y quejándose de que le parecía oír pasos detrás de él. Ahora ha desaparecido.

Este cierre de cuento, además del remate mismo, nos ofrece información valiosa acerca del zombi. El final da a entender, como una posibilidad escabrosa, que es el zombi quién regresa a su tumba y lucha desesperadamente por reabrirla. Puede que el factor miedo devenga de su desaparición al no lograr su tarea, ya que Herbert, en ese caso, se siente el único perseguido, pero creo que lo realmente sórdido en este relato hubiese sido saber qué habría hecho el zombi de haber logrado reabrir la tumba. Esto da lugar a inferencias interesantes, como el pensar que dicho ser, aunque desposeído de su  humanidad al menos gutural (sólo percibimos sus alaridos inhumanos; nadie lo vio, nadie lo trató), haya recuperado también su mente. Ello explicaría el cómo habría tomado consciencia de su estado innatural de vida, llevándolo a regresar a donde pertenece, que es justo debajo de su lápida. Pero dijimos antes que se preveía un fallo casi seguro sobre esta posibilidad, el tiempo desde que el espécimen murió, fue enterrado, fue exhumado, fue trasladado y, finalmente, fue reanimado es bastante prolongado, demasiado como para pensar siquiera en un éxito fortuito. De hecho, diría que es esta la razón de la naturaleza macabra de sus alaridos, la descomposición podría haber llegado hasta su garganta.  Dicho esto, ¿entonces cómo se explica tal accionar del zombi? Esa pregunta no tiene una respuesta del mismo autor, por lo que toda explicación es otra aventura literaria. Una aventura a la cuál no rehúyo, pues no tengo algo mejor que hacer. Bien podría deberse a un reflejo instintivo, pues, el cuerpo, a pesar de estar desprovisto de mente, mantiene el recuerdo espasmódico de la vida (¿ven que es otra aventura literaria?), la consciencia carnal de saberse muerto y, pese a ello, poderse mover como un ser vivo. ¿Es razonable pensar que esta contradicción haya obligado al zombi a regresar a su tumba? Por supuesto que nunca se sabrá.

De regreso a lo importante, esas dos noticias del periódico aportan más características a nuestro zombi. Se aclara como dos hechos independientes una sola serie de acontecimientos, al parecer el zombi no ha dejado indicios de su existencia. Gracias a esos artículos sabemos que la granja se prendió fuego luego de que se volcase la lampara y que en la tumba del espécimen se encontraron pruebas de su momentánea presencia en el lugar. De esto se puede deducir que nuestro zombi está dentro de la clasificación clásica de zombis «rápidos», porque sí, hay también los zombis «lentos» de toda la vida. Eso es bastante creíble, pues concuerda con los hechos sucedidos. El zombi lovecraftiano no sólo huyó de una granja incendiándose estando sujeto a una mesa de operaciones, sino que regresó… ¿caminando…, trotando…, corriendo…?… hacia su tumba lo suficiente rápido como para no cruzarse con un madrugador ni un trasnochador, además de que al llegar a su destino, tras una lucha infructuosa de uñas, pulgares y terrones nuevamente emprende la huida a sabe Dios dónde. Si Lovecraft buscaba desprenderse del rótulo del zombi es compresible que adapte estas características nada convencionales para su época en su ser resucitado, se podría pensar que en este aspecto, aunque de forma involuntaria, Lovecraft innovó al adelantarse varias décadas a la creación de zombi rápido, la cual está muy ligada al tópico de «infectado».  

En «El Demonio De La Plaga», como su nombre deja entrever, se ha presentado una repentina y mortífera epidemia de tifus en la ciudad, lo que llevó a la pareja de protagonistas, ahora ya graduados, pero incapaces de ejercer debido a un curso de verano pendiente, a ayudar con la ingente cantidad de casos. Es es un esa época donde la enemistad entre West y el decano de la facultad de medicina, Allan Halsey, llega a su punto más álgido. La razón es obvia, el negado permiso del decano a las experimentaciones en cadáveres humanos dentro de la universidad. Ello molestaba terriblemente a West, pues había mostrado resultados en ejemplares más discretos como animales menores, sin embargo, el relato deja claro que es la ceguera de la tradición y las viejas costumbres lo que lleva al doctor Halsey a negarse a tales pedidos.

Bajo esas circunstancias, Herbert sólo pudo experimentar una vez en la universidad. El motivo que lo llevó a tomar ese riesgo fue la pérdida del laboratorio en el incendio de la granja y la inmovilidad respecto a la facultad, pues era urgente la necesidad de atender a los pacientes.

Una noche, aprovechando la desorganización que reinaba en el trabajo de la Facultad y las normas sanitarias municipales, se las arregló para introducir camufladamente el cuerpo de un recién fallecido en la sala de disección, y le inyectó en mi presencia una nueva variante de su solución. El cadáver abrió efectivamente los ojos, aunque se limitó a fijarlos en el techo con expresión de paralizado horror, antes de caer en una inercia de la que nada fue capaz de sacarlo. 
West dijo que no era suficientemente fresco; el aire caliente del verano no beneficia los cadáveres. Esa vez estuvieron a punto de sorprendernos antes de incinerar los despojos, y West no consideró aconsejable repetir esta utilización indebida del laboratorio de la facultad.

Si bien Herbert seguía sin encontrar su espécimen perfecto, a medida que los experimentos se prolongasen en el tiempo no sólo sus avances serían mayores, sino también nuestro conocimiento sobre sus fallos, que es lo que nos interesa. Nuevamente el indicio de consciencia se vislumbra en el cadáver despertado, pese a que fue sólo un instante que no pasa de la interpretación del observador y que se explica más en lo lúgubre de la situación que del sentimiento, acaso impasible, que pueden tener un par de ojos abiertos. Al parecer este cadáver fue más fresco que el primer caso, y, aunque no haya dado los resultados esperados, y teniendo en cuenta que el factor tiempo es inversamente proporcional a la salud psíquica del cuerpo, bien podría explicar este sentimiento de horror (si lo hubo) con la consciencia atrofiada, pero consciencia al fin, del reanimado. Tendríamos entonces a un «zombi tonto», pero con voluntad, con un carácter de individualidad presente que se sabe un ser único y pensante dentro de las posibilidades de su cerebro dañado. Sin embargo, nuevamente disponemos de una falta de hechos que corroboren estas afirmaciones.

Retomando la historia, la pandemia dejó tras de sí muchas víctimas entre las que se encontró el mismo decano Halsey, muy querido en el pueblo por ser el más solícito en cuanto a la atención de los casos más desesperados. Lo que ocurrió subsiguientemente referido a la creación de nuestro siguiente zombi se puede resumir más en la caza de la oportunidad que en la toma de una venganza. Porque en circunstancias dudosas nuestros protagonistas terminaron por zombificar al orgullo del pueblo, abnegado y altruista decano de la facultad de medicina en la universidad de Miskatonic, doctor Allan Halsey.

Al oscurecerse, la mayoría de los estudiantes regresaron a sus casas o se incorporaron a sus diversas publicaciones, pero West me convenció para que lo ayudase a “sacar partida de la noche”. La patrona de West nos vio entrar en la habitación alrededor de las dos de la madrugada, acompañados de un tercer hombre, y le contó a su marido que se notaba que habíamos cenado y bebido demasiado bien.
Aparentemente, la avinagrada patrona tenía razón; pues hacia las tres, la casa entera se despertó con los gritos procedentes de la habitación de West, cuya puerta tuvieron que echar abajo para encontrarnos a los dos inconscientes, tendidos en la alfombra manchada de sangre, golpeados, arañados y magullados, con trozos de frascos e instrumentos esparcidos a nuestro alrededor. Sólo la ventana abierta revelaba qué había sido de nuestro asaltante, y muchos se preguntaron qué le habría ocurrido, después del tremendo salto que tuvo que dar desde el segundo piso al césped.

Se repite nuevamente el zombi rápido: fuerte y ágil como para librarse fácilmente de dos hombres y escapar saltando de unos pisos de altura, sin embargo, no evoluciona a la clasificación del zombi «infectado», pues los orígenes son otros a pesar de contar con los elementos adecuados en la pandemia de tifus, incluso el subtítulo del cuento, El Demonio De La Plaga, da que pensar en esa posibilidad. 

De hecho, hay una clasificación, también clásica, donde encaja a la perfección este zombi Lovecraftiano. Para ello hay que entender la importancia de George A. Romero en el zombi de la cultura popular, películas como «La noche de los muertos vivientes (1968)», «Dawn of the Death (1978)» y «El día de los muertos (1985)» son un ejemplo de cine clásico de terror. Se podría hacer inclusive una línea evolutiva del arquetipo zombi en la cronología de sus películas, pero como ese no es el tema que nos atañe nos basta reafirmar su importancia y demostrarla en la taxonomía del «zombi pre-Romero», «zombi Romeriano» y el «zombi post-Romero».

Así, pues, el «zombi Lovecraftiano» encajaría en la clasificación pre-Romeriana, estando ella conformada por los elementos comunes de individualidad y religiosidad. Al referirnos a individualidad no se quiere referir al zombi consciente, sino a su número. Las primeras concepciones del zombi nacen en unidad, son entes independientes en contraparte de las hordas modernas Post-Romero. Claramente esto encajaría con el zombi Lovecraftiano, cosa contraria al siguiente elemento. La religiosidad del zombi pre-Romeriano entra a tallar rescatando las primeras vertientes del zombi, las cuales están enteramente relacionadas a causas mágicas o rituales vudú como medio de resucitación. De esta forma el zombi pre-Romeriano está más cerca del monstruo que del imaginario colectivo del zombi. A pesar de ser esta una diferencia insalvable, se pensaría que sólo cambiando los ritos y palabras mágicas por el inyectable de West se podría unir ambos conceptos, sin embargo, la religiosidad en el carácter primigenio del zombi va más allá del fenómeno que lo devuelve a la vida, más adelante detallaremos esto.

  Esa misma noche presenciamos el comienzo del segundo horror de Arkham; horror que, para mí, iba a eclipsar a la misma epidemia. El cementerio de la Iglesia de Cristo fue escenario de un horrible asesinato; un vigilante había muerto a arañazos, no sólo de manera indescriptiblemente espantosa, sino que había dudas de que el agresor fuese un ser humano. La víctima había sido vista con vida bastante después de la medianoche, descubriéndose el incalificable hecho al amanecer.

Si he dicho que a pesar del elemento anterior el tipo de zombi que buscamos clasificar comparte similitudes pre-Romerianas, es por una característica más que lo diferencia de los subsiguientes eslabones de su cadena evolutiva, característica que los acerca más al monstruo que al zombi. El zombi pre-Romero, además de ser individual y de origen religioso, también tiene un comportamiento predador, tal si fuese un animal salvaje. No sólo es ágil y rápido, sino que caza y se alimenta, generalmente de carne humana, lo que alimenta a su vez el mito de come cerebros.

A la noche siguiente, los demonios danzaron sobre los tejados de Arkham, y una desenfrenada locura aulló en el viento. Por la enfebrecida ciudad anduvo suelta una maldición, de la que unos dijeron que era más grande que la peste, y otros murmuraban que era el espíritu encarnado del mismo mal. Un ser abominable penetró en ocho casas sembrando la muerte roja a su paso… dejando atrás el mudo y sádico monstruo un total de diecisiete cadáveres, y huyendo después. Algunas personas que llegaron a verlo en la oscuridad dijeron que era blanco y como un mono malformado o monstruo antropomorfo. No había dejado entero a nadie de cuantos había atacado, ya que a veces había sentido hambre. El número de víctimas ascendía a catorce; a las otras tres las había encontrado ya muertas al irrumpir en sus casas, víctimas de la enfermedad.

No obstante, aunque comparte varias características, no creo que sea adecuado catalogar a nuestro zombi como pre-Romeriano; quizás esta categoría sea bastante amplia, pero aún así hemos encontrado diferencias insalvables. ¿Habrá una taxonomía lo suficiente robusta como para categorizar no a este zombi, sino todas las vertientes modernas? Esto es harto complejo, dado que desde que lo Geek está de moda hay zombis en todos los medios narrativos, siendo en la modernidad de los videojuegos y novelas (visuales y ligeras) su actual proliferación, ello sin contar los medios tradicionales, como el cine o la literatura. Sin embargo, la mayor dificultad de es la iteración de todas sus vertientes, zombis modernos que comparten características de zombis antiguos crean un nuevo tipo de zombi.

El remate del cuento es la aseveración de que, efectivamente, el monstruo que hubo cobrado tantas vidas en el pueblo es el doctor Allan Halsey, pues esto último no era sabido por el narrador, el asistente de Herbert. Si hay algo que pasé por alto es que ocurre algo atípico al final del cuento, a diferencia del relato anterior, y aunque este pareciese más peligroso, se logra atrapar al zombi. Sí, esto ocurre. El pueblo se organiza en rondas vecinales y tras una batida le dan alcance de una bala que lo incapacita. Entonces lo atrapan y lo encierran en un manicomio, donde pasa golpeándose la cabeza contra las paredes de una celda acolchada durante dieciséis años.


En «Seis Disparos A La Luz De La Luna» no hay mucho por rescatar. Ambos protagonistas, ya en capacidad de ejercer, consiguen una plaza en la ciudad vecina de Bolton granjeándose una vivienda relativamente cerca de un cementerio del que se proveían de material de investigación. En esta ocasión la experimentación era más exhaustiva.

Tuvimos bastante suerte con los ejemplares de Bolton, mucha más que con los de Arkham. Aún no hacía una semana que estábamos instalados cuando nos apoderamos de una víctima de accidente la misma noche de su entierro, y conseguimos que abriese los ojos con una expresión asombrosamente lúcida, antes de que fallara la solución. Había perdido un brazo… De haber tenido el cuerpo íntegro, quizá hubiéramos tenido mas suerte. Entre esa fecha y el siguiente mes de enero efectuamos tres ensayos más: uno fue un fracaso total; en otro, conseguimos un claro movimiento muscular; en cuanto al tercero, el resultado fue estremecedor: se levantó por sí solo y emitió un sonido gutural.

El experimento que da el nombre al subtítulo es, sin embargo, el la resucitación de un boxeador. El espécimen llega a manos de Herbert luego de que clandestinamente le rogasen deshacerse del cuerpo, pues el arte del pugilismo estaba penado en la ciudad. De un noqueo fulminante es que Buck Robinson, apodado «El Betún de Harlem», fallece en el acto y tras conducir furtivamente a Herbert al escondite de la pelea, los espectadores se ven tranquilizados ante la desgracia. No es necesario aclarar que tan pronto llevaron el cuerpo al sótano de su casa, se pusieron a inyectarle de todo.

El resultado fue enojosamente decepcionante. Con su aspecto horrendo, nuestra presa fue totalmente insensible a todas las soluciones que inyectamos en su negro brazo. De modo que, como se acercaba peligrosamente la hora del amanecer, hicimos lo mismo que con los demás: lo llevamos a rastras por el prado hasta la franja de bosque próxima al cementerio de enterramientos anónimos, y lo enterramos allí en la mejor sepultura que la helada tierra nos permitió. 

Durante un tiempo el cadáver permaneció «muerto» y, entretanto, Herbert tenía otras ocupaciones igual de apremiantes, como la de lidiar con un italiano iracundo que quería matarlo por haber dejado que su esposa muriera en un ataque de histeria. El problema surgió luego de que el hijo de la pareja, que sufría del corazón, hubiese desaparecido, pero como esto según los vecinos era cosa común Herbert optó por no prestarle atención alegando que el niño pronto aparecería como ya lo había hecho. Lo que no se esperaba era la muerte de la señora ignorada, lo que ocasionó la reacción del marido contra West que incluso fue amenazado de muerte. Así, con estos pensamientos, sumado al experimento anterior, la mente de Herbert estaba muy dispersa. Fue ese mismo día, en la madrugada, donde unos golpes en la puerta trasera de la casa despertaron a los doctores. Alarmados pensando más en el italiano que en la policía (el indicio de la pelea clandestina estaba siendo investigada) Herbert baja con arma en mano.

Así que bajamos los dos sigilosamente, con un temor en parte justificado, y en parte debido sólo al misterio de las primeras horas de la madrugada. Volvieron a llamar, un poco más fuerte. Al llegar a la puerta, corrí el cerrojo cautelosamente y abrí de par en par. Al revelarnos la luz de la luna la figura que teníamos delante, West hizo algo muy extraño. A pesar del evidente peligro de atraer sobre nuestras cabezas la temida investigación policial (cosa que felizmente evitamos por el relativo aislamiento de nuestra casa), mi amigo, súbita, excitada e innecesariamente, vació las seis recámaras de su revólver sobre nuestro nocturno visitante. Porque no se trataba del italiano ni del policía. Recortándose horrendamente contra la luna espectral había un ser gigantesco y deforme, inconcebible salvo en las pesadillas. Era una aparición de ojos vidriosos, negra, y casi a cuatro patas, cubierta de hojas y ramas y barro, y sucia de sangre coagulada, la cual mostraba entre sus dientes relucientes una cosa cilíndrica, terrible, blanca como la nieve, que terminaba en una mano diminuta.

Dijimos antes que el elemento religioso del zombi pre-Romeriano parecía sólo diferir con el zombi Lovecraftiano en los métodos usados por el creador o resucitador, siendo los rituales vudú o hechizos mágicos cambiados por una mezcla milagrosa inyectada al cuerpo. Pues bien, el carácter religioso del zombi vudú (llamémosle así, pues esta es una vertiente propia) basa su relación de resucitador-muerto en una relación de poder de amo-esclavo. La voluntad del zombi vudú ha sido suprimida en su retorno a la vida y es el antagonista quien hace uso del zombi volviéndolo así una herramienta para un fin. Ello no ocurre en esta serie de relatos, Herbert West se limita a reanimar el cuerpo trayéndolo de la muerte. A pesar de los errores, y sus consecuentes daños en la psique del reanimado, en ningún caso parecen obedecer órdenes de nadie, menos las del mismo Herbert, quién, por demás, se siente en todos los relatos en peligro constante y perseguido.

Siguiendo la evolución del zombi en general, con la masificación de las revistas pulp, nace el zombi pulp, que al igual que el zombi vudú va a parar en la clasificación de los zombis lentos. Esta nueva evolución abarca un periodo de tiempo prolongado al igual que la pulpa de las páginas de las revistas de donde nacen, siendo trasversal a la clasificación de zombi pre y post Romero e influyendo también en parte de sus películas. El zombi pulp se distancia de las connotaciones religiosas y mágicas del zombi vudú quitándose de encima su origen fantástico de resucitación y cambiándoselo por causales relacionadas a la ciencia ficción. Este cambio, aunque símil al ejemplo anterior de cambiar el rito por la inyección, trae consigo una diferencia en la problemática que aborda sus historias. Mientras que las historias del zombi vudú son de carácter «detener al antagonista», las historias del zombi pulp, a pesar de no ser más complejas, traen consigo problemáticas como el miedo al descontrolado avance tecnológico, siendo muchas veces el origen del zombi la radiación, experimentos de grandes corporaciones o un virus. Hay que decir también que ambos tipos de zombis siguen compartiendo sus ataduras esclavistas obedeciendo a un amo creador, ocasionando esto que la trama de sus historias converja en la rebelión del zombi contra su amo, pese a no demostrar esto necesariamente la adquisición de una consciencia plena del zombi. En este punto pareciera haber similitud con nuestro caso, pues como se ha dicho Herbert West está seguro de ser perseguido por sus errores.

Es en el relato de «El Aullido Del Muerto» donde se produce lo que vendría a ser el primer caso exitoso. Este caso, aunque efímero, es la primera muestra nacida de sus experimentos que podría catalogarse como un éxito, pues se logra conseguir una reanimación también de la psique humana. La trama sucede del siguiente modo. Mientras el narrador, nuestro ayudante, se hallaba de viaje en una larga visita a sus padres en Illinois, West trabajaba en cómo resolver el problema de la frescura necesaria del cuerpo. Era más que evidente que a pesar de que encontrasen el espécimen adecuado, como había sucedido con el difunto boxeador, el tiempo entre las diligencias propias de las circunstancias del cadáver y el traslado arruinarían toda oportunidad de logro, así que antes de seguir innovando elíxires reanimadores West prefirió volcar sus esfuerzos en conseguir una manera de conservar el cuerpo intacto cuando la muerte llegase. Aquel esfuerzo dio sus frutos mientras el ayudante estaba ausente y para cuando éste llegó Herbert no sólo lo sorprendió con la noticia de su nueva fórmula, sino con también con su aplicación práctica. En el sótano de la casa, en lo que vendría a ser su laboratorio esperaba desde hace dos semanas un cuerpo muerto perfectamente conservado en estado de embalsamador.

El compuesto embalsamador había dado un resultado extraordinariamente positivo, pues al comprobar fascinado el cuerpo robusto que llevaba dos semanas sin que sobreviniese la rigidez, pedí a West que me diese garantías de que estaba verdaderamente muerto. Me las dio en el acto, recordándome que jamás administrábamos la solución reanimadora sin una serie de pruebas minuciosas para comprobar que no había vida, ya que en caso de subsistir el menor vestigio de vitalidad original no tendría ningún efecto.

Sobre el cadáver, este había llevado a Herbert West bajo circunstancias demasiado favorables. Un extranjero en la ciudad, luego de dar un paseo por lo alrededores se había detenido a pedir una dirección en la casa del doctor, donde subsiguientemente, luego de sufrir dolores en el pecho y negarse a tomar un cordial, murió de un paro cardiaco en sus narices. Naturalmente Herbert acogió este regalo de la providencia. Pero lo que en verdad había sucedido, y ello es el desenlace del cuento, es que de alguna manera West había conseguido a este hombre y lo había mantenido vivo en una especie de coma hasta que regresara su asistente para empezar su experimentación. De esto también se infiere que al momento de la verdad Herbert tuvo que revertir el coma y luego matar al extranjero, convirtiéndose así en un asesino.

Cuando West se puso a hacer todos los preparativos, me quedé impresionado ante la enorme complejidad del nuevo experimento; era tanta, que no quiso confiar el trabajo a otras manos que las suyas. Y tras prohibirme tocar siquiera el cuerpo, inyectó primero una droga en la muñeca, cerca del sitio donde había pinchado para inyectarle el compuesto embalsamador. Ésta, dijo, neutralizaría el compuesto y liberaría los sistemas sumiéndolos en una relajación normal, de forma que la solución reanimadora pudiese actuar libremente al ser inyectada. Poco después, cuando se observó un cambio, y un leve temblor pareció afectar los miembros muertos, West colocó sobre la cara espasmódica una especie de almohada, la apretó violentamente y no la retiró hasta que el cadáver se quedó absolutamente inmóvil y listo para nuestro intento de reanimación.

A lo largo de estas historias el grado de compromiso de West con su trabajo siempre fue en aumento, pero es aquí donde cruza la línea de la aspiración científica al más grosero asesinato. Hasta ahora Herbert bien que mal había trabajado puramente con cadáveres, buscando siempre medios circunstanciales que favorecieran la obtención de los cuerpos, por eso tampoco es de extrañar que mientras más se obsesionase con su experimentación más límites trasgrediera. A este punto la relación de estos zombis con su reanimador, el propio West, es más parecida al zombi pre-Romero respecto a su creador, en el aspecto de que el tópico del zombi rebelándose contra el origen de su macabra naturaleza es perfectamente válida. 

Había transcurrido muy poco tiempo cuando observé que el ensayo no iba a ser un fracaso total […] Movido por una fantástica ocurrencia, susurré unas preguntas en la oreja cada vez más colorada; unas preguntas sobre otros mundos cuyo recuerdo aún podía estar presente. Era el terror lo que las extraía de mi mente; pero creo que la última que repetí, fue: “¿Dónde has estado?”. Aún no sé si me contestó o no, ya que no brotó ningún sonido de su bien formada boca; lo que sí recuerdo es que en aquel instante creí firmemente que los labios delgados se movieron ligeramente, formando sílabas que yo habría vocalizado como “sólo ahora”, si la frase hubiese tenido sentido o relación con lo que le preguntaba. En aquel instante me sentí lleno de alegría, convencido de que habíamos alcanzado el gran objetivo y que, por primera vez, un cuerpo reanimado había pronunciado palabras movido claramente por la verdadera razón. Un segundo después, ya no cupo ninguna duda sobre el éxito, ninguna duda de que la solución había cumplido cabalmente su función, al menos de manera transitoria, devolviéndole al muerto una vida racional y articulada… Pero con ese triunfo me invadió el más grande de los terrores… no a causa del ser que había hablado, sino por la acción que había presenciado, y por el hombre a quien me unían las vicisitudes profesionales.

Desde el inicio es conocida la doctrina materialista de West y es por ello que no duda en investigar tan osadamente sobre temas escabrosos, sin embargo, esta historia abre la oportunidad a otras perspectivas, estas claramente provenientes del narrador que al tomar el papel del lector y del propio Lovecraft más que creer en algo en específico se permite dudar de todo.

Porque aquel cadáver fresco, cobrando conciencia finalmente de forma aterradora, con los ojos dilatados por el recuerdo de su última escena en la tierra, manoteó frenético en una lucha de vida o muerte con el aire y, de súbito, se desplomó en una segunda y definitiva disolución, de la que ya no pudo volver, profiriendo un grito que resonará eternamente en mi cerebro atormentado:
—¡Auxilio! ¡Aparta, maldito demonio pelirrojo… aparta esa condenada aguja!

De las únicas palabras proferidas por el primer zombi completo podemos sacar algunas conclusiones. La primera, que la consciencia del zombi fue correctamente restaurada, esto se evidencia no sólo por las palabras dichas, sino por contener ellas la certeza de que el zombi, en efecto, ha reconocido a su asesino; la segunda, que es posible un probable estado de conmoción intenso y transitorio que haya impedido al zombi expresarse con más propiedad, pues al parecer está mezclando dos realidades recientemente vividas a la vez: ha reconocido a Herbert, pero al mismo tiempo lo describe como un demonio pelirojo (West es rubio), ¿esto da pie a la confirmación de un mundo post mortem o es sólo producto de una alucinación hija del paroxismo? No podemos saberlo, y, tercera, que la razón de su desplome final y absoluto es un misterio, pues no había razón alguna en el espécimen para el error: ello tendría que ser debido a la incompletitud del elíxir reanimador.

En «El Horror De Las Sombras» podemos ver a un doctor obsesionado por completo con continuar sus experimentos, ya no parece ser tan importante traer al muerto de la muerte, sino constatar hasta dónde cada parte del cuerpo está viva y representa una unidad completa que pueda ser reanimada independientemente del resto del cuerpo. Sobre ello trata el relato. Extrañamente lo que termina por fomentar la debacle de Herbert no es haber cruzado la barrera del asesinato, sino haber conseguido traer de la muerte la consciencia del cadáver.

Para continuar sus experimentos y tener una regularidad de cuerpos frescos constantes tanto Herbert como su asistente (este casi obligado) se enlistan como médicos en la Gran Guerra. Servir en el campo de batalla es una medida extrema pero necesaria, West se vale de la recomendación de un viejo compañero de clases de la universidad ahora comandante en el ejército, Eric Moreland Clapman-Lee, para conseguir la plaza de comandante médico. Lo novedoso de este antiguo colega nunca antes nombrado es que comulga con las creencias científicas de West, y, no bastando con ello, hubo trabajado antes en la teoría de reanimación bajo su propia dirección. Con nada más que lo detenga, el doctor West dio rienda suelta a un sinfín de experimentos con partes de cuerpos seccionados en una esquina del hospital de campaña. Herbert había descubierto que el tejido embrionario de reptiles que él mismo cultivaba era mejor que el material humano para conservar con vida los fragmentos privados de órganos. Y a eso se dedicaba: a cultivar, seccionar y reanimar todo el tiempo que estuvo bajo funciones hasta la llegada de este nuevo ejemplar. La coincidencia fue irónica. El mismo socio que recomendó a Herbert a esta plaza había sido designado como médico de apoyo en el frente de St. Eloi; un teniente llamado Ronald Hill había ido a recogerlo en una avioneta, pero cuando hubieron llegado al punto de destino fueron derribados. 

La caída fue tremenda y espectacular, Hill quedó irreconocible; en cuanto al gran cirujano, el accidente le seccionó la cabeza casi por entero, aunque el resto del cuerpo estaba intacto. West se apoderó ansiosamente de aquel despojo inerte que había sido su amigo y compañero de estudios; me estremecí al verle terminar de separar la cabeza, colocarla en la diabólica cuba de pulposo tejido de reptiles con objeto de conservarla para futuros experimentos, y seguir manipulando el cuerpo decapitado sobre la mesa de operaciones. Inyectó sangre nueva, unió determinadas venas, arterias y nervios del cuello sin cabeza, y cerró la horrible abertura injertando piel de un ejemplar no identificado que había llevado uniforme de oficial. Yo sabía lo que pretendía: comprobar si este cuerpo sumamente organizado podía dar, sin cabeza, alguna señal de la vida mental que había distinguido a Eric Moreland Clapman-Lee, estudioso en otro tiempo de la reanimación. Este tronco mudo era ahora requerido espantosamente a servir de ejemplo.

Al parecer este morbo por este tipo de investigaciones en West se debía más que todo por demostrar su posición materialista de la vida, era posible que esas últimas palabras de su primer acierto le hayan dado razones para llevar su investigación hacia esta dirección. Herbert West a este punto de su carrera buscaba demostrar ya no la posibilidad de reanimar a un muerto (eso ya lo había hecho), sino de refutar el alma.

Aún puedo ver a Herbert West bajo la siniestra luz de la lámpara, inyectando la solución reanimadora en el brazo del cuerpo decapitado. No puedo describir la escena, me desmayaría si lo intentara, ya que era enloquecedora aquella habitación repleta de horribles objetos clasificados, con el suelo resbaladizo a causa de la sangre y otros desechos menos humanos que formaban un barro cuyo espesor llegaba casi hasta el tobillo, y aquellas horrendas anormalidades de reptiles salpicando, burbujeando y cociendo sobre el espectro azulenco y vacilante de llama, en un rincón de negras sombras. El ejemplar, como West comentó repetidas veces, poseía un sistema nervioso espléndido. Esperaba mucho de él; y cuando empezó a manifestar leves movimientos de contracción, pude ver el interés febril reflejado en el rostro de West. Creo que estaba preparado para presenciar la prueba de su cada vez más sólida opinión de que la conciencia, la razón y la personalidad pueden subsistir independientemente del cerebro… de que el hombre no posee un espíritu central conectivo, sino que es meramente una máquina de materia nerviosa en la que cada sección se encuentra más o menos completa en sí misma. En una triunfal demostración, West estaba a punto de relegar el misterio de la vida a la categoría de mito. El cuerpo ahora se contraía más vigorosamente; y bajo nuestros ojos ávidos, empezó a jadear de forma horrible. Agitó los brazos con desasosiego, alzó las piernas y contrajo varios músculos en una especie de contorsión repulsiva. Luego, aquel despojo sin cabeza levantó los brazos en un gesto de inequívoca desesperación… de una desesperación inteligente, que bastaba para confirmar todas las teorías de Herbert West. Evidentemente, los nervios recordaban el último acto en vida del hombre: la lucha por librarse del avión que se iba a estrellar.

En cuanto al tipo de zombi que West crea, no se distingue demasiado de sus anteriores fracasos; por el carácter cercenado del mismo se asemeja más al zombi vudú que al zombi rápido inicial, pareciera más muerto traído a la vida que zombi. Sin embargo, una vez más se logrado un avance. Si West no había realizado antes estos experimentos localizados no era por no poder llevarlos acabo, sino que por entonces buscaba la reanimación completa de la persona, donde la mente, ante tan ligero estímulo y perturbación, dejaría de albergar la consciencia humana si el cuerpo llegase a reanimarse con un algún tipo de daño. Esto en el zombi actual no sucede. Hasta decapitado ha mostrado un resultado completo. Quizás a esto se refería Herbert cuando hablaba tener muchas esperanzas en su amigo. Sobre el relato, concluye de la siguiente manera:  

El cuerpo de la mesa se levantó con un movimiento ciego, vacilante, terrible; y oímos un sonido gutural. No me atrevo a decir que se trataba de una voz, porque fue demasiado espantoso. Sin embargo, lo más horrible no fue su cavernosidad. Ni tampoco lo que dijo, ya que gritó tan solo:
—¡Salta, Ronald, por Dios! ¡Salta!
Lo espantoso fue
su procedencia: porque brotó de la gran cuba tapada de aquel rincón macabro de oscuras sombras

¿Entonces, el experimento de West fue un éxito o no? Claramente lo fue, al menos en el caso práctico de la reanimación, pues lo que buscaba Herbert era restituir el cuerpo y que este, independientemente de la cabeza, que se pensaba era donde habitaba la consciencia, mostrara un comportamiento inteligente, lo cual funcionó. Ello hasta el desenlace del cuento, hasta la reacción de la cabeza cercenada. Entonces la cabeza había sido reanimada por un enlace misterioso y eterio hacia su cuerpo, probando al menos en este caso que la inteligencia está ligada a la cabeza; sin embargo, esta unión invisible de secciones independientes era algo que también buscaba investigar West, de modo que al final su experimento no fue un fracaso del todo. De lo que sí se arrepentiría después West era de no haberse asegurado del destino de su socio, pues convenientemente, al mismo tiempo en que sucedían estas cosas, el hospital era bombardeado por los alemanes destruyendo toda la zona. Aparentemente sólo Herbert y el narrador fueron los sobrevivientes.


Finalmente, en el relato final, «Las Legiones de la Tumba», vemos la tan esperada desaparición definitiva de Herbert West. Final inminente propia de un vida llena de transgresiones al luto ajeno. Como el lector despierto habrá intuido es harto seguro que los errores traídos al mundo (nunca mejor dicho) de Herbert reaparecerán para cobrar venganza en un acto propio del zombi Pre-Romeriano y Romeriano. Y es que si no hemos hablado nada del zombi Romeriano es que no comparte muchas características con el zombi Lovecraftiano, de hecho, se ha dicho que éste está más cerca de su definición predecesora.

El zombi Romeriano es separado de su naturaleza mágica de ritual vudú o maldición de brujo cambiando su origen mortuorio, ya no es más un muerto traído a la vida, sino un vivo convertido en zombi. Al cambiar su origen no sólo se lo aleja de la religión, sino que se le otorga una identidad propia cortando toda la atención desviada hacia el amo. Pasa entonces a ser el antagonista principal de la obra, donde su carácter infeccioso (casi siempre el detonante de la conversión es un virus) es una amenaza más real que el canto asilado de un ritual mágico. Con eso en cuenta, es válido decir que este zombi sigue siendo un zombi lento, cuyo protagonismo, si lo comparamos con nuestros relatos, no encajan en la clasificación que buscamos.

En el caso del zombi post-Romero se mantiene el carácter infeccioso del mismo, es más, se exagera en este punto y se hace eje central de su derivación: nacen los zombis hordas. Ya no es el zombi, sino los zombis. A pesar de que con Romero el zombi hubo ganado representación como ser individual, esto sólo era en su papel antagónico, pues el conflicto para el protagonista no era acabar con ellos, dado que eran zombis lentos, sino en hacerlo sabiendo lo que representaban. Cada uno de ellos fue alguna vez una persona tal como los protagonistas, con amigos, familia y vidas normales, el conflicto al enfrentarlos era evitar pensar en que al hacerlo se cometiese asesinato. Es correcto agregar que con este tipo de zombis infecciosos se popularizó los mordiscos como fuente de infección.

De la derivación anterior, en épocas más recientes, nace la vertiente del zombie splatter. Compartiendo todas las características del zombi post-Romero, lo que lo diferencia es que no es más un zombi lento. El causal infeccioso es tomado como foco para hacer a este zombi más visceral y sangriento, siendo también sumamente agresivo y orientado al gore. Además, sus representaciones en la ficción tienden a sobre exponer la violencia explícita. No obstante, no es sólo un cambio estético, porque si con el zombi Romeriano el mensaje era claramente anticapitalista, el zombi splatter critica el consumo excesivo y sin sentido. El lector encontrará fascinante saber que ambas categorías nacen de una misma película, Dawn of the Dead, pero interpretada por dos directores distintos, George A. Romero y Zack Snyder, siendo el zombi splatter de Snyder consecuencia natural de la reinterpretación.

Ahora bien, hasta ahora nuestro zombi Lovecraftiano sigue sin encajar en estas dos últimas categorías, podría decirse que a lo visto nuestro zombi es igual de visceral que el splatter, pero sigue tendiendo a lo predador y al asesinado circunstancial más que al afán de propagar un virus, sin mencionar que no es capaz de convertir en su víctima en otro zombi. Veremos si algo cambia respecto a esta última historia, corolario del fin del doctor Herbert West.

Luego de la Gran Guerra, West y su asistente se establecen en una venerable casa que dominaba uno de los cementerios más antiguos de Boston, sin embargo, Herbert había escogido el lugar únicamente por motivos simbólicos, ya que la mayoría de las tumbas eran de periodo colonial y no se producían enterramientos nuevos. Es en esa casa, cuando se realizaban las labores de construcción de un sótano que serviría como laboratorio, donde los trabajadores encuentran un pasadizo bastante antiguo y ligeramente tapado con material artesanal. Después de un tiempo West concluye que había de haber una cámara secreta que comunicaba la casa con el cementerio, tal vez debido a una antigua tumba de algún noble. No obstante, ante el asombre del narrador, Herbert se niega a indagar más sobre eso y ordena que tapase aquella abertura con yeso.

El final de Herbert West comenzó una tarde, en nuestro despacho común, cuando alternaba su extraña mirada entre el periódico y yo. Un curioso titular había atraído su atención desde las arrugadas páginas, y una zarpa titánica pareció atraparle desde dieciséis años atrás. En el manicomio de Sefton, a cincuenta millas de distancia, había sucedido algo espantoso e increíble que había dejado estupefactos al vecindario y perpleja a la policía. A primeras horas de la madrugada un grupo de hombres silenciosos había penetrado en el parque de la institución y su jefe había despertado a los celadores. Era una amenazadora figura militar que hablaba sin mover los labios, cuya voz parecía conectada casi ventrílocamente a un gran estuche negro que transportaba. Su inexpresivo rostro tenía las facciones bien parecidas, hasta el punto de dar la impresión de una belleza radiante, aunque el director se había llevado un sobresalto cuando la luz del vestíbulo cayó sobre él, ya que era un rostro de cera, y los ojos de cristal pintado. Debió de sucederle algún accidente atroz a este hombre.

Había iniciado el comienzo del fin. Y si la reunión de todos los errores de West parecía unirse en una única cruzada, lo más inquietante de ello era la supervivencia del doctor Eric Moreland Clapman-Lee. Su presencia era superlativamente aterradora para West, pues como bien dijo alguna vez: quién sabe lo que haría un médico decapitado con conocimientos de reanimación traído de la muerte. Opiniones aparte, me parece bellísima la idea del doctor decapitado, con la cabeza oculta en una caja desde la que habla, el porte y vestimenta militar, y todo ello coronado con una cabeza falsa de cera. Bellísimo.

El que hablaba pidió que le cediesen la custodia del monstruo caníbal traído de Arkham hacía dieciséis años, y al serle negada dio una señal que provocó un espantoso alboroto. Los demonios aquellos golpearon, patearon y mordieron a todos los celadores que no lograron huir; mataron a cuatro, y finalmente consiguieron liberar al monstruo. Estas víctimas, que podían recordar el suceso sin histerismos, juraban que las criaturas se habían comportado menos como hombres que como puros autómatas guiados por el jefe de cabeza de cera.

De lo último se deducen dos cosas. Primero, que los zombis actúan en conjunto; segundo, que quién los lidera es el doctor Moreland Clapman-Lee. La razón por la que éstos le deben obediencia no está clara y no se entiende más allá de la perogrullada de saber que es un zombi al igual que ellos o, por lo contrario, contar con el conocimiento médico de la reanimación. Quién sabe, a lo mejor en este tiempo, al igual que West, el doctor Moreland haya realizado sus propios experimentos. Entonces tenemos, otra vez, dos tipos de zombis. Nuestro zombis pre-Romerianos de todos los relatos (aunque con el agregado de la obediencia adquirida) y al propio doctor Moreland Clapman-Lee, quién parece despuntar como el auténtico zombi completo, pese a que se encuentra decapitado, el zombi consciente.

El zombi consciente, al adquirir raciocinio, se lo humaniza, se lo retira de la masa adquirida por Romero y Snyder y pasa a ser de nuevo «el zombi». El doctor Moreland Clapman-Lee posee esas características, encaja en esa clasificación. Otros ejemplos de este tipo de zombis son los presentados en «The Walking Dead», «Dead Snow, Sky Sharks, Orgullo, prejuicio y zombies», «Dead Snow 2: Red vs. Dead», etc.

Volviendo al relato, aquello era sólo inicio de lo que le deparaba a Herbert, pues esa misma noche un extraño paquete fue entregado a la casa del doctor. El narrador, al recogerlo, pudo ver a los repartidores, sujetos extraños de movimientos anormales. El paquete era una caja que tenía unos dos pies cuadrados y llevaba el nombre correcto de West, con su actual dirección. También traía remitente: «Eric Moreland Clapman-Lee, St. Clare. Eloi, Flandes». Cuando West vio la caja sólo atinó a decir «Es el fin… pero incineremos… esto». Tan pronto hubieron puesto a quemar el paquete sucedió:

Fue West quien observó primero que se caía el yeso de una parte de la pared, donde había sido cubierta la antigua albañilería de la tumba […] 
Sus siluetas eran humanas, semihumanas; se trataba de una horda grotescamente heterogénea. Retiraban las piedras en silencio, una a una, del muro secular. Luego, cuando la brecha fue bastante ancha, entraron al laboratorio en fila de a uno, guiados por el ser de paso solemne y cabeza de cera. Una especie de monstruosidad con ojos desorbitados que marchaba detrás del jefe agarró a Herbert West. West no se resistió ni profirió grito alguno. Luego se abalanzaron todos sobre él y lo despedazaron ante mis ojos, llevándose sus trozos a la cripta subterránea de fabulosas abominaciones. El jefe de cabeza de cera, que iba vestido con uniforme de oficial canadiense, se llevó la cabeza de West. Al desaparecer, vi que sus ojos azules, detrás de las gafas, centelleaban espantosamente, revelando por primera vez una frenética y visible emoción.

Aquel fue el final del doctor Herbert West, Reanimador… ¿o sólo un nuevo inicio? Antes que nada, me gustaría escribir sobre el paquete dirigido a West por el doctor Clapman-Lee. Todo hacía pensar que dentro de él, en un clímax de tensión, se hallaría la cabeza real del doctor zombificado, me imagino la escena de West abriendo el paquete para verle el rostro; seguramente, eso pensé, por eso decidió incinerarlo sin abrirlo. Lo que me hace dudar de esto es que al hacerlo ningún sonido surgió de él, pero enseguida vemos cómo inmediatamente a ello empieza la invasión de zombis tal como si respondiesen a un disparador. ¿Fue la cabeza quemándose la señal de la irrupción de la horda? Porque siendo un zombi me imagino que el dolor es superado, pero en caso esto fuese de esta manera, ello significaría también que el zombi consciente de Clampman-Lee no necesita su cabeza para mantenerse consciente como vimos en el relato «El Horror de las Sombras». De ser esto cierto, entonces ello sería otro triunfo en la muerte para Herbert West.

Antes me referí a la muerte de Herbert como un nuevo inicio para él, y ello no necesariamente tiene que ser sólo en el aspecto simbólico. Conforme iba leyendo los cuentos para este análisis me fui dando cuenta de un detalle que me empezó a llamar la atención en los primeros relatos y terminó por despertar una pregunta válida al final de los mismos. El doctor West, a lo largo del tiempo, no envejecía. Transcribo sus descripciones a largo del tiempo:

West era por entonces joven, delgado y con gafas, de facciones delicadas, pelo amarillo, ojos azul pálido y voz suave.
De La Oscuridad – Herbert West, Reanimador. Relato 1.

En la teoría fundamental de la reanimación no veían sino extravagancias inmaduras de un joven entusiasta cuyo cuerpo delgado, cabello amarillo, ojos azules y miopes, y suave voz no hacían sospechar el poder supranomal «casi diabólico» del cerebro que albergaba en su interior. Aún lo veo como era entonces y me estremezco. Su cara se volvió más severa, aunque no más vieja.
El Demonio de la Plaga
– Herbert West, Reanimador. Relato 2.

Siempre había sido una fría máquina intelectual; flaco, rubio, de ojos azules y con gafas; creo que se reía secretamente de mis ocasionales entusiasmos marciales y de mis críticas a la indolente neutralidad.
El Horror De Las Sombras – Herbert West, Reanimador. Relato 5.

He hablado del debilitamiento de West, pero debo añadir que era puramente mental e intangible.
Exteriormente, fue el mismo hasta el final: tranquilo, frío, delgado, con el pelo amarillo, ojos azules y con gafas, y un aspecto general de joven que los años y los terrores no llegaron a cambiar.
Las Legiones De La Tumba – Herbert West, Reanimador. Relato 6.

No obstante, el detonador final se encuentra en la última mirada de West, aquella donde a ojos del narrador sus ojos azules, detrás de las gafas, aún estando decapitado, centelleaban por primera vez con una frenética y visible emoción.

Hemos pasado a través de toda la clasificación total del zombi para definir a nuestro Zombi Lovecraftiano. Descubrimos con horror en los primeros experimentos de Herbert que las primeras versiones no pasaban del clásico zombi pre-Romero, siendo estos rápidos, cazadores, sin consciencia y sin capacidad para convertir a otros en zombis, es decir, permaneciendo como monstruos individuales. El primer caso de zombi consciente por razones desconocidas duró apenas unas palabras, pero el camino había sido abierto a la investigación y, así, en el fallecido doctor Eric Moreland Clapman-Lee, es donde se completa la reanimación completa: mente y cuerpo. Con él aparentemente muere toda esa cadena de experimentación, salvo por la posibilidad final donde Herbert West pasa a ser uno de ellos, pero este también encajaría dentro del zombi consciente. Ello era lo que buscaba desde el inicio después de todo, la reanimación total, el alejarse del zombi y resucitar el cuerpo probando una objetividad materialista en la vida. El Zombi Lovecraftiano, entonces, en su vertiente más pura, apunta a la indistinción total del vivo y el muerto, a que la muerte no sea más una limitante, pese a que las derivaciones de Herbert divergen hacía otros caminos conforme a su degradación moral. Lástima que ambos ejemplares perfectos estén decapitados, ello los distancia de su semejanza ideal al humano.

Antes de finalizar, por supuesto, al ser este cuento escrito por Lovecraft, hay también la otra posibilidad, una más mundana y creíble. Se atribuye al narrador una locura consecuente tal vez a los horrores de la guerra y se concluye, con la desaparición de West, que lo incinerado no fue la caja enviada por el doctor Clapman-Lee, sino el cuerpo del doctor Herbert West antes asesinado por él. 

El incinerador contenía sólo ceniza inidentificable. Los detectives me han interrogado; pero, ¿qué puedo decir?. No relacionarán a West con la tragedia de Sefton; ni con eso, ni con los hombres de la caja, cuya existencia niegan. Les he hablado de la cripta; pero ellos me han enseñado el yeso intacto de la pared y se han reído. Así que no les he contado nada más. Quieren dar a entender que estoy loco o que soy un asesino… probablemente es que estoy loco. Pero podría no ser así, si esas condenadas legiones de las tumbas no estuviesen tan calladas.

Sobre esto último, no es del todo disparatada la idea del narrador asesinando a Herbert, pues en un momento dado afirma que se sentía en peligro cuando estaba cerca suyo y hasta empezó a tenerle miedo.

West salió de él con un alma seca y endurecida, y una mirada fría que observaba con una especie de calculadora y horrenda apreciación de los hombres de cerebro especialmente sensible y un físico vigoroso. Hacia el final, cobré a West un intenso terror, ya que empezaba a mirarme de esa misma manera. La gente no parecía darse cuenta de sus miradas, aunque me notaban asustado; y tras su desaparición, se valieron de eso para propalar unas sospechas absurdas.

Puede, en todo caso, no ser uno ni lo otro, sino una mezcla de ambos, siendo el final la alucinación del narrador luego de haber asesinado a Herbert y haber vivido todos los experimentos anteriores como ciertos. Hay que tener en cuenta que para que West se haya convertido en zombi hubo de estar estar muerto, hubiese necesitado antes la ayuda de alguien para reanimarse; no hay explicación sobre este inconveniente y tal vez sea posible que, en efecto, West no se haya zombificado al final y esa mirada triunfante en su muerte se deba simplemente en librarse de la amenaza de la tensión constante y, por qué no, ver el fruto de su trabajo en el final de su vida. Sin embargo, esto es sólo jugar con las posibilidades, con Lovecraft no hay nada cierto en los finales, siempre un camino divergente con dos posibilidades de aceptar los hechos, la locura o lo inaudito.




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