Desaparecer, dejarlo todo atrás; correr rápido, campo a través, los pies mojados, suave hierba, respirar profundo, entrecortado. Esconderte en una cueva y, a diferencia de Platón, verlo todo desde el interior.

Observar cómo los demás prosiguen, narrador omnipresente. Contemplar como dudan, como aman, como lloran, como ganan. A través de una ventana sin cristales ver el mundo. Dentro hogar: calor, mantas, mullido, suave… como un nido de golondrinas. Que haya café, con leche espumosa y galletas de mantequilla de esas de la hora del té inglés.

Escoger atardeceres, perfiles de bosques recortados contra la penumbra de los últimos rayos de sol: la vida en dorados. Intuir, lejanas, las siluetas de las montañas, que se te antojen inhóspitas, inalcanzables, majestuosas. Que te llegue, portado por una brisa suave, el aire frío del exterior, cargado de recuerdos, de los que ha atesorando durante el día: hojas secas, hierba tierna. En el horizonte, como polizontes, tímidas nubes, alargadas, deshilachadas, preparadas ya para la noche. Que te meza, que te acune el sonido de un tren lejano, un traqueteo monótono, de vaivén, de invariable testarudez, de camino decidido, de objetivo.

El trazo imperfecto, la brocha imprecisa, el libre albedrío, la variabilidad del bosque que se recoge, que cierra sus alas, que esconde entre ellas el pico y la cabeza. El manzano, cercano, que lucha por mantener, visibles, cada una de sus hojas y el cielo que, reverente, despide al sol y acoge, descaradas, las primeras luces de la noche.

Planetas, lejanos, que lanzan, como mensajes en botellas, sus reflejos al universo, sus gritos de esperanza, sus súplicas a todo volumen para qué, un día, lleguemos a estar juntos. 

Y, poco a poco: estrellas. Luceros, guías, puertas a nuevas dimensiones, testigos mudos de lo acontecido, señales imprecisas del porvenir. Y aquí, en la tierra: tú.

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