El club de los condenados

                 PREMONICIÓN

Una mujer de identidad poco trascendente, regresaba a casa con los bolsillos cargados de monedas que había ganado en las tragaperras. En medio del asfalto contempló a su vecina Teresa. Un segundo después contempló su cadáver.                      

.                       TERESA

Septiembre, 1999

Quitó la aguja de su brazo sin desatar aún el cinturón que hacía de sus venas reales serpientes inyectadas en sangre. Hace algunas semanas la heroína estaba tardando más de lo habitual en surtir efecto. Elevó el cuerpo y casi, casi alcanza a tocar el blanco cielo de su alcoba. Nuevamente no lo logró. Quedó catatónica varios minutos. Recobró la compostura. Se llevó los dedos a la boca, abrió sus agrietados labios, pasó las yemas sobre los dientes amarillos que a veces veía negros, verdes,
y con las uñas excavó a por sarro.
– Debo estar linda- pensó en voz alta.
Pies descalzos, tan solo estuvo a punto de caerse una o dos veces antes de llegar al baño. Tanteó en las vísceras del mueble hasta dar con un cepillo de dientes en plena alopecia y un enjuague bucal rosado que el dentista le recomendó no usar
más de un mes pues podría teñirse los dientes. Dos minutos, cronometrados, mascó
las cerdas, treinta segundos, cronometrados, hizo gárgaras y espuma. Pies descalzos, volvió a la cama, tomó asiento, levantó una baldosa suelta, sacó la SP-101, cortesía de Sturm Roger & Company y de su antiguo amor, aquel nueve de mayo del 96. Sigilosa igual que un minino, se desenrolló cual ente para llegar a la habitación del pequeño Salvador. Enredó los dedos entre los rubios cabellos de su
hijo, lo besó y apuntó el cañón del revólver a la diminuta cabeza. Tembló, meditó, decidió que no era justo ni para él ni para ella. Juan Altamira, ese es el nombre del hijo de puta que maldijo la vida de Teresa y envenenó a Salvador. No podía seguir
caminando por ahí feliz de la vida sin pagar lo que les hizo. Guardó el arma, tomó asiento en las penumbras de la cocina, encendió un Malboro y pensó en suicidios y
homicidios.

                       Hannah
Diciembre, 1996
Existe una teoría, no sé dónde la oí, quizás en un sueño, y plantea que nuestros pensamientos, desde los más atroces destinos que dibujamos para los que odiamos
a los deseos más puros, bondadosos, son ondas de energía que orbitan igual que
planetas alrededor de nuestros cuerpos, algunos son lo bastante sensibles como para sentirlos, no los oyen, es la energía, maldad o luz, la que nos toca. De ahí
surgen los presentimientos, cuando decimos que cierto humano no es de fiar, que
cierta persona emana confianza. También es la razón del porqué un amigo, amante,hermano, padre, antela las palabras exactas antes de que las volvamos sonido y terminan nuestras oraciones. Desde que vi a Juan Altamira Hartman sentado correr por los jardines del liceo me encantó. Ahora está bebiendo un licor que con las luces de neón parecía éter. Es el amor de mi vida, aunque siempre me dejé llevar por los
ojos claros, la belleza es importante, no todo, pero es importante, mucho. Yo y mi
patológica timidez no éramos capaces de invitarlo a una copa, fue él quien se fijó, por motivos que desconozco aún, en mí. Bailamos a los Bee Gees, tiene tanto carisma que incluso varias parejas voltearon a vernos. Me besó en un callejón
apestoso a orina y lo convirtió en una alfombra roja. Sentí que las estrellas solo nos miraban a nosotros. Me invitó a un hotel lujoso, le dije que no importaba el condón, igual lo usó.
Solíamos juntarnos en el parque de las esculturas, asistíamos a estrenos de películas de cineastas franceses, nos hundíamos en bibliotecas, él con sus novelas
policíacas, yo con hojas que no eran otra cosa que excusas para mirarlo, ver esos ojos verdes hundiéndose infinitamente en la tinta, puedo oír todavía el ritmo de sus latidos interrumpiendo al silencio. Me contó cada uno de sus secretos y nada me hizo cambiar el retrato que pinté de él en mi memoria.
– Hannah, me enamoré de ti, no debería, no tengo tiempo, y ahora quieres…. ¿estás
segura?
– Lo necesito, Juan.
El sexo alcanzó las nubes, por fin sentí la totalidad de su piel dentro de mí. Morir dentro de él.

 
                       TERESA
Septiembre. 1999
No fue muy complicado que Rodrigo extendiera una licencia de meses dictaminando depresión severa. Mal que mal estaba enamorado de Teresa, y ella
lo sabía, sin embargo, psiquiatra y todo, no se permitiría otro hombre en la vida.
Fuera de su trabajo en estación central se dedicó a buscar por todos los medios a Juan Altamira, un primo de ella, Segismundo, quebrantó ciertas leyes e indagó en las bases policiales por días.

– El hombre es prácticamente un fantasma pero las cámaras de seguridad de las

calles lo han captado hace no muchos días.

-¿Dónde?

– En Santiago, parece que estuvo un tiempo fuera de Chile. Enfermo de mierda.

– Segismundo, si lo encontramos tiene que ir a la cárcel.

– Tere…

– ¡Es un puto asesino en serie!

– No, es decir, sí, pero nosotros no podemos arrestarlo por tener sexo con quién se
le cruce, ¿qué vas a hacer cuando lo encuentres?
Asesinarlo, cortarle las pelotas y el pene, ponerselos en la boca, hacer que los

muerda. Ahogarlo en su propia sangre.

– Lo voy a encarar.

– No me suena a una buena idea.

– Tú no… Segismundo, en la perra vida vas a entenderme.

– Lo sé.

– ¿Tienes algo que entregarme?

– Sí- sacó los documentos.

– Tere, al hombre no le debe quedar mucho, no hagas una tontera que la naturaleza
misma está por finiquitar.

– Sin preocuparte, primo mío.

                        JUAN

 Desde joven supo que el apellido no importaba más que ser el mejor en todo,
simples letras amontonadas no podían estar sobre su coeficiente intelectual, menos
ser más imponentes que su físico de atleta, piel blanca como la leche, ojos verdes
que todos los indios de su colegio envidiaban a viva voz. Hechos que también conllevaban tortura. Los primeros años en la escuela de Navidad sus compañeros
solían encerrarle en una pequeña habitación que estaba debajo de la escalera del
salón, un día le golpearon la cabeza para aturdirlo, luego lo recostaron en la
alfombra de la sala envolviéndolo, asfixiándolo. Estuvo atrapado por horas, oyendo
los pasos de profesores y alumnos, subiendo y bajando las escaleras, clamando el
llanto, el grito, nadie escuchó. Una señora a cargo del aseo lo liberó cuando fue a
por la escoba y un poco de detergente.

 Pesadilla tras pesadilla lo atormentaba todas las noches. En el sueño escuchaba
las risas de los abusadores y de una abusadora, mientras él estaba envuelto en una
alfombra pestilente. Se orinaba, onírica y físicamente. Al despertar en un colchón
hinchado de sus propios fluidos uno de los sacerdotes le golpeaba las manos con
una regla metálica y le ordenaba cargar con el colchón húmedo en el patio hasta
que el calor del sol lo secara. Más golpes venían a continuación. Pero eso fue tan
solo el internado. Una vez fuera de él todas las mujeres se derretían al ver los
músculos finos de Juan entrenando surf. Fue una forma de desquitarse lo que hizo.

 Elegía a alguna niña, la más bella, no tardaba demasiado en engatusarla y ya la
tenía gimiendo entre los arbustos. Llegando a casa tomaba una navaja y se hacía
un corte generoso en el pecho, símbolo de otro trofeo. Viajó a Santiago a estudiar
leyes, conoció a María. El sexo era innumerable. Cayó en el fatídico amor justo el
día en que María iba a obsequiarle su regalo de despedida.

– Yo, te amo, no sé qué será de mí si no estás cerca.

– Ábrelo.

– ¿No es más romántico si lo abro cuando esté solo en la pensión?

– Ábrelo.

Juan observó la caja envuelta en papel negro con cinta negra, rasgó una punta,
arrancó el papel. Era una caja, tenía la forma de una caja de zapatos. Aguardó
calculados segundos y decidió ver el interior. Un cuervo con el vientre abierto y las
vísceras revueltas.

¿Qué mierda?
– Tú siempre hablas de que el mundo está mal, te quejas acerca de las personasque merecen tortura y muerte. Juan, te di el poder. No es Dios quién elije quién
muere o cuando muere, solo hace falta tomar un cuchillo y arrastrarlo en la garganta
del hipócrita, sostener su cabeza desde el cabello y sonreír.
– No entiendo… María…
– Tengo SIDA, incurable, como debes saberlo. Tres años han pasado desde que me
lo diagnosticaron y todos los días siento cómo cada átomo se apaga. Me enfermo sin haber motivo, las putas pastillas son vómito social. Nadie quiere salvarnos, todos
piensan que estamos enfermos cuando en realidad la sociedad es la que lo está.
– ¿Tengo SIDA?
– Eso espero, después de tanto sexo, de “hacer el amor” o algo así, según yo sé así se contagia.
– No importa- dijo lanzando la tumba a un lado-. Te amo, te amaré, te amé.

– Si me amas, Juan, hazle saber a la sociedad que la enfermedad es real. Contagia,
tírate minos y minas, enférmalos. Dile venganza.
– ¿Y tú?
– Yo tengo que irme. Oye, no llores, seguiremos hablando. Ahora eres parte del Club
de los condenados. Me escribes en el momento necesario y un cuervo estará en tu
puerta.

                       TERESA

Septiembre, 1996

¿Qué mierda hago acá? Todos bailando, besándose, y tú embarazada, sincontarle a nadie, esperando ¿qué? ¿Un príncipe azul? Tonta.

Teresa Dadglory se ajustaba el escote frente al espejo. Tuvo que quitarse un
botón de la blusa para ostentar mejor los senos.

– Eres radiante, siempre lo fuiste.

– ¿Perdón?- se enojó Teresa y enseguida cubrió su pecho- Este es el baño de
mujeres, degenerado.

– Lo sé, lo sé…. ¿no te acuerdas de mí?

– No, ¿debería? Ándate o grito a… ¿Juan?

– Sí.

– ¿El de Navidad?

– Sí, lo siento, es que te vi entrar y pensé que no te vería más si dejaba que
salieras.

– Oye- le dijo Teresa dándose la vuelta, dejando que el busto se hinchara
naturalmente-. Nunca tuve la oportunidad de pedirte perdón.

-¿Perdón?

– Claro- meditó-. Eso que te hicimos con los chicos fue….vomitivo, pero éramos
niños, además ahí estaba…. No importa.

– Siempre me pregunté cómo lo hiciste para escapar de las monjas y llegar a
nuestro edificio.

Teresa sonrió- No era tan difícil, las, monjas son unas estúpidas, además la
inspectora tenía ceguera. Nos la hicieron fácil.

– Así veo.

– Pero, en serio, Juan, en ese tiempo estaba con Raúl y no sé cómo me convenció
de…- Juan ya estaba lanzando el aliento sobre ella. 

– ¿Sabías que yo estaba enamorado de ti?- le dijo y husmeó con la mano helada

entre la blusa y la piel, ella hizo un gesto de incomodidad, pero lo dejó. Con las

yemas excavó acabando en el seno.

– Sin sostén, picarona- Teresa rió. Él acarició su arola, rosada, poco a poco se hizo

más dura. Hizo a un lado la ropa, llevó la lengua hasta el pezón, lo succionó

iracundo. Las imágenes de ella riendo mientras lo encarcelaba en aquella alfombra

le susurraban muerte, sus manos deseaban asfixiarla. Muy piadoso.

                          JUAN

 Gracias al Club de los condenados pudo dar con Teresa Dadglory, quedando tan
solo cinco nombres en su lista. La siguió hasta una discoteque de mala muerte, la
persiguió al baño y ahí estaban, a punto de concretar la muerte.

 Juan dio dos pasos y bloqueó la puerta, volvió con el miembro hirviendo en ira
y lujuria.

– Yo…-.intentó decir Teresa pero sus palabras se desvanecieron cuando él la
penetró. La penetró. La penetró. Apoyó la palma de la mano en el espejo. Entró,
entró. Se concentró en el egocéntrico reflejo de su atlético cuerpo, quebró el cristal.

Teresa tuvo un orgasmo. Los trozos de vidrio se desplomaron al piso. Él les dedicó
un tiempo. Cayeron estratégicamente para mostrarle cómo entraba en esa
malnacida. Algunas gotas de sangre mojaron la baldosa.

– No te preocupes, siempre me pasa- lo tranquilizó.

 Por semanas visitaban sus cuerpos en algún parque, algún motel. Juan la
encontraba atrozmente bella, mas no podía caer en ese juego, se trataba de un
trabajo, una cosa que va más allá de lo carnal. La erradicación de la población.

– Estoy embarazada- reveló- No de ti, Juan, no de ti.

 Aguantó la risotada de felicidad. Dos por uno, qué gran apuesta se mandó.

– Lo sé- mintió-, bella mía, nos haremos cargo de él o de ella. 

Al cabo de unos meses Juan creyó que el contagio era efectivo, contactó al club y la caja envuelta en papel negro con cinta negra apareció dos días después fuera de habitación que alquiló. Fue con ella el día del cumpleaños de Teresa.
– Quiero que tengas esto.
– No era necesario.
– Claro que lo es. Anda, ábrela- Teresa mojó sus labios, preparó la lengua y se precipitó a la boca de Juan, él la tomó por el cuello- Ábrela.
Desconcertada le hizo caso a su amado, el papel negro cayó con el peso de una pluma al cemento y el ave negra la hizo entrar en shock.
– ¿De verdad creíste, puta perra
, que me iba a enamorar de ti? ¿Sabes lo que esto
significa?- como Teresa se dedicaba tan solo a llorar, afirmó
su mandíbula, la obligó a mirarlo-. Tengo SIDA, ahora tú también, y espero que tu hijo. Perra de mierda, desde que te vi reflejada en ese espejo me causaste un…
¿cómo decirlo? algo de lástima. A todas mis otras víctimas tan solo les obsequió al cuervo. Tú, amorcito, mereces algo más- Altamira extrajo un revólver de su abrigo-
. Tiene dos balas, una para ti y otra para el crío por si esperas a que nazca. Haz que valgan.

                       HANNAH
Diciembre, 1996

Juan le aseguró que en cualquier momento el teléfono de su casa sonaría y una voz incógnita le otorgaría los datos de las víctimas venideras. También que estaba
estrictamente prohibido hablar con alguien sobre el Club de los condenados a no ser que la voz comandante diera órdenes contrarias. Al morir un miembro
aleatoriamente seleccionaban a alguien para buscar un reemplazante. Era un sueño
hecho realidad. Purgar a la humanidad es un don divino.

Enero, 1998

Ya con veinte víctimas a su haber y dos miembros seleccionados, Hannah
atenta esperó el llamado y un nuevo cuervo en la puerta.

Julio, 1998

 La desesperación la carcomía. Ninguna dirección o número telefónico le brindó
el Club para contactarlo. Probablemente dejaron, así sin más, de purgar.

Octubre, 1999

 Hannah se proclamó anacoreta, aunque no pertenecía a religión alguna, el
término era de su gusto.

Nombre común: religioso que vive solo en lugar apartado, dedicado por entero a la contemplación,
la oración y la penitencia.

 Una cabaña en Curicó la refugiaba de la sociedad y la tecnología. No fue
impedimento para los miembros del Club. La hallaron, dejaron una caja envuelta en
papel negro y cinta roja, pesaba menos que las demás, y las coordenadas de la

próxima víctima, más un revólver SP-101.

“Un tiro en las pelotas y otro en la garganta. Víctima: Juan Altamira. Dentro de siete
días su cuerpo debe ser encontrado.”

¿Era eso posible?, ¿habría delatado a alguien?, ¿la asesinarían también de no
cumplir? Mucho amor le tenía a Juan, sim embargo, su pacto con la enfermedad
significaba más. Altamira Hartman se la regaló para que la llevara a la tumba, no
podía defraudarlo. 

                       TERESA

Octubre, 1999

 En una suerte de racconto visualizó las palabras de Juan “Bienvenida al club».
Así que investigó. El paradero de una tal Hannah le llamó la atención, Hannah
Hall, ex compañera del liceo de monjas. Abusadora, no con ella, con otras niñas.

Eterna enamorada de Juan, dejó de hablarle cuando se enteró que fue partícipe
de la broma, maldita broma, que le jugaron al pobre niño de ojos verdes.

 Teresa asesinó a un zorzal, le cortó la cabeza con un bisturí, extrajo las vísceras
y las reemplazó con cianuro. Buscó la caja del cuervo que guardó y la envolvió en
papel negro, cambiando un detalle: la cinta. Era imperioso el color rojo, símbolo de
venganza, lujuria, sangre. Tomó el revólver, escribió una nota y los envió a los
confines de Curicó.

                        RONDA

Enero, 1999

 Conoció a Juan una tarde lluviosa, él clamaba perdón en la catedral de Santiago.

Ambos se enamoraron. Insistió a más no poder, Juan guardó sus secretos de todas
formas. Era una persona paranoica, a veces lo sorprendía espiando por la ventana
hacia la calle. Le costaba dormir, probablemente no dormía nunca.

 Una caja negra llegó a su puerta, indicando que era para Juan. Ronda se tragó
las palabras. Escondida tras el sillón de la sala lo vio derrumbarse al hallar la caja.

Continuó callada.

 Desde ese día su amante se comportó de manera extraña. Volvía demasiado
tarde a casa, prácticamente dejó de vivir allí. En Septiembre de 1999, Ronda
descubrió que Juan la engañaba. Despechada fue a por el arma de su padre para
acabar con la vida de Hartman en pleno acto, la noche en que él visitaría el motel Pedro de Valdivia. 

                         ELLAS

 Hannah se aseguró de que las balas estuvieran cargadas, bajó del automóvil,
subió al piso quinto del motel Pedro de Valdivia, forzó la puerta 505. Dentro una
niebla con olor a marihuana y partículas de una droga desconocida le abofeteó los
cinco sentidos. Ahí estaba él, parado a un lado de la cama, desnudo, mirando al
piso.

– Lo siento- dijo y le disparó en la entrepierna. No era Juan.

 Desangrándose, el chico de no más de veinte años balbuceaba, Hannah alcanzó
a entender Se cayó, escupió sangre y cayó muerto.

 Ronda no reparó en lo extraño que era una puerta abierta dentro de un motel.
Las manos le temblaban, más su mente no titubeaba. La puta de Juan en la mira.
Levantó ambos brazos, tensó los músculos, la primera bala salió por una ventana
abierta, la segunda impactó en la nuca de Hannah quien murió sin saber cómo ni
porqué. 

                         LA BALA

  El cañón escupió la bala que tenía el nombre de Teresa. Un par de horas antes,
Diego, víctima de Juan, sostenía el cuerpo sin vida sin saber qué hacer. Pasó por
su mente lanzarse por la ventana, también recordó que muchas personas han
sobrevivido a caídas más grandes y la ventana quedó abierta. Posteriormente falleció por desangramiento. La bala voló fuera del edificio, como escapando de la muerte. La gravedad la besó. Se precipitó al abismo, tocó la frente de Teresa mientras ella observaba al cielo agradeciendo la paz venidera.
Salvador oyó un grito que viajó de la calle, pestañeó y volvió a dormir.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS