La sonrisa de Buda

La sonrisa de Buda

Daniel Grand

16/08/2022


¿Qué hago aquí? ¡Mañana mismo voy al médico! Esto pasa de castaño oscuro. Ayer, sin ir más lejos, aparecí con el coche en Manresa sin saber qué hacía allí y durante dos horas busqué el camino a casa. Vale que se trata de un lugar que apenas conozco, pero ¿dos horas para encontrar la salida? Lo peor es que no logro recordar la razón por la cual fui a esa ciudad. Así como ahora ignoro por qué estoy en la funeraria de noche; parezco un fantasma. ¡Este no es mi turno!, es el de Rogelio, ¿estará enfermo? Espero que no sea nada…

Por mi parte, yo me siento de maravilla. La única molestia es la acostumbrada tirantez de la cicatriz que atraviesa mi cara desde el cuello hasta el ojo derecho, sobre todo alrededor de los labios; es como si la herida nunca se hubiese curado por completo. Además, por supuesto, del problema con la memoria… Lo extraño es que, a pesar de olvidar lo reciente, hay sucesos ocurridos hace más de sesenta años que puedo revivir con todo detalle. Recuerdo con nitidez, por ejemplo, el fuerte olor a despojo de crustáceos en aquel elevado espigón. Veo a Montse y a Myriam flotar ociosas en el mar, y escucho a Indalecio que grita con voz maliciosa: «¡Tírate tranquilo, el agua es profunda!». Al saltar,  oigo su carcajada y el grito angustiado de una de las chicas. Casi rompo las rocas con la cabeza. Creo que fue en esa cama del hospital de Piriápolis, lleno de vendas y costurones, donde surgió mi precoz vocación de preparador de cadáveres. Se trata de un oficio bien remunerado, calmo y en el cual no me veo obligado a exhibir esta cicatriz rencorosa: los clientes no prestan atención a mi rostro. Resulta inconveniente que lo diga yo, pero soy el mejor. Medio siglo de experiencia me ha convertido en el rey de los fiambres.

¡Basta de cháchara! Aquí hay un cadáver y no se va a preparar solo… Primero, enema y lavado. A continuación, empiezo por los pies. Corto uñas y elimino los malolientes microbios que proliferan debajo de ellas. El tío debe de ser muy viejo, ya que no tiene un solo pelo en las pantorrillas. Aplico crema hidratante en las piernas con enérgico masaje para combatir el rigor mortis, y les doy un toque de color con el maquillaje; pues la cianosis, aun leve, produce un azulado bastante lúgubre. Ya sé que nadie va a quitarle los pantalones antes del crematorio o entierro, pero no entrego los trabajos a medias. Depilo, hidrato y masajeo los muslos. Para terminar, emparejo el tono de las piernas. Esto es lo fácil. 

Lo más complicado es, sin duda, el torso. Si no se prepara bien se corre el riesgo de una catástrofe olfatoria. El reemplazo de la sangre por líquido de embalsamar es rutinario, una mera transfusión. Lo siguiente no es apto para estómagos delicados: es necesario extraer las vísceras y desinfectar todas las cavidades a fondo. Un fallo en la esterilización permitiría a las bacterias inflar el tronco como un globo, aunque la refrigeración que le aplican en el tanatorio lo previene en parte. Luego, se rellena el interior con algodón, se sellan los orificios con pegamento y se suturan con puntos bien ceñidos. Tardo alrededor de una hora en depurar el interior. Continúo con la depilación íntegra de brazos, ingle y torso; también me ocupo de la crema, masaje y cosmética. Así se completa la segunda fase. No es truculento; solo es un intento de restaurar el cuerpo para que las personas allegadas vean apaciguado su dolor y guarden una imagen decorosa de su amante, amigo o familiar. Soy el epílogo ineludible de la larga cadena de trabajadores de la salud; llego después de doctores, enfermeros, masajistas, psicólogos, meretrices, etcétera.

Con los viejos es un trabajo agradecido, el embellecimiento es evidente; aunque con las mujeres siempre sufro un poco. Con los jóvenes sucede lo contrario: cuanto mejor es el resultado final, peor te sientes. Respecto a los niños… ¡Qué horror! Ni siquiera yo, de corazón tan duro como una roca traicionera, puedo hablar de ello.

Ahora solo resta la cabeza, lo esencial, pues es lo único de la preparación que será visto y recordado. Si bien el público de los entierros lo ignora, mejorar el semblante hundido y devastado por la muerte es una tarea sofisticada. La intervención como pedicuro, esteticista o peluquero no exige otras habilidades más que las habituales en dichos oficios, pero la de obtener una expresión facial convincente de paz y beatitud pertenece a un difícil arte. Además, conlleva la responsabilidad ética de atenuar el pánico cerval con el que toda persona lúcida se enfrenta al espejo de su propia desaparición. Confieso mi complicidad en el engaño: aunque las aguas sean profundas, no entres dócilmente en ellas. 

En esta última etapa invierto tanto tiempo como el utilizado para el resto del cuerpo. Los primeros pasos son recortar y lavar el pelo con champú y suavizante inodoros; depilar y suprimir pelos impropios de entrecejo, orejas y fosas nasales; asistido, en esta última fase, con lentes de aumento. Resulta indispensable reparar el hundimiento de los ojos con soportes plásticos interpuestos entre el párpado y el desinflado globo ocular; así se suaviza la expresión. El milagro se completa con el escultórico rellenado con masilla de la cavidad bucal, el sellado de orificios y, para terminar, pegar y coser mandíbulas, boca y párpados. Ahora ya está listo para provocar la admiración de sus deudos: «Tiene mejor aspecto que en vida», meditará el confortado panoli. Pues no, no se lo debe a la muerte, sino a mí.

Este último cliente ha representado un interesante desafío. Me he visto obligado a transigir entre un efecto estético que mejore, pero que no impida reconocer al cadáver. Tampoco se trata de convertirlos a todos en Brad Pitt, claro. Así que he decidido no disimular del todo la horrible cicatriz que le atraviesa la cara.


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