La neblina asciende lenta en las mañanas. Pero siempre asciende. Es los Andes. Las calles quedan a más de dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar. Es alto. Muy alto. Y los niños corren sin problema. Y los gallos persiguen a sus gallinas por todas partes.

El sol sale despacio. Cómo si no quisiera. Pero siempre quiere y sale para todos. Es amable a esas alturas. Y cuando la niebla cede, él aprovecha y comienza a brillar diferente. Resalta el color de los verdes. De las montañas lejanas y cercanas. Del gris que parecen.

Y pasan los carros cerca. No es una calle cualquiera. Es una que asciende más de mil metros en la cordillera central. Comunica dos valles. Más de veinte municipios dependen de esa ruta. Pasan las flores y el maíz. Desfila la gente. Pasa el frijol y el arroz. Caminan las vacas y mucho caballos se cruzan mientras los buses también ascienden o descienden sin afán.

Abajo hay una gran ciudad creciente que retumba. Muchos se detienen a mirarla desde lejos. Es muy bella. La llaman la ciudad de la eterna primavera. Aunque ya poco queda de ella. Porque todo ha cambiado. Y ya el calor agobia a las gentes que vienen y van. Los árboles cada vez son menos y el clima es cada vez más caliente.

La recorren miles de personas que van hacia sus trabajos. Lentamente se ha ido convirtiendo en la casa de muchos extranjeros que vienen en busca de algo más.

Está en el centro del valle y desde allí se pueden tomar aviones hacia todos los rincones del país. Principalmente selváticos. Porque éste es un país de mar y de selva. De costa y de dos océanos.

Pasan vendiendo unas deliciosas arepas de maíz. Están calientes. Hay de diferentes clases. Pueden comérselas con quesito. Una delicia de queso blando que preparan cada mañana en estas montañas andinas. El bus se detiene. Se sube el vendedor de arepas y allí hace su agosto. Las vende todas. Aquí nadie tiene prisa. El tiempo es otro.

Una señora al fondo carraspea su voz. Todos la miran.

El conductor decide bajar a descargar la maleta de alguien. Su ayudante le tiene la arepa de maíz y le pega un mordisco. Él lo mira de reojo. Qué abuso pensó riéndose.

Pero eso tampoco importa. Porque allí importa lo importante. Lo verdadero. Lo eterno. Nada de lo fugaz cuenta. Y así pasan los días. Entre yendo y viniendo. De aquí para allá. Del valle de San Nicolás al de Aburrá. Ese lugar en donde hace miles de años vivieron los indígenas y hoy quedan pocos recuerdos.

El río se ve a lo lejos. Y un niño le pregunta a su madre si podrá bañarse. Podrás. Podrás. Pero mucho más abajo en donde es muy limpio. Allí donde miles de aves descienden a tomar de esa agua. ¿La ves? Y el niño se alza intentando ver más allá de lo que realmente pueden sus ojos.

El conductor arranca y deja su estela de humo en aquel paraje que parece salido de un cuento. Pasa una moto. Pasa otra. Y se escucha el canto de una guacharaca que viene volando bajo. Llega con su pareja. Van más. Y luego pasan los carriquíes y las soledades. Así como los cacique candela. Esas aves de pecho rojo que antes no se veían pero que ahora suben cada vez más tratando de que sus cuerpos vivan en climas más fríos.

La neblina se ha ido. Y con ella el frío. Todo es tibio. Las palabras de la madre que viene cargando los litros de leche. Y de su amiga que lleva algo que huele delicioso pero que no se logra ver qué es. Deben ser pandequesos. Pero no se sabe. Uno nunca sabe en los andes que lleva la gente en esos envueltos. Y no era prudente interrumpir. Parecían embelesadas con su conversación.

Se fueron por ese camino pequeño que descendía de la carretera. Se perdieron entre los agapantos y las hortensias. Una de ellas llevaba una orquídea colgando de su brazo y su flor era de un violeta hermoso. Las plantas parecían saludarlas. Todo se movía a su alrededor. Los colores eran intensos y mágicos. Eran de un realismo increíble y los verdes se intensificaron cuando ellas se perdieron por entre el camino. Venía una nube gris caminando despacio y todo comenzó a volverse oscuro. Pero a lo lejos el brillo del sol y de aquella ciudad era permanente.

En las calles andinas todo es diferente. Son estrechas y llenas de curvas. Porque las montañas son muy altas y hermosas. Parecen tocar el cielo.

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