Podría decir que fue la manera en que encontré la felicidad en mi niñez y adolescencia salvo que dejaría por fuera tantos mágicos días lejos del tablero cuando llegué a ser adulto. Tendría que decir entonces que es el orgullo que me desbordaba el pecho debajo de esa copa levantada en lo alto pero al mismo tiempo con qué otro nombre sino es el rencor puede llamarse aquello que se queda contigo cuando la corona de tu propio rey se ciñe absurda en eso que se parece a un soldado caído tras el fin de la batalla. Quizá deba ceder a la escueta frase de simple meditación entretenida para resumir ese infinito rito de sesenta y cuatro casillas, o quizá habré de reconocerme en el cínico que celebra la elegante forma de enfrentarse a los desafíos de imponerse al mando de un ejército que blasfema y ruge entre las sienes a pesar de lo cual los problemas del día a día persisten sobre mis zapatos y trepan para hacerse hambre en el estómago o se confirman en el muro que me devuelve al mismo callejón sin salida. Lo cierto es que pienso en mi vida atravesada por el ajedrez y a veces me parece haberla vivido a lomos de ese caballo blanco y ese caballo negro de la incierta partida cabalgando minúsculo hacia todos y cada uno de sus insólitos destinos.
Mi amigo Miguel me presentó ese juego sin saber que éramos maestro y aprendiz a ambos lados de una tradición milenaria que no supo nunca de nosotros desde aquel sol en que fue concedida a los hombres y que nos olvidará en el puño indeciso de los que vendrán. Desde luego la primera batalla que emprendíamos él y yo era decidir quién de nosotros iría con las blancas, disputa que entre los niños es solo superable por cuál de los dos da el primer mordisco al pastel y seguro que en ese empeño nos extraviamos muchas veces fuera del tablero. En casa lamenté que mis hermanas nunca lo aprendieran por lo que ese amigo imaginario con que nos hemos acompañado todos, conmigo seguro se quejaba de lo mucho que lo hacía jugar al ajedrez. De hecho el hermanito que nunca tuve a causa de su muerte muy temprana sin que yo lo conociera, en esa melancólica silla vacía del otro lado del tablero poseyó precariamente aquella vida que le fue mezquinada y aprendió a mover alfiles y torres antes de poder decirle perro a nuestro perro o patear la pelota ausente, hasta que esas enternecidas partidas se interrumpían por la voz de mamá para ir a comer salvo que ese llamado era pronunciado siempre en un desdichado singular.
Pronto ocurrió la ironía que entraba a la casa de mis amigos de barrio pero para jugar ajedrez con sus papás, tan necesitado como estuve de rivales a los que fuera más estimulante ganar. El más entrañable de ellos el señor Raúl, que en su silla de ruedas pagaba la extraña culpa de una escalera contra la pared que lo traicionó desde una gran altura y en sus manos se encendía a cada tanto la frustración de no poder atarse los zapatos o llevarse una manzana a la boca sin riesgo de que se le cayera. Bajo ese sombrero que jamás lo vi quitarse el señor Raúl imaginaba todas las formas posibles de cumplir el propósito simulado del ajedrez de matarme amistosamente, y en esas piezas que con torpes movimientos desplazaba más bien empujándolas que tomándolas me doy cuenta ahora que lo que yo asumía como un juego, para él era su efímera forma de escaparse de esa tortuosa prisión que era su cuerpo.
Mientras fui alumno de colegio el llamado deporte ciencia me dio muchas satisfacciones al ganar campeonatos gracias a los cuales obtuve bonitos premios excepto aquella vez que durante la primaria mis ojos se convirtieron en un par de grandes desilusiones cuando alcancé a ver los dos enjundiosos tomos de El Quijote con una edición de tapa dura en lugar de un divertimento tan anhelado por entonces. Pero el momento en que llegué a ser verdaderamente feliz fue cuando en la secundaria tuve la dicha de formar parte de la selección de mi colegio San Antonio Marianistas en los torneos de ADECORE y por muy poco no nos llevamos el tricampeonato de manera consecutiva. Puede parecer extraño pero de mis amigos ajedrecistas a quienes veía casi a diario nunca supe si andaban enamorados o qué canción les pasaba por la cabeza sin que pudieran olvidarla, y sin embargo éramos capaces de enumerarnos nuestras jugadas favoritas o los movimientos clave en que una partida tuvo un desenlace singular. Así de afiebrados vivimos esa época dorada y nunca una obsesión me consumió de una manera tan perfecta y placentera.
Luego, el mismo tiempo que hace perder los juguetes a un niño en un culposo olvido me tomó de las solapas en un soberbio reproche y entonces abandoné el ajedrez. No sé en qué momento exacto ese blanquinegro tablero al que le dediqué mis meditaciones más profundas desapareció en los trastos viejos sin que echara una mirada atrás, cuándo los peones y el resto de piezas enmudecieron sus acertijos entre el polvo y las telarañas, cuán mezquina puede ser la felicidad que te hace dejar de ser quien eres. A veces crecer es reconciliarse con uno mismo y sencillamente dejarse ser. Porque después de todo pude haber abandonado el ajedrez pero el ajedrez que no sabe de esas ingratitudes no abandonó a este discreto oficiante de celadas, siendo que en verdad es un juego cuya fragua se encendió en el Oriente pero también está detrás de cada barbilla pensante que en realidad juega al ajedrez sin piezas cuando anticipa y bifurca ese ovillo de cosas donde está todo lo que es humanamente posible.
Ignoro si tras todos estos años de alejamiento he sido como ese modesto peón que corona en la última línea y se convierte por fin en lo que quiso ser. En el azaroso juego de la vida no hay reglas escritas y las que porfían en estarlo se incumplen. Todo lo que puedo hacer ahora mismo es asomarme de regreso a esas venerables casillas con la emoción de un novio que reencuentra un viejo amor y anhelar que esta vez habrá de ser hasta el decisivo jaque mate en el propio pecho descarnado.
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