Apostillas para un doctor

Normalmente las veces que he escrito no me ha sido concedida esa suerte de dirigirme a mi personaje porque nos ha distanciado muchas cosas entre ellas la propia muerte. Ahora en cambio hay solo un me gusta y un par de clic de cierta red social entre ambos. Curiosamente doctor, se puede medir en unos cuantos metros la distancia de su puerta a la mía pero hasta que descubrí el modo apoteósico en que lo recibieron nuestros vecinos cuando le dieron el alta no sabía de su existencia. Y sí, estamos cerca pero lo cierto es que mientras esta pandemia nos ha abierto sus fauces y yo he permanecido confinado en la seguridad de mis cuatro paredes, la vocación de médico suya lo ha llevado a ese inhóspito lugar de donde solo se regresa con honor.

Con honor y entre globos amarillos agitados al viento.

Desde esta cercanía que solo es digital y geográfica yo lo saludo emocionado doctor Carlos Sandoval* sabiendo lo mucho que en verdad estoy alejado en verdad de usted, que usted es a quien le alcanza el sacrificio y la gloria y yo solo apenas lo documento.

Antes que las mascarillas y la distancia social fueran la convivencia de estos días, sospecho que el barrio que compartimos debió habernos hecho coincidir en nuestros pasos. Tal vez en la cola para comprar el pan usted fue aquel a quien miraba con impaciencia por arrebatarme unos segundos del reloj en una mañana apremiante. O quizá fui yo quien lo sobresalté detrás del hombro cuando a punto de ingresar a su casa se hizo la pregunta que la inseguridad ciudadana fuerza a que nos la planteemos al ver de cerca a un desconocido.

Insólitamente ha tenido que ser un virus que con su ridículo tamaño nos ha puesto en evidencia que usted y yo no éramos para nada extraños, y todavía más, estableció que quien estornuda en Pekín determina el destino de un profesor de Buenos Aires, o el taxista de Miami que ahora solo viven el sufrido recuerdo de los suyos y por tanto puso en evidencia que en realidad la humanidad entera es una pequeña fraternidad de anónimos, y que todos hemos sido ese bebedor detrás de la barra de un bar ensimismado en su estúpida copa que en el último sorbo descubre a quien siempre estuvo al borde de otra copa en la misma barra de ese mismo bar.

Como sea el hecho es que ese barrio compartido al fin lo trajo de vuelta en olor de multitud. Si esta hubiera sido una de esas pandemias de siglos atrás, en lugar de donde ahora hay un civilizado asfalto la voz de un pregonero habría precedido su llegada en el trote de un brioso caballo por un camino polvoriento. Hemos dejado de ser tan románticos y hoy día las reproducciones en vídeo han postergado al olvido las declinaciones de bardos y poetas. Pero la muerte es el mismo rostro irremediable que viene por nosotros labriegos del Medioevo o ciudadanos del tercer milenio y sobresalta por igual a quien empuñaba un arado o retrata con un teléfono celular.

Y la misma mirada tierna y de asombro con que una villa divisó al jinete sentidamente ausente por el camino polvoriento en otra epidemia de pesadilla, ahora siglos más tarde se repetía en el auto que lo trajo de regreso y en el rostro suyo doctor aligerado por una delgada mascarilla en vez de una huraña armadura como el jinete aquel. Es la verificación que a través del tiempo puede que criaturas tan virulentas como invisibles terminen por seguir diezmándonos pero el espíritu de los hombres y mujeres persiste en sobrecogerse por la obra del otro.

En cuanto a mí no sé querido doctor si al final de la pandemia, si acaso algún día llegue, pensaré reconfortado en estos tiempos feroces o acaso seré pensado por quienes me sobrevivan. Ya ni siquiera sé si será peor tornar finalmente los ojos desorbitados en pos de una inútil burbuja de aire que nunca vendrá en mi auxilio o vivir con el perpetuo reproche que otros tomaron mi lugar. Puede que lo único real sea que en este día uno tenga tanto miedo de morir como de seguir vivo. Y el día siguiente no habrá de ser distinto al de hoy con todo su enfermizo lavado de manos, la oblicua mirada al billete o el pasamano común.

Mientras tanto mi destino incierto irrumpa a pesar de estas engañosamente sólidas paredes, allá afuera el desenlace ya ha sido arrojado para otros y cientos desaparecen en la delirante piel de una bolsa negra que una vez convertida en mortaja abultada deja una ridícula duda en los dolientes de hacia dónde está la cabeza de quienes yacen prematuramente enterrados así.

Qué haremos doctor, que no sea aguardar ver cómo florece por primera vez el flamante árbol de cerezos recién plantado en nuestro parque convertido en una tregua a veces blanca y a veces rosada que se ramifica desde lo alto hacia un lado, al otro y al de más allá, como si dudara de dónde dar el primer consuelo a la fatigada tierra.

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El doctor Carlos Sandoval es un médico geriatra peruano sobreviviente al covid 19 cuya historia de bienvenida de nuevo a la vida es contada aquí https://www.facebook.com/notes/dany-el%C3%ADas-cisneros/la-vida-celebrada/1743794529118804/

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