Fue poner el pie en la estación Victoria y venírseme encima, como una montaña de bloques de hielo, la evidencia de que aquel idioma que llevaba estudiando con devoción durante todo el bachillerato y con notas excelentes -podría aportar pruebas si acaso se dudara de mi palabra-, no era lo que hablaban los tipos que iban y venían por lo que se asemejaba a un tétrico laberinto.
Un día antes de aquel lejano 7 de abril nos habíamos puesto en marcha en el espacioso seiscientos de mi hermana Pilar, conductora novata entonces, hoy “fitipaldi” donde las haya. A la conductora y a mí nos acompañaban una madre, otra de mis hermanas y dos maletas, todas del tamaño ordinario. Los doscientos y pico kilómetros que separan mi barrio de la capital del reino eran muchos más entonces, o al menos lo parecían. Pero llegamos, cansadas, mareadas, apretujadas, pero llegamos.
Cuando, a la mañana siguiente, mis acompañantes me dejaron en el autobús que me llevaba al aeropuerto, noté el desgarro de la nostalgia ya antes de que el conductor cerrara la puerta. Dejé de verlas y me sentí perdida como una niña abandonada. Crucé los dedos para que, como habíamos acordado, en el aeropuerto estuviera esperándome mi compañera de aventura, la que me había alentado al viaje tras el cierre de la Universidad -esos caprichos de dictadores-.
Ella, favorecida por los hados, tenía en Alcorcón una hermana, trabajadora de Telefónica y propietaria de un piso diminuto, circunstancia que a mi amiga le había privado de la gloriosa noche en una pensión de los alrededores de la Gran Vía. Y allí estaba, esperándome a la llegada del autobús, con su hermana la de Alcorcón, que, como mujer viajada, nos asesoró en los complicados trámites de acceder a un avión por primera vez en nuestra vida.
De Gatwick a Victoria fuimos cual Vicente. Victoria me pareció un nombre simbólico y profético, pero mis humos se bajaron buscando, entre los pocos trabajadores que trasegaban por la estación a la hora intempestiva de nuestra llegada, un alma caritativa y capaz de entender “Holyhead” pronunciado al estilo de mi adorada y, en aquellos crueles momentos, detestada profesora. Apareció esa alma, me entendió, de lo que claramente deduje, meses más tarde, que no era inglés, y además nos transportó en su carretilla motorizada desde el lugar en que nos encontrábamos hasta el vestíbulo principal de la estación, donde, con el idioma universal de la mímica, señaló un cartel: el tren para Holyhead salía de Euston y no de Victoria. Para el primer tren faltaban trece horas.
Rodeadas de oscuridad ambiental y emocional fuimos atraídas, como por un imán, por unas risas expresadas en perfecto español. Así pasamos nuestra noche en Londres, sacudiendo el miedo a lo nuevo, compartiendo anécdotas y esperanzas con un grupo de chavales en un par de bancos de la por entonces grisácea y lúgubre estación Victoria, sintiéndonos modernas e incluso un poco hippies.
Atravesamos la isla de este a oeste, cabeceando por la noche en vela, acunadas por el traqueteo del tren y arrulladas por el bisbiseo en falsete de las británicas que nos rodeaban. Entre cabezada y cabezada admiraba la belleza de los campos ingleses. «Este es un pueblo organizado», medité entre sueños. «Por eso nos miran a hurtadillas, porque no entienden que dos jovencitas duerman a plena luz del día», medio reflexioné en otro despertar.
En el ferry que nos acercaría por fin a nuestro destino, nos dieron un camarote con cuatro literas. Yo estaba tan cansada que habría dormido hasta en el duro banco de madera donde había estado sentada la noche anterior, de modo que me habría dado igual cuatro que cuatrocientas literas. Quería tenderme horizontalmente sobre una superficie durante un tiempo razonablemente largo. Casi ni oí entrar a la que supuse que venía a ocupar una de las literas libres. Mujer, treinta y tantos, cabello en escarola moderada, rechonchilla, falda de cuadros tableada, zapato abotinado, aspecto de monja laica. Entró con una sonrisa angelical y preguntó algo tan básico que entendimos a la primera. Le contesté que no, que no éramos italianas, que éramos españolas. Perdió la sonrisa, recogió sus bártulos y nunca más volvió. Esa mujer me curó para siempre de la tentación de juzgar a nadie por su nacionalidad.
Llegadas ya al puerto de Dublín, nos sorprendió que no estuviera esperándonos la persona de la escuela que supuestamente nos iba a depositar, a cada una, en la casa donde ejerceríamos el bonito oficio de au pair. Afortunadamente, mi amiga había tenido la precaución de anotar su teléfono. Estábamos peleando con un teléfono público que no éramos capaces de entender. La maldita moneda no entraba por ninguna ranura y si entraba, volvía a caer. Se acercó una señora que debió de ver la desesperación y la ignorancia en nuestros ojos y en nuestros gestos. Llamó. Y luego esa maravillosa mujer nos invitó a un té con pastas en la propia estación del ferry mientras venían por nosotras, y nos explicó, o eso entendí, que habían creído que llegábamos el día anterior.
Mientras tomaba mi primer té en tacita primorosa me vi con serias posibilidades de aclimatación. Nunca pensé que llegara, como llegó, al extremo de que una pareja de irlandeses –debían de ser de algún pueblecillo- me preguntaran por una calle un día que paseaba por el centro. O que el taxista que, a la vuelta, nos llevó del aeropuerto al pisito de Alcorcón –ya no hubo comité familiar de bienvenida al tener yo ya oficialmente el título de mujer de mundo-, insistiera, por más que yo me esforzara en una pronunciación castiza, en que yo era irlandesa. Y de ahí no le sacamos.
Para mi encuentro con el taxista tozudo quedaban muchos días, muchas risas, muchas meteduras de pata, alguna lagrimilla, algún disgusto, mucho cariño, mucho paseo, poco estudio, mucho té. Pero esa mañana luminosa, recorriendo un Dublín vestido de domingo, a bordo del mini amarillo con que vinieron a buscarnos, fui feliz.
PALENCIA-MADRID-LONDRES-HOLYHEAD-DUBLÍN
FIN
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