Me encontraba viajando por Argentina cuando crucé la frontera hasta el, probablemente, país menos conocido de Hispanoamérica: Paraguay.

El autobús me depositó en Asunción, una ciudad que no encontré grande, ni tampoco excitante; no posee la belleza de otras capitales sudamericanas, como el centro histórico de Quito o de Lima, ni tampoco goza de una intensa vida cultural, como Buenos Aires o Santiago de Chile. Sin embargo, me gustó.

Lo más atractivo que hallé de Asunción fue el palacio de los López, que era la sede del Gobierno, además de la Catedral, el Cabildo, el Panteón Nacional de los Héroes, más su exótica ubicación a orillas del río Paraguay, cerca de la confluencia con el río Pilcomayo.

Una escultura junto al Centro Cultural de la República rendía honores al burgalés Juan de Salazar y Espinosa, que le puso el nombre de
Asunción a esa ciudad por fundarla un 15 de agosto (de 1537), la onomástica de la Virgen María.

No me quedé a dormir en Asunción; juzgué que lo que había visitado durante ese día era suficiente para hacerme una idea de la ciudad. En consecuencia, determiné proseguir mi viaje para conocer otra capital sudamericana: La Paz, en Bolivia.

No había servicio de autobuses directos entre Asunción y La Paz; se debía primero viajar a alguna ciudad grande del norte de Argentina, como San Miguel de Tucumán, o Salta, y desde allí enlazar con otro autobús que
penetrara en territorio boliviano. Calculé que el llegar a La Paz me tomaría un mínimo de dos días con dos noches.

No obstante, había otra opción que parecía más corta para alcanzar Bolivia, y era la que atravesaba una región llamada Gran Chaco, muy subdesarrollada y con carreteras en mal estado.

No me lo pensé dos veces y de inmediato compré un billete de autobús para la primera ciudad grande dentro de Bolivia: Santa Cruz de la Sierra.

Esa noche viajé en un viejo autobús cruzando el Gran Chaco.

En la terminal de Asunción me aseguraron que el autobús llegaría a su destino en 24 horas. En el precio se incluían las 3 comidas del día más tres bebidas.

La carretera estaba asfaltada durante los primeros kilómetros, pero a medida que nos introducíamos en el Gran Chaco la pista se hizo cada vez más dificultosa, con mucho barro debido a las lluvias recientes. Más de una vez los pasajeros tuvimos que descender y ayudar al chófer a empujar el autobús para salir de un socavón.

Hubo varios controles de militares con perros, pues esa zona es famosa por el tránsito de estupefacientes. Todos debíamos descender del autobús y permitir que los perros olieran nuestro equipaje y nuestro cuerpo.

Llegando a un cruce a punto estuve de abandonar ese viaje. Leí un letrero que indicaba el camino hacia una granja de menonitas regentada por rusos en una población llamada Filadelfia, y por un momento deseé ir a visitarlos.

Hay muchos menonitas en Sudamérica. Ya los había advertido en la provincia de La Pampa, en Argentina, y cerca de Fray Bentos, en Uruguay,
donde también viven colonos rusos. Predominan los menonitas alemanes, de los cuales encontraría muchos en Bolivia.

A mitad de camino el autobús se quedó de nuevo atascado y fue muy difícil enderezarlo y colocarlo orientado hacia el frente. Había decenas de camiones que estaban bloqueados por el barro, así que tuvimos que permanecer en medio del Gran Chaco toda una noche. Se acabó la comida y la bebida. Durante las últimas 12 horas no nos quedó otro remedio que ayunar, hasta que poco antes de llegar a la frontera con Bolivia paramos en un rancho a comer.

En vez de 24 horas, el autobús demoró 40 horas en ese
trayecto. Pero conseguí atravesar la Ruta Transchaco, de 835 kilómetros de
longitud, los que distan desde Asunción a la frontera con Bolivia.

La terminal de autobuses de Santa Cruz de la Sierra quedaba
lejos del centro, así que abordé un autobús local hacia allí. Ese autobús
estaba lleno, por lo que iba de pie junto a muchos más pasajeros. Una mujer
junto a mí comenzó a palparme buscando el lugar donde supuestamente guardaba la cartera con el dinero. Al principio no me molesté.

Yo no viajo con cartera, sino que guardo el pasaporte, más la
tarjeta de crédito y el dinero en efectivo, en una especie de fajero en el
interior del pantalón.

Cuando se incorporó al cacheo un muchacho joven, me alerté;
comprendí que se trataba de una banda especializada en robar en los autobuses. Entonces dije en voz alta, con cierto sarcasmo, para que me oyeran todos:

– ¡Vaya, en este autobús viajan muchos amigos de lo ajeno!

Y en la próxima parada, al sentirse desenmascarados,
desembarcaron precipitadamente del autobús cinco personas, la mujer más sus cuatro cómplices.
El conductor entonces me informó de que los robos en los autobuses son el pan nuestro de cada día en Santa Cruz, y que yo había tenido suerte, pues con
frecuencia esos grupos utilizan puñales para amedrentar a los pasajeros en los
autobuses y robarles.

Santa Cruz, una ciudad tropical situada en la jungla a orillas del río Piraí, fue fundada en el siglo XVI por el cacereño Ñuflo de Chaves. Alberga
más de 2 millones de habitantes, superando en población a la ciudad de La Paz.

Siguiendo mi rutina ante una ciudad nueva, visité en primer lugar la catedral, llamada basílica de San Lorenzo, a cuyo campanario subí para disfrutar de la vista panorámica. Luego admiré los palacios, el edificio del teatro principal, más los monumentos históricos.

Durante mi deambular a pie por esa ciudad observé que muchos
nombres de calles recordaban a España, como la de Isabel la Católica, la de
Cristóbal Colón, la de Ñuflo de Chaves, etc. Y el escudo de armas de la ciudad incluía un castillo y un león (por Castilla y León, en España), más una cruz de la orden de Santiago, pues el gobernador que recibió ese escudo de parte del rey español Felipe IV era caballero de tal orden.

Al día siguiente viajé en un autobús a La Paz.

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