A veces cuento las banderas españolas en los balcones. Veo que algunas empiezan ya a palidecer. El rojo y el amarillo, puestos al sol, tienden a igualarse. El resultado es un color carne que recuerda esa ropa interior femenina que ven, sobre todo, los maridos. Allá arriba veo también una bandera a la que se le ha soltado una esquina. Agitada por el viento, las franjas de colores se le confunden y multiplican, parece una señera que no hubiese podido esperar a mañana. Porque mañana empiezan las Fallas, y habrá señeras por todas partes. Se disputarán los barrotes de los balcones con las españolas y cruzarán las calles como la ropa tendida las cruzaba en otro tiempo.

Tengo que bajar de la acera porque unos operarios la ocupan por completo. Ultiman el alumbrado para las fiestas. Con tanto tubo led sobre nuestras cabezas, la calle tiene algo de jaula para loros. Oigo voces y me giro. Una chica va dejando una estela de sobresalto a su paso. Se acerca a medio correr, rebota contra la gente como una bola de pinball, gime y pide socorro casi sin voz. Le preguntan qué le pasa, pero ella no hace caso. El perro, dice alguien, se le ha escapado el perro. Y la vemos cruzar sin mirar, y los coches se desgañitan. Será tonta, la tiparraca, gritan detrás de mí, y pienso que debe ser un abuelo porque solo ellos dicen ya «tiparraca».

Claro, estoy cerca del ambulatorio, hay abuelos por todas partes. Se concentran aquí, lentos, torpes, con sus chaquetas oscuras, como si fueran pingüinos. Veo que hablan poco y se me ocurre que quizá sea porque tienen mucho que contarse a sí mismos. También me fijo en sus bastones, en el «garrote» dice alguno todavía, y rara vez lo sueltan, son sus fusiles para esa contienda de la que saben que saldrán mal parados.

El monigote verde del semáforo me mete prisa en el paso de cebra. Que no se me olvide comprar el pan, me digo al ver el supermercado. Juraría que a la gitana que pide en la puerta le duelen las muelas. Con una mano, sujeta el vasito de papel; con la otra, se acuna la mandíbula. La vendedora de cupones se interesa, y la gitana responde con esa cara que tiene tan bien aprendida, aunque esta vez… Paso a su lado. Una mujer dice que los dolores de la boca son muy malos y rebusca en su bolso para ver si lleva un ibuprofeno.

Y tropiezo con una señal de tráfico postiza. Por las abolladuras y los sacos de arena que la mantienen en pie, parece sacada de una trinchera. Prohíbe aparcar en toda la calle a partir de mañana. Le han amarrado con cinta adhesiva un papelito que reza: «Motivo: Fallas 2018». Es cierto, ya quedan pocas horas para que la ciudad sea tomada, desde dentro, por los falleros, que creen que la ciudad es suya porque piensan que solo ellos son la ciudad; desde fuera, por los forasteros, que acuden al olor del tumulto. También vendrán muchos japoneses. Verán que los monumentos de cartón se plantan en los cruces, y el tráfico tiene que esperar; que se acordonan calles enteras para las mascletás, y el silencio, cómo no, tiene que esperar, y notarán que los puestos de churros, aquí y allá, le dan un toque a fritanga dulzona al olor de la pólvora. Comprobarán pronto, esos japoneses, que los petardos suenan como tiros, algunos como obuses, y que las mascletás te cierran los ojos como se cerraban en Guernica o en Iwo Jima. Por eso yo, que no soporto que el barrio me sepa a guerra, tengo billetes de avión para esta noche. Volveré en unos días porque aquí está mi casa, y porque no sabría vivir en otro sitio. Volveré, sí, pero solo cuando, de nuevo, pueda pasear.

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