Resultado de imagen para barrio de noche comunaLa tarde cargaba de frío los cerros. Un cúmulo de nubes se teñía de rojo mientras el sol vertía sus últimas lágrimas de sangre antes de ser devorado por el horizonte. El aliento final de la luz fue un arcoíris que agonizaba entre la ciudad y las nubes espesas de la parte más alta del firmamento. Vientos fríos se instalaban a jugar en las copas de los maltratados árboles de la calle y tullían manos y pies de los que observaban melancólicamente la llegada de la noche. Las aves, fieles amantes de las ramas tupidas y las cuerdas del tendido eléctrico, revoloteaban afanadas hacia sus nidos, como si el anuncio de la oscuridad les hubiera llegado algo tarde, mientras que los perros, de pelaje rucio y descuidado, comenzaban su ajetreada nocturnidad ladrando a cuanta cosa veían u oían cruzar calle arriba. Allí, donde arrabales enteros se han alzado como testimonio del despojo, se mueven las historias que nunca se cuentan, dramas anónimos que pasan décadas hilando supervivencias, hombres y mujeres que levantan el sol mucho antes que las aves y le tienden sus caras de frente para que, orgulloso, el astro rey les cobre con sudor sus ganas de vivir. Los niños, para quienes el misterio de la vida aún teje el asombro y los colores de la dicha, corren a lo ancho de la calle adueñándose del silencio del aire con sus proclamas a la fantasía. El juego pule, entonces, el frío y la congoja generalizada, haciendo más llevadera la melancolía trituradora de la tarde. Los perros, fieles testigos del griterío juvenil, se suman en ladridos al combate contra el silencio. Poco a poco, las actividades más inocentes van conformando un sólo frente de calor que rompe el frío hegemónico que se había instaurado en lo cuerpos. Para esta lucha sin cuartel, asiste también doña Carmen, la señora que vende arepas de maíz peto. Su estufa es un artefacto metálico con carbón y una rejilla donde pone las arepas y las asa. Pronto, el puesto de doña Carmen se convierte en evocación y revive con la magia de la brasa a la comunidad humana prehistórica que se congregaba alrededor del fuego protector. Y es cuando, en torno a ella, se junta el griterío de los niños, los ladridos de los atentos perros que velan por un bocado, los saludos de los vecinos del barrio que se antojan al paso, el chasquido del carbón al rojo vivo, el soplido del abanico de mimbre que agita la candela, la sonrisa amable de las conversaciones, el motor de algún carro que pasa, la sirena de alguna ambulancia que se acerca y se va, todo en una fracción de tiempo que se escapa de la memoria pero que pervive en las sensaciones de la noche.

Más tarde, cuando la brasa promete ser sólo ceniza tibia y memoria etérea del fuego y doña Carmen ha vendido la última arepa, el barullo que había crecido y danzado a su alrededor, se disuelve pacíficamente en los recovecos de la noche. La magia prehistórica empieza su vuelta al inconsciente colectivo, los niños son ya unos bultos sentados en el andén, charlando apenas, esperando a que sus madres les llamen con autoridad desde las ventanas o las puertas de sus casas, los perros se alejan a husmear tras de otros perros con sus estómagos maltrechos y la calle empieza a deshabitarse del calor humano, dejando en su superficie el reflejo cobrizo del alumbrado público, el rumor de la ciudad que nunca duerme y el frío que reina sobre todos los espacios.

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