Andrés tenía semanas sin pasar por el restaurante de la Avenida Los Chaguaramos, La Castellana. Su madre había decidido repartir su herencia entre sus siete hijos. Cenando con su esposo en el Lasserre, después del primer Martini, dijo a Manuel que ordenara una botella de Jean Paul Mollet. Quería ostras de entrada. Antes de la última, sentenció el porcentaje de efectivo y bienes inmuebles. Manuel había cultivado durante décadas el gesto de asentar moviendo levemente la cabeza y, al mismo tiempo, tragarse cálculos y discursos. Aprendió en el San Ignacio de Loyola. –No quise ir a cenar al Country (Caracas Country Club), porque seguramente estarían algu

nos de los muchachos. No quiero que se enteren hasta tener todo arreglado-. Manuel por fin habló: -De acuerdo-. La miró frontalmente y agregó: -Las ostras están frescas-.

Luego de haber invertido su parte en varios negocios, Andrés vivió mejor aún los últimos años de matrimonio hasta que su esposa demandó el divorcio y logró quedarse con la casa ubicada frente al Valle Arriba Golf Club. Apenas pudo disfrutarla un par de años. El arreglo de su nueva vida y la presidencia de 93.7 F.M., de Maracay, quitaban mucho tiempo. A pesar de ser autopista, empleaba en la vía dos horas diarias. Había dejado en manos del hermano menor, la administración del restaurante. La prolongada ausencia le producía remordimiento: sentía en la nuca la crítica de su socio.

De regreso a Caracas, decidió pisar fuertemente el acelerador. Cuando el tacómetro marcó 130 kms/h., presionó el volante con las dos manos. Era su reacción instintiva desde que Fafa le contó una vez, reunidos con la patota en el Estacionamiento del Country, que si hubiera tenido las dos manos en el volante del Mercedes del papá de Caramelito, no se hubieran volteado cuando explotó un caucho en la Cota Mil. –¡Menos mal que había recién pisado la chola mi brother y todavía no había alcanzado los 140!-. -¡No jodas! Si no, se hubieran matado como unos pendejos-. Contestó Andrés entre risas compartidas. Andrés, siempre que pasaba los 120 en la autopista, recordaba el episodio contado por su amigo de la famosa Patota del Country, membresía que terminó cuando su vieja lo envió a estudiar a Colorado University, para enderezarlo.

La velocidad dio frutos. A las 6:47 p.m., tarde agonizante y faroles recién encendidos, Andrés bajaba del carro frente a la entrada principal del restaurante. Entregó las llaves a Javi, el valet parking. No había superado el fuerte apretón de manos cuando, a unos cinco pasos, oyó una voz que le perforó su oído izquierdo pero que a su vez provenía de un largo y profundo túnel conectado adonde regresamos solo con retazos de recuerdos. -¡Hola Andrés! Esa voz tenía registro en su memoria auditiva aun cuando la percibió opacada por una tragedia. Al voltear hacia aquel saludo, propuesto con un dejo de calidez y añoranza, intentó articular una respuesta que repentinamente se truncó: su mente fue colonizada por una figura que sus ojos intentaban descifrar. Su cerebro aún no decodificaba aquellas imágenes contradictorias que se anulaban entre sí. Finalmente, el acertijo se resolvió en la única expresión neutral que logró asir: -¿Te dijo Javi mi nombre, no?-. Y, de inmediato, sin esperar respuesta, pensó: -Pero, no puede ser…Javi no sabía que yo venía-. Aquél personaje, sintiéndose aún desconocido, replicó: -¡Andrés! Es Fafa: Gonzalo Capucci. ¡Tu pana! ¿Te acuerdas de mí?-.

Andrés nunca más había visto o sabido sobre Fafa. Gonzalo no era propiamente de sus compañeros del San Ignacio ni de sus amigos del Country. Sin embargo, había ligado con ellos porque su padre, inspector del Ministerio de Obras Públicas, tenía una moto grande para pasear los fines de semana. Gonzalito –llamado así por su madre- la tomaba prestada en las tardes para llegarse hasta el Estacionamiento del Country.

A principios de 1973, Capucci se vio involucrado en uno de los crímenes más sonados de Caracas. La policía detuvo a ocho estudiantes por la muerte del niño Vegas Peralta. Entre ellos, el mismo Capucci y Caramelito Braunger. Un juzgado penal de Caracas les dictó orden de detención por secuestro, homicidio y tenencia de drogas. Seis de ellos pertenecían a la llamada clase alta caraqueña. Luego de varios meses, una corte superior revocó la decisión por secuestro y homicidio y, a su vez, ratificó la detención por tenencia de drogas únicamente sobre Capucci y el Chino Kan –tampoco del Country– quienes pagaron varios años de cárcel. Durante más de treinta años esas imágenes quedaron colgadas en la memoria colectiva y, con mayor resolución, en la de Andrés. Siempre regresaban cuando el tacómetro sobrepasaba los 130.

-¿Fafa? ¡No puede ser! Quiero decir…-. Andrés aprovechaba la escena para ganar tiempo e identificar con seguridad a aquél hombre harapiento, de suciedad posesa y faz irreconocible que sumergido detrás de la claridad de sus ojos, cabello esponjoso y barba profusa y alambrada, se esforzaba por mantener la mirada. A pesar de sus gestos, enrarecidos por la desgracia, destilaba aún ternura. -¡Fafa, quédate allí! ¡No…mejor camina hacia allá! Hasta la reja negra. Espérame allí. ¿Entiendes? Déjame buscarte comida-. Pero, Fafa no se movía. Andrés se alejó unos pasos y repitió sin dejar de caminar: -¡Anda Fafa, ve y espérame en la reja negra!- A paso redoblado subió las escaleras y entró por la puerta principal, se dirigió a la cocina directamente. Ordenó dos hamburguesas grandes, papas y una botella familiar de refresco. Salió torpemente buscando a su hermano para contarle aquello. Casi tumba una bandeja grande con comida. Saludó a una familia amiga dando vueltas como un loco entre las mesas, tropezando varias sillas. Sintió que alguien lo llamaba, pero al voltear no divisó a nadie. Entró nuevamente a la cocina y preguntó por su orden. –¿Está listo? ¡Rápido! ¡Para ayer!-. A lo que una cocinera respondió: -¿Cómo dice?-. –Tal y como escuchó. Señores: ¡Esto es para ayer!-.

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