Acababa de comenzar un nuevo verano eterno de días infinitos y, al terminar la tarde, mi amigo Javi apareció en el descampado con una caja grande de cerillas de madera. Se la había robado a su madre. Él sonreía triunfante, mientras a los demás nos daba miedo, porque nosotros no nos atrevíamos todavía a quitarles nada a nuestros padres, menos aún a nuestras madres. Hasta entonces, habíamos jugado a construir cabañas de cartón, plástico y piedras. A veces, incluso chicos y chicas jugábamos juntos, porque en esas construcciones precarias podíamos simular que éramos papás y mamás conviviendo en escasos y coquetos metros cuadrados de protección oficial en el fin del mundo. Pero cuando Javi nos trajo el fuego todo cambió.
Al principio, nos puso a fundir metales dentro de ladrillos de agujeros para crear masas cilíndricas, macizas, dañinas. Luego se nos ocurrió robar (temporalmente) martillos a nuestros padres y golpear esas masas cuando aún estaban calientes. Javi se apropió (también con vocación temporal) de unas tenazas del taller de coches para agarrar con fuerza el metal mientras intentábamos darle forma. Golpeábamos con todas nuestras fuerzas y, a veces, conseguíamos fabricar monedas irregulares que nadie iba a aceptar, y, otras, al menos, imprimíamos mensajes cuneiformes en nuestros cilindros achaparrados.
Hacia la mitad del verano sin fin, Javi tuvo una nueva idea. Justo después de anochecer, alrededor de una lumbre baja, prisionera en un círculo de piedras, nos dijo que ahora podíamos transformar de verdad, podíamos incluso arrasar los descampados, quemar los bloques con todas nuestras familias dentro y que no habría más colegio, ni abuelos roncadores, ni susurros que no deberíamos oír. Ni hermanos pequeños ni mayores. Las hogueras, a partir de entonces, ya no estuvieron contenidas por piedras. Varias veces el fuego se nos desmandó y medio barrio llamó a los bomberos, aunque las llamas se apagaron solas antes de que llegase su camión rojo gritando. Los bomberos que se bajaron de aquel camión eran fuertes y altos como héroes antiguos. No se dignaron a hablar con nosotros, los niños. Nos apartaron y escucharon al dueño del bar y al de la panadería que les explicaban cómo había comenzado el incendio y cómo había sido todo. Por supuesto, todo lo que les contaban era falso, verosímil pero no cierto. Les hablaban de la basura que se acumulaba allí, de los vidrios que hacían lupa entre tantas hierbas secas, que aquello no podía ser, que alguien tendría que limpiar aquello, pero que allí solo llegaban los bomberos y la policía y solo a veces. El bombero que parecía ser el jefe asentía diciendo bien, bien, y les preguntaba de nuevo dónde y cómo había nacido el fuego, y ningún adulto dijo nada de nosotros, aunque luego mi madre me advirtió -agitando el dedo delante de mis narices- que eso de las hogueras se tenía que acabar pero ya. Y eso dijeron también todas las madres del barrio a sus hijos, aunque ninguno se lo confesó a otro. Incluso la madre de Javi debió de decirle algo, porque volvió a rodear la hoguera, ahora diminuta y casera, con piedras redondeadas por glaciares que no conoció nuestra especie. Cada día, eso sí, Javi alimentaba un poco más la lumbre y notábamos cómo las llamas iban ganando altura, porque nos animábamos a recordar el día que destruimos medio descampado y el fuego llegó muy cerca, justo al lado, de la panadería, donde habría devorado el horno y el olor a pan quemado habría llegado hasta más allá del fin del mundo.
Pasó un par de semanas o un mes o un año dentro de ese verano que no terminaba nunca y las llamas de la hoguera seguían confinadas en círculos de piedras, pero su altura, alimentada día a día, llegó una tarde a la altura del piso donde vivía Javi. Eso debió de inspirarle, porque dijo que íbamos a hacer antorchas, que éramos saqueadores de pirámides invertidas, que es donde los demonios entierran a sus mejores generales, al final de túneles infames y sudorosos. Nos enseñó a liar plásticos a unos palos largos y los pusimos al amor de las llamas, dándoles vueltas despacio para que aquella masa deformada se abrazase a la madera. Pasado un rato, Javi alzó su antorcha para liderarnos y lanzó el grito de guerra más atronador y terrible que he oído jamás, porque parte del plástico se escurrió en gotas de fuego que llovieron sobre él. Así aprendimos que también las ambulancias eran capaces de llegar al barrio.
Durante los días que Javi estuvo en un hospital muy lejos del fin del mundo, nuestras madres nos prohibieron jugar con fuego, ir al descampado, bajar a la calle y, luego, lentamente, nos fueron levantando los castigos. Primero, porque era peor tenernos en casa; luego, porque el descampado era el mejor sitio para jugar y, por último, no tuvieron más remedio que aceptar que no podían retirarnos el fuego, porque una vez que se sabe algo no puede dejar de saberse. Justo cuando aceptaron que el fuego estaba allí para quedarse, Javi regresó. Durante semanas tuvo un vendaje enorme alrededor del cuello, que se recortó más tarde en un apósito y quedó, poco antes de volver al colegio, en una cicatriz alargada, bajo la cual se podía ver una palpitación siempre que se enfadaba, que era muy a menudo porque sus padres ya no le dejaban salir a jugar al descampado y tenía que ir a verle a casa, para jugar en su habitación, ocupada por dos juegos de literas para él y sus hermanos. Pero rara vez le apetecía jugar, tal vez porque el enfado no se le pasaba nunca del todo y porque temía que sus padres le iban a tener castigado para siempre. Cuando decía eso se rozaba apenas la cicatriz alargada con la yema de los dedos, muy roja todavía, y yo me daba cuenta de que estábamos aprendiendo algo que aún no sabíamos muy bien lo que era.
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