Una mirada, una brisa, una palabra. La vida es tan efímera por momentos que hasta una caricia parece una eternidad y una eternidad una cadena perpetua. Y pagar con creces las acciones cometidas se sentía como estar en el anteúltimo escalón del infierno de Dante. Todo puede cambiar en un instante, como en un abrir y cerrar de ojos. Un pestañeo, una exhalación alargada, un segundo más de ira.

Su mirada era de un odio tajante y por un minuto, sentí un escalofrío. No había nada más allí, el amor se había acabado y una ínfima parte de lo que había sido quererlo, murió en mi corazón esa noche.

Los años pasan, y algunas cicatrices permanecen para siempre, no del todo cerradas, no del todo abiertas para ser heridas. Y por las noches, cuando la vida se hacía cuesta arriba, en el parpadeo lento de mis ojos somnolientos, recordaba lo que se sentía estar en la calma después de la tormenta. Ese momento en el que el huracán se había ido y me recostaba en su pecho alrededor de árboles caídos. Y sentía paz. Una paz tan profunda que no podía sentir en otro lado. Ni había podido volver a sentir jamás.

Ese tipo de relaciones son como montañas rusas. Y tienen ese cosquilleo, esa risa que te da en la base, para luego convertirse en el terror mismo en el pico más alto, cuando estás de cabeza. Y cuando se terminan, el alivio de sentirte libre, se contrae en tu pecho y se excarcela; dejando paso a un dolor intenso similar al que tiene una persona que aguantó la respiración por mucho tiempo, y ahora debe dejar paso a oxígeno de nuevo.

Y en todas las relaciones consiguientes, en ningún momento extrañas tu relación pasada. Pero la cicatriz sigue ahí. Recordándote, que en algún momento, la pasión desenfrenada te envolvió hasta ahogarte.

No lo nombres, no lo pienses, no lo recuerdes. Haz como si nunca hubiese existido. Y reprímelo en lo más recóndito de tu ser, hasta que algún día un acto sin mayor importancia de tu pareja actual, lo desencadene. Y el trauma te devore entera.

En una mañana despertándome moribunda, decidida a echar huída de mi presente y la incertidumbre de mi futuro; corrí hacia el tren. Mi tren, su tren, nuestro tren; el que no había vuelto a pisar desde hacía diez años. La brisa fría de la mañana entraba por la ventana entreabierta y el calor de la gente en el vagón hacía que los bostezos empañaran los vidrios. Y mientras esperaba algún milagro, deseando volver el tiempo atrás, en la estación en la que lo esperaba se subió. Sentándose en el asiento de enfrente, mientras vigilaba con seriedad matutina la cara de quienes lo acompañaban en su rutina. La misma rutina de siempre. Y me sentí quince años en el pasado, antes de que fugazmente cambiara el interruptor de su conducta.

Clavé los ojos en su rostro. Su cara redonda, con algunos kilos de más, y el mismo cabello alborotado. El paso del tiempo podía haber hecho sus estragos, pero el semblante taciturno de poeta incomprendido, sin duda, le pertenecía a él.

Los mismos ojos, que aquel día rajaron la tierra abajo mío provocando un tembloroso adiós, fueron los que en ese mismo momento se hundieron en mí con un atisbo de esperanza, y corrí la mirada antes de que pudiéramos intercambiar mirada.

La llaga desde adentro, rompiendo a su paso con el calor del fuego, todas mis entrañas hicieron que largara un gemido inaudible de dolor. Y como a punto de desfallecer, las diapositivas de nuestro amor desde el comienzo hasta el ocaso, se hicieron paso en mi mente. Los llantos ahogados, maldecir su nombre en las noches, la luz apagándose en mis rincones, la incertidumbre del futuro…

No aceptaba. Me había rendido.

Sentí una presencia a mi lado y olí su perfume. Levanté la mirada hacia sus pupilas dilatadas

-¿Cómo estás? Tanto tiempo… ¿Te acuerdas de mí?

Acomodé las manos en los bolsillos de mi abrigo. Y lancé hacia él una sonrisa tímida -Disculpe, pero creo que se ha equivocado

La mezcla de decepción y consternación me llegó hasta los huesos.

-Disculpe señorita… me recuerda tanto a una mujer que conocí hace ya algunos años -Se volvió sobre sus pies para dirigirse hacia el asiento que todavía le esperaba. Y yo me bajé en la siguiente estación.

Sin huídas, sin dudas, con pura certeza y cordura, me dirigí hacia mi amor.

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