Hacía tiempo que había aprendido a ignorar aquella molesta presión que durante gran parte de mi vida había sentido sobre mi pecho, pero ver al fantasma aquella tarde de invierno volvió imposible separar mi atención de ella nuevamente. Fue como encontrar algo que, de alguna forma y sin saberlo, había estado buscando hacía mucho tiempo.

El primer contacto sucedió en un instante, casi me pasó desapercibido. Caminaba por la plaza, camino a la puerta de entrada, cuando pasé frente a un pequeño puesto de postres. En el rabillo del ojo apareció una mancha gris, informe y quieta, detrás del mostrador del puesto. Durante un muy breve instante fue como ver el rostro de un viejo amigo a lo lejos, y ansié girar la mirada. Pero no lo hice. La presión había vuelto. Volvía a sentir la maldita presión en el pecho. En realidad, nunca se había ido, pero era como si de pronto hubiera recordado que estaba ahí. Un ligero dolor, una opresión que me dificultaba respirar, que me anclaba. La sensación me distrajo, y me disuadió rápidamente de mi idea inicial. Pronto olvidé que había visto aquella cosa. Al día siguiente, sin embargo, la aparición volvió a presentarse ante mí.

Mientras esperaba a mi amigo fuera del baño en aquella misma plaza, la vi. Como una alucinación, vi pasar a pocos metros de mí una nube gris, tan alta como una persona de baja estatura y que parecía caminar. La nube parecía girar en torno a ciertos puntos, de forma que si se le miraba con cuidado parecía formar una silueta humana. “Un fantasma” pensé, pues un frío de muerte recorrió mi cuerpo en un parpadeo, un efecto bien sabido causado por aquellos espíritus. Me quedé hecho de hielo, incapaz de moverme, de parpadear, de pensar. Vi al fantasma pasar lentamente por el pasillo y desaparecer tras la esquina. Tuvo mi amigo la tarea de sacarme de mi estado de shock. «¿Estás bien? ¿Qué tienes?» preguntó, pero no había respuesta que fuese a creerme.

A partir de aquel segundo encuentro, comencé a ver al fantasma todos los días, cada vez con mayor frecuencia.

Lo veía en el camión camino al trabajo, algunas veces sentado en alguno de los asientos, otras veces mirándome desde la banqueta. En el trabajo, pasando del otro lado de la ventana. En los parques, sentado en el suelo o recargado en algún árbol. En tiendas o restaurantes, moviéndose del otro lado del mostrador. Incluso comencé a verlo en mis propias fotos, videos, en todo mi celular. Manchas grises, con formas cambiantes y, algunas veces, con rostros que me resultaban vagamente familiares. Con el paso de los días me acostumbré a su presencia, el frío ya no azotaba mi espalda, y dejé de paralizarme por el miedo. Hasta el día en que lo vi en el espejo.

Fue como aquella típica escena en las películas de terror, cuando el fantasma aparece detrás del protagonista en el espejo. Solía reírme de lo ridículas y repetitivas que eran esa clase de escenas en aquellas películas, pero vivirlo en carne propia me dio esa tarde una bofetada que me hizo gritar y casi tropezar. Me giré en su dirección y, a diferencia del cliché, esta vez el fantasma estaba ahí, en la esquina de mi habitación, viéndome. No se movía, tan solo me observaba con unos ojos que no estaban presentes. Las formas que dibujaba la niebla eran distintas esta vez. Tardé un momento en darme cuenta de cuál era la diferencia, pero al cabo de un tiempo lo tuve claro. No parecían dibujar un cuerpo, sino dos, que parecían unirse con intensidad, intentando formar uno solo. La niebla también parecía extenderse levemente por toda la habitación, y sentirla tan cerca trajo consigo el olor de la nostalgia.

El impacto del susto pasó pronto y, como he dicho, me había acostumbrado lo suficiente a estas apariciones para no sentir un miedo paralizante al verlas. Así que, luego de unos instantes, me atreví a acercarme un poco al fantasma. «¿Qué eres?» pregunté, pero no hubo respuesta. «¿Eres un espíritu?» pero, nuevamente, mi duda no fue resuelta. «¿Qué quieres de mí?» Esta vez, una voz susurrante y dulce trajo consigo una respuesta «Búscanos donde nos has encontrado». Y la nube gris se condensó en mi pecho, agravando aquella presión, y desbordando mis ojos con un llanto amargo como el vino añejo.

Pasé varios días pensando en lo que había vivido. Durante ese tiempo, no vi al fantasma ni una sola vez. Sin embargo, estaba seguro de que no se había ido. Sabía que me estaba esperando y, luego de repetirme esas palabras una y otra vez «Búscanos donde nos has encontrado», estuve seguro de dónde estaría. Encontré el recuerdo escondido muy profundo en mi memoria, cubierto por una nube gris.

Finalmente decidí ir a ver a mi aparición al lugar donde la había visto por primera vez.

El lugar en cuestión estaba muy cerca de mi casa. Era una sencilla cafetería, pequeña, situada en una esquina de una de las avenidas secundarias de la ciudad. Tenía una terraza con vista hacia la calle, y el espacio dentro era acogedor y cálido. Había un letrero afuera, encima de la puerta de entrada, que rezaba el nombre del café. Había cambiado, me percaté, no era el mismo de hace años. Sin embargo, el café entero seguía hablando con la misma voz que en aquellos días. Una voz que ahora era una niebla gris.

Lo vi al entrar al local. Estaba sentado en una de las pequeñas mesas decoradas con macetas pintadas a mano. Me daba la espalda, y era muy distinto a las apariciones que me habían estado visitando. El fantasma tenía una figura humanoide, pero no poseía facción alguna. No tenía cabello, no parecía tener piel. Era del color de la niebla, y esta misma giraba en torno suyo y parecía moverse con voluntad propia. Sin embargo, estos rasgos no eran del todo ciertos, pues cuando no lo miraba directamente, cuando parpadeaba o me distraía, podría jurar que cambiaba. Vi cómo aparecía ropa sobre su cuerpo: una playera negra con el logo de alguna banda, un traje elegante con una corbata roja, un uniforme amarillo que me hizo encorvar al verlo. Su piel cambiaba de color también, y el cabello aparecía con tonos distintos y estilos varios. Vi un rizado rubio muy corto, una cabellera lacia y negra que llegaba hasta el hombro, un gris peinado a media cola, un castaño muy oscuro. “Es negro, no castaño oscuro” pensé, con una voz que no era la mía, mientras me acercaba. Le toqué el hombro para llamar su atención. Luego de eso, todo se distorsionó.

Fue como si viviera dos momentos distintos a la vez. Los movimientos eran los mismos, el lugar no cambiaba, pero la conversación se superpuso a otra que ocurría en otro lado, en otro instante. Escuché dos voces que respondían a la mía, y la mía a la vez hablaba a las voces en su idioma propio, en su ritmo único. Una era como un eco, uno familiar, pero un eco, al fin y al cabo, que resonaba en las paredes de aquel lejano mundo neblinoso en el que me hallaba inmerso. La otra era profunda y serena, como la de un abuelo que le habla a su nieto sobre los errores que no debe cometer.

«He venido.» Dije a la voz serena. «Te estaba esperando.» Respondió, pero su eco, en cambio, se dijo sorprendido de verme ahí. «¿Qué eres? ¿Qué es este sitio?» Mi otra voz lo conocía a la perfección. «Siéntate.» Su eco lo dijo al unísono. Obedecí, nervioso, y esperamos a que la empleada nos tomase la orden. «¿Puede ella verte?» Pregunté cuando se hubo alejado. «De cierta forma, sí, aunque no como me ves tú.» «¿Por qué? ¿Por qué yo puedo verte de esta forma? ¿Por qué puedo ver la niebla gris?» «Por la misma razón que un ciervo busca los ojos de un depredador en la noche oscura. Por instinto.» En ese momento, la empleada puso sobre la mesa nuestras bebidas. El fantasma había pedido un capuchino, y yo tan solo un café americano, al cual habían puesto demasiada leche. Miré la taza, llena de un líquido tan claro como los ojos que me miraban a través de aquel eco. Aparté la mirada.

La presión en el pecho se agravó.

El fantasma y yo bebimos en silencio durante varios minutos, pero lejos, en otro lado, la conversación seguía, y las preguntas venían de ambos lados. «¿Qué quieres de mí?» Pregunté. «Lo que me pertenece.» Dijo la voz serena, y luego continuó, «Me llamaste hace mucho tiempo ¿no lo recuerdas?». «Estoy seguro de que recordaría si algo así hubiera pasado. Ni siquiera sé qué eres.». El fantasma cambió de nuevo. Ahora vestía mi ropa. «Somos viajeros de un lugar muy lejano a este. Gente como tú nos llama de vez en cuando, abriendo grietas entre tu mundo y el mío.» El eco reía, producto de una broma estúpida. «¿Somos?», «Sí. Somos muchos. Uno por cada uno de ustedes.», «Pero… ¿Cómo fue que te llamé? ¿Por qué? ¿Y por qué no recuerdo haberlo hecho?», «Eso es sencillo, no lo recuerdas porque decidiste no hacerlo. Fue eso lo que me pediste. Olvidar. Un cierre.» Dijo, mientras su eco preguntaba por recuerdos. «¿Olvidar qué?», «No fue de mi interés saberlo entonces.» Y el eco sonrió, clavando una daga profundamente en la opresión de mi pecho.

Terminamos nuestra bebida, y seguimos hablando un rato más. «Eso que quise olvidar, lo he estado recordando ¿verdad?», «Así es.», «¿Tú lo permitiste?», «No por voluntad. Mi poder es limitado. Y el límite eres tú.». Palpé mi pecho, donde la opresión latía constante. No había cambiado. Había esperado una puñalada, un golpe seco, pero no había llegado con aquella sonrisa. Le dije al eco lo feliz que me sentía por él.

«¿Y qué es eso que tengo y te pertenece?», «Mi poder. El cierre.», «¿Qué? ¿Vienes a quitarme lo que me diste hace tiempo?» Comenzaba a dibujarse el recuerdo en mi memoria. La luna, el vacío, el miedo. El eco se disculpaba. Yo me disculpaba de vuelta. «Al llamarme, me hiciste parte de ti. Darte el cierre que necesitabas nos unió para siempre.», y continuó, «El poder es, de cierta forma, también tuyo. Y has decidido que no lo necesitas más. Me has llamado de vuelta.», «Yo no-», «No todo lo que decides lo haces de forma evidente. Algunas veces tus emociones deciden por ti.» Callé durante un rato. El eco preguntaba si me sentía bien. Le respondí “mejor que nunca”.

Cada segundo que pasaba recordaba con mayor claridad.

La niebla se arremolinaba en torno a mi pecho.

«Ya es hora.» Dijo el fantasma.

«Ya es hora.» Dijo el eco.

«Ya es hora.» Respondí a ambos.

El fantasma tocó mi pecho al mismo tiempo que, en otra parte, me envolvían unos brazos tan lejanos y desconocidos como familiares y cálidos.

Sentí cómo la opresión que durante años había asolado mi pecho se llenaba nuevamente con los recuerdos que una vez había decidido no serían míos, y ahora volvía a recibirlos con el cariño y la nostalgia que sólo aquellas viejas memorias guardan para sí. La niebla a mi alrededor se fue esfumando junto a aquel fantasma, cuyo nombre nunca pregunté, si acaso importó, y los dos sitios, el de la voz serena y su eco, se unieron lentamente y con delicadeza. Y vi como aquella persona que hasta hacía unos instantes no había sido más que un eco se alejaba una vez más. Ahora la recordaba. Cada detalle había vuelto a dibujarse con cuidado en mi mente. El recuerdo de una persona, de un tiempo, de un yo, que, comprendí, ya no existía.

MB

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