Las ruinas de Viejocastillo (Ep. 3)

Las ruinas de Viejocastillo (Ep. 3)

Calzochico

12/12/2021

3. El cubil de Negraescama

Una vez en casa, Segismundo dedicó un nervioso saludo a su madre, la cual se encontraba preparando la mesa en la que la familia acostumbraba a celebrar cada comida. Lejos de ayudar, el chiquillo comenzó a jugar, lo que Águeda, que así se llamaba la mujer, le afeó. Luego, empleando un tono en el que convivían la firmeza y la paciencia, instó a su hijo a que la ayudase con lo que hacía, a lo que éste, pese a no estar muy conforme, respondió con obediencia. Así, Segismundo no tuvo más opción que desprenderse de sus preciados objetos y lavarse las manos.

El padre, alto, barbado y de hombros anchos, leñador de profesión, llegó un momento después, cuando tan sólo faltaba que los comensales tomaran asiento y dieran buena cuenta de los alimentos que habían sido dispuestos sobre la mesa. El hombre dejó el hacha junto a la puerta sin tomar ninguna precaución y saludó efusivamente a su esposa y a su hijo, tras lo cual tomó asiento y, haciendo más caso al hambre que a los modales, aferró un trozo de pan con intención de llevárselo a la boca, lo que no fue del agrado de Águeda.

—Entiendo que vengas cansado y hambriento, pero lo correcto es esperar a que estemos todos —se quejó la mujer, molesta.

El hombre comprendió al momento su falta y se sintió empequeñecer. Avergonzado, pareció querer decir a su mujer que no había obrado con un egoísmo premeditado, sino guiado por un impulso al cual no supo resistirse. Al fin, no encontró mejor modo para redimirse que ponerse en pie y procurar ser de utilidad. Sin embargo, tal como le indicó con calma Águeda, lo mejor que podía hacer para ese entonces era asearse, ya que hasta eso había pasado por alto el descuidado cabeza de familia.

—Y guarda bien esa hacha tuya, que ahí, donde la has dejado, no debería estar —añadió la mujer, quien, al igual que Segismundo, se sentó, justo después de haber hablado. Ambos aguardaron pacientes al regreso del hombre.

El almuerzo transcurrió con la normalidad a la que la familia estaba habituada. En el transcurso del mismo, el matrimonio comentó algún chascarrillo a los que Segismundo, con la cabeza puesta en sus propios asuntos, no prestó la menor atención. Llegado un momento, el niño, sin dar importancia al hecho de que interrumpía a su padre cuando éste hablaba, se tomó la libertad de apropiarse del turno de palabra con intención de relatar cómo había rescatado al anciano. Sin embargo, la idea de que a sus padres podría no gustarles su hazaña cobró forma en su mente de inmediato. Así, tras un leve titubeo, Segismundo logró contenerse, pero, entendiendo que algo debía decir, acabó contando su accidentado tropiezo con Lorena. Y, aunque el chiquillo habló como si se tratase de una divertida anécdota, en su fuero interno seguía lamentándose por la torpeza que había cometido para con la niña.

—Andas siempre distraído, hijo, y eso tiene consecuencias —dijo su padre, mientras negaba con la cabeza.

—No voy a quitarte la razón, querido, pero me sorprende la ligereza con la que puede hablar de distracciones alguien que suelta un hacha con todo descuido en un lugar donde hay un niño de naturaleza despistada —intervino la madre, quien de ese modo reprendía a su marido. Luego miró a Segismundo de tal forma que éste llegó a pensar que la mujer era capaz de leer sus pensamientos más profundos—. Siempre se ha dicho que quienes sueñan despiertos habitan demasiados mundos; uno, el más incómodo, en el que posan sus pies, y los otros, que suelen encontrar muy de su gusto, los que sobrevuelan sus cabezas. Hay que procurar que tanto los pies como la cabeza coincidan en un mismo lugar, Segismundo, y es la propia mente la que puede hacer esto posible, aunque con esfuerzo y tiempo.

—Lo sé, mamá —contestó Segismundo. No era la primera vez que escuchaba un consejo como aquel.

—Quizá, cuando crezcas, no seas una persona que tenga los ojos demasiado abiertos, por decirlo de alguna manera, pero, con voluntad, insisto, estarás mucho más en el mundo de lo que estás ahora. Tendrías que ver a tu padre cuando era niño, todo un olvidadizo —dijo Águeda, quien no obtuvo ninguna respuesta por parte de su hijo—. En adelante irás más a menudo con tu padre y aprenderás a ganarte la vida, que ya tienes edad de sobra para eso. Ya sé que haces recados para unos y otros, y que con lo que te dan aportas en casa, que no es poco, pero no siempre hay encargos, como hoy, y toda persona, incluso un niño, necesita sentirse útil a diario.

—En eso y en muchas otras cosas, hijo, tú madre tiene razón —dijo el hombre, que comía de buena gana.

—¿Hay algo más que quieras contarnos? —preguntó la mujer.

Ante esa cuestión, Segismundo sopesó, aunque con más sosiego esta vez, narrar su encuentro con el misterioso viejo, lo que no había dejado de apetecerle. Sin embargo, el hecho de que el hombre fuese un forastero le hizo suponer que alarmaría a sus padres, quienes, preocupados, lo atosigarían a preguntas acerca del extraño ante las que no quería verse expuesto. Después, era probable que éstos correrían la voz a los vecinos, y, en consecuencia, a los niños se les prohibiría salir a jugar fuera de la empalizada, hasta que todos estuviesen seguros de que el extraño volvía a andar lejos, por consiguiente, Segismundo optó por no decir nada y, sin mirar a su madre, la cual aguardaba una contestación, negó con la cabeza.

—Pues, entonces, mañana mismo te vienes conmigo —dijo el padre, quien daba la comida por concluida y se ponía en pie con intención de regresar a sus labores, y cuyas palabras dirigía a su hijo—. Habrá que buscarte un hacha que te vaya bien.

—¿Qué pasa con los recados? —quiso saber Segismundo.

—No veo que no puedas hacerlos durante un tiempo, hasta que decidas dejar de ir de aquí para allá, claro —respondió Águeda.

—Vuelvo a la faena —anunció el hombre, que, a modo de despedida, besó a su esposa y a su hijo, a quien encomendó recoger la mesa y fregar los platos sin rechistar. Después, se hizo con el hacha y salió de casa.

Al poco de partir su padre, Segismundo cumplió la faena que éste le había encomendado, aunque sin emplearse muy a fondo y dejando salir alguna que otra queja, lo que no fue del agrado de Águeda. Cuando acabó, con el convencimiento de que aún era temprano para pedir a su madre que lo dejase salir, el chiquillos tomó su espada y su yelmo, ambas cosas hechas por su padre, y correteó a lo largo y ancho de la casa, lo que hizo que la mujer tuviese que llamarle la atención por dos veces dado el escándalo que originaba toda vez que su entusiasmo crecía.

Cuando le pareció oportuno, Águeda, que en ocasiones acudía a la sastrería que regentaba la madre de Lorena cuando ésta necesitaba ayuda, dijo a su hijo que lo dejaría marchar, aunque no sin antes hacerle pedirle que procurara no meterse en problemas y que no se adentrase a solas en el bosque. Segismundo, comprensivo a la par que ansioso, dijo que sí a todo y se dispuso a salir de casa. Presa del entusiasmo, abrió la puerta con gran descuido y, al salir, la dejó ir con la brusquedad propia de quien llega tarde a una importante cita.

Águeda, pese a que tendría que estar ya acostumbrada a aquellas escenas y a sus consecuencias, suspiró un tanto hastiada de soportar las alocadas reacciones de su hijo, quien en ocasiones solía dejarse llevar por los nervios más que por la cabeza. La mujer, sentada en una vieja silla que encontraba muy cómoda, trataba de remendar una prenda la cual dejó descansar sobre su regazo, en espera del estruendo que sabía produciría el portazo. Una vez volvió la calma, la mujer recobró el temple y siguió cosiendo al tiempo que pensaba en sus cosas, las cuales nada tenían que ver con majaderías.

Ya fuera, Segismundo corrió sin preocuparse por ser discreto. Iba dando vivas voces y soltando la espada contra casi cualquier cosa junto a la que pasaba. Los ruidos que ocasionaba atrajeron la atención de una vecina, una anciana, que, tras abrir la ventana y asomarse solapadamente, no acertó a ver al chiquillo, puesto que éste ya había pasado. Pese a todo, la mujer supuso bien de quién podía tratarse, y permaneció paciente a la escucha, ya que adivinó qué vendría a continuación. No tardó en oír los estridentes ladridos de un perro, el cual protestaba al niño por haberse acercado más de lo debido a los dominios que guardaba. La mujer, tras un suspiro, imaginó al chiquillo sobresaltándose. Después, volvió a sus quehaceres.

Segismundo fue atravesando las calles dando rápidas zancadas, tan largas como le permitían sus piernas. Allí por donde pasaba acallaba las conversaciones de quienes se cruzaban con él, quienes se interrumpían para, maravillados o escandalizados, verlo pasar con su agujereado cubo en la cabeza y esgrimiendo la espada de punta roma. Incluso unos hombres, sentados junto a la entrada de una taberna, que disfrutaban de unas refrescantes pintas y de una, al parecer, divertida tertulia, silenciaron sus voces y prestaron toda su atención al niño, quizá recordando los lejanos días en que también ellos tuvieron esa misma edad, cuando más cerca estuvieron de ser libres.

Al doblar una cerrada esquina, Segismundo tropezó con alguien de mucho más tamaño que él que también corría, aunque en la dirección opuesta a la suya. El crío acabó rodando sobre los adoquines, los cuales encontró realmente duros y dolorosos allí donde lo golpearon. Aturdido y aún dando quejidos, además de a oscuras, pues el cubo se había girado durante la caída, quedando los orificios a la altura de su cogote, a Segismundo lo sorprendieron unas poderosas manos que lo aferraron por los hombros y le ayudaron a levantarse. El chiquillo, buscando ver qué ocurría, trató de ajustar bien su yelmo. Una vez logró tal cosa, se topó con un rostro que le era conocido. El joven que lo miraba, el mismo contra el que había colisionado, de expresión bobalicona, rondaba la veintena y era de veras fornido. A falta de palabras, ya que no podía hablar, dedicó un balbuceo al crío, por quien parecía preocupado.

—Me encuentro bien, Alonso. Algo magullado, pero bien. No te preocupes. Los dos hemos sido descuidados. Yo casi siempre lo soy —dijo Segismundo, que no cesaba de mirar el suelo en busca de su preciada espada, la cual no veía por ninguna parte.

Alonso, agradecido por las palabras del chiquillo, farfulló algo ininteligible. En ese instante, una voz sonó desde detrás del niño.

—Debo suponer que buscas esto, Segismundo Hojaparda —se trataba de Lorena, que sostenía con una mano, la zurda, el arma del crío, la cual había rebotado hasta llegar a sus pies. La niña tocaba su cabeza con una diadema hecha de flores, que también había prendido a lo largo y ancho de su vestido haciendo uso de su propio ingenio y mucha paciencia. En la otra mano, la diestra, sujetaba una pequeña vara de olivo, torcida por capricho de la naturaleza, lo que le hacía parecer una suerte de hada de los bosques salida de un cuento fantástico.

—Sí. La buscaba —respondió el niño, turbado por la belleza de la chiquilla—. ¿Qué se supone que eres? —preguntó, al tiempo que se adelantaba y tomaba su espada.

—Casi me ofende que preguntes eso. Soy una maga, por supuesto.

Alonso, único hermano de Lorena, afectado de nacimiento por un extraño mal que, según sabían, lo condenaba a comportarse por siempre como lo haría un niño pequeño, festejó con aplausos las palabras de la niña.

—¡Esperadme! —se oyó gritar a Bernardo, quien llegaba corriendo desde un extremo de la calle.

Éste se las había arreglado para llevar sobre sus ropas un jubón hecho a base de cartones que le cubría el torso a modo de imaginaria armadura. Consigo portaba la larga vara que solía usar como una lanza toda vez que jugaba con sus amigos. Y con la izquierda, valiéndose de unas cuerdas convenientemente anudadas, embrazaba cual escudo una vieja rueda de carreta ya inservible. Era alto y desgarbado. Muy delgado. Y su rostro, triste por naturaleza, no siendo contrario a su fisionomía, era alargado y huesudo, aunque no por ello mal parecido —¡Hola a todos! —saludó al detenerse, casi sin aliento. Al ver a Alonso quedó sorprendido, y buscó a la niña con la mirada—. ¿Cómo es que ha venido tu hermano? No lo esperaba. ¿Y de qué vas vestida? Te ves muy linda así, por cierto.

—Es una maga —contestó Segismundo, adelantándose a Lorena, lo que fue merecedor de una punzante mirada por parte de ésta.

—Mi hermano está aquí porque le apetecía jugar con nosotros. Y como dice el caballero, soy una maga. Así que cuidado con lo que haces o dices, lancero, si no quieres que te convierta en sapo o algo peor —dijo la niña, que se sentía complacida por la gentileza que le había dedicado Bernardo, pese a no haber dicho nada al respecto.

—Ya no soy un caballero, sino un guardián de los caminos —advirtió Segismundo.

—¿Guardián de los caminos? ¿Qué es eso? —quiso saber Bernardo.

—Un nombramiento que se ajusta a mi talla —contestó Segismundo, dándose importancia y haciendo suyas, una vez más, las palabras del anciano.

—Jamás lo había oído. ¿Y qué hacen quienes ejercen esa profesión?

El joven Hojaparda pareció dudar.

—Ayudar a quienes estén en apuros, claro —acabó respondiendo, convencido de satisfacer así la curiosidad de Bernardo.

—¿Y no es eso lo que hacen los caballeros?

—No es lo mismo —Segismundo se mostró dispuesto a defender su postura lo que hiciera falta.

—Lo que hagan o dejen de hacer unos u otros no nos concierne. Y no pienso derrochar la tarde en discutirlo. Mi hermano y yo estamos aquí para jugar, no para ver cómo estrelláis vuestras cabezotas una y otra vez hasta ver quién se sale con la suya. Si eso es lo que queréis, adelante. Pero no contéis con nosotros —terció Lorena, tajante, dejando de un palmo de narices a quienes se refería y recibiendo la aprobación de Alonso, que empezaba a aburrirse.

—¡No estábamos discutiendo! —protestó Bernardo.

—¡Os conozco! Estabais a punto de hacerlo —observó Lorena—. ¿Jugamos ya? —propuso.

Hubo un desconcertante silencio que no duró mucho.

—Juguemos —concedió Segismundo, que alzó la espada sobre su cabeza.

Y así, con algunos titubeos, los tres niños y Alonso, que no dejaba de ser otro chiquillo, aunque encerrado en el cuerpo de un hombre, corrieron por las calles de Casahermosa, las anchas y las estrechas, aun las plazas, abandonándose a un mundo imaginario  plagado de aventuras y peligros donde ellos eran los héroes. Se enfrentaron a bandidos, a pequeños demonios, a grandes bestias y a poderosos brujos, luciéndose Lorena con todos ellos haciendo uso de su esplendorosa magia y su astucia. Sus correrías les llevaron hasta el mismo portón de la empalizada, el cual cruzaron ante la divertida mirada de Eliseo el guardia, que pronto acabaría su turno.

—¡No os despistéis, zagales! —les advirtió éste. En vano, pues ninguno le prestó atención salvo Alonso, que dejó salir uno de sus balbuceos, como si pretendiera tranquilizar al bienintencionado centinela.

Amagaron con encaminarse hacia Las Hermanas, las colinas gemelas, pero Bernardo se detuvo un instante a observar el cielo y avisó a sus camaradas de aventuras de que había visto pasar a Negraescama, un dragón del que eran enemigos irreconciliables, dirigiéndose a su cubil, ubicado en el corazón de las misteriosas ruinas de Viejocastillo. Tras mirar todos hacia arriba y ver al maligno ser con los ojos de su inventiva, lo que hacía que cada uno le diera distinta forma en su cabeza, discutieron qué hacer y resolvieron ir tras el figurado monstruo, al que tratarían de abatir de una vez por todas.

Determinados, los chiquillos, seguidos de cerca por Alonso, viraron en redondo, bordeando por fuera la empalizada, y ascendieron por la falda del solitario Dedochico. Al poco se adentraron en un sinfín de bosquecillos, lo que, para quienes conocían el contorno, significaba el inicio de un camino no marcado que conducía hacia los célebres restos que tantos buscadores de tesoros habían explorado sin éxito. Cuanto más cerca estaban los vestigios de la antigua fortaleza, tanto más se agolpaban los árboles y más frondosas resultaban sus nudosas ramas, de tal modo que la claridad del día deslucía bajo el influjo de la densa sombra que proyectaban.

El terreno se fue volviendo abrupto y empinado, pero los niños, que no era la primera vez que andaban por allí, supieron moverse con eficiencia. No pronto llegaron al lugar desde donde podían verse las ruinas, caídos los cascotes en el desorden que propicia el caos, apoyados unos contra otros y apilados en grandes montones. La muralla apenas podía reconocerse como tal, salvo por algunos tramos que se resistían a ser devorados del todo por el inclemente paso del tiempo. Y las torres, fantasmagóricos recuerdos de un reluciente pasado, se alzaban resquebrajadas e incompletas sobre sus propios restos. La vegetación crecía salvaje por doquier, empeñada en ocultar la construcción que antaño le había arrebatado aquel espacio que ahora ella reclamaba para sí.

En lo que debió ser el centro de aquel bastión, tan sólo los escombros evidenciaban que una vez hubo ahí alguna suerte de edificio, reducido a ruinas por una tragedia que no había trascendido a esos días, no al menos para la gente común. Desde ese lejano entonces, la desolación quedó como dueña y señora indiscutible de aquel lugar, un peculiar y vasto saliente en mitad de la elevación alrededor del cual se abría un hondo abismo que prácticamente lo abarcaba todo, y que dejaba como único paso un estrecho desfiladero.

Ajena a esos asuntos, la montaña, que había sido testigo de acontecimientos mucho más antiguos y grandiosos que la triste caída de Viejocastillo, episodios de aquella parte del mundo que los hombres desconocían y que probablemente jamás llegarían a comprender, seguía ascendiendo, su cima quedaba aún lejos. Los niños, pese a que llegaron allí jugando, permanecieron en silencio e inmóviles a la vista de aquellos despojos. Aunque sus mayores les permitían andar cerca de las ruinas, tenían prohibido internarse en ellas, pues se las consideraba un sitio peligroso y traicionero donde, además, no era demasiado extraño ver gente rara, por lo general caza fortunas, husmeando entre los restos.

Sin embargo tal prohibición no era tan necesaria, pues aquellas lúgubres reliquias les infundían tal temor que nunca se habían atrevido a explorarlas a escondidas de nadie. Alonso, con menos luces que sus compañeros, enmudeció y tapó sus ojos con ambas manos. Para él, como para todos los demás, las tenebrosas historias que sobre esos vestigios se contaban, fuesen o no ciertas, cobraban vida de repente. Así, nadie se atrevió a retar a ningún dragón imaginario, pues se decían para sí que, de existir, aquel parecía el rincón más apropiado donde encontrarlo, a él y a otras cosas que podrían ser incluso peor, y que quizá no aparecían en las leyendas que conocían. Para mayor inquietud, allí ni siquiera se oía el trinar de los pájaros. 

Un repentino ruido llamó la atención de los chiquillos, que se agazaparon de inmediato. Alonso llegó a tumbarse sobre el suelo por no ocurrírsele nada mejor. Y si ya estaban callados de antes, no lo estuvieron menos entonces ante tan inesperado sobresalto. Pronto acertaron a ver una sombra que, furtiva, se deslizaba por su derecha en dirección a Viejocastillo, y que pasó a no mucha distancia de ellos sin dar muestras de cerciorarse de su presencia. Se trataba de alguien que vestía un viejo hábito de color negro y ocultaba su identidad bajo la ancha capucha de la desgastada prenda. El sujeto se ayudaba para caminar de una larga vara que daba la impresión de no haber sido tallada, sino tomada directamente del suelo o de un árbol.

Antes de internarse en las ruinas, el extraño se volvió y miró en derredor, y prestó especial atención al lugar en el que se ocultaban los críos, o eso pensaron éstos, quizá por efecto del miedo. Después se volvió y, con paso lento aunque decidido, se perdió entre los escombros, Los chiquillos quedaron mudos por el asombro y desconcertados. Segismundo, tembloroso, encontró muchas similitudes entre aquel encapuchado y el viejo al que había ayudado a salir del hoyo esa misma mañana, por lo que no pudo evitar preguntarse si serían la misma persona, y así habría seguido de no ser por un calamitoso crujido que quebró el silencio de forma repentina y le hizo estremecer, al igual que sucedió con sus amigos. Fue Alonso, aterrado, el primero en echar a correr. Los demás, sin saber a qué se debía tal estruendo, siguieron su ejemplo y huyeron hacia el pueblo con el alma en vilo y ahogando los gritos de espanto que pugnaban por salir de sus gargantas, pues habría significado anunciar su presencia a lo que hubiese provocado aquel alboroto, que, aunque no había durado más que un fugaz instante, resultó espantoso.

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