Hoy, cuando ya ronda el medio siglo de vida, echa en falta en este mundo vertiginoso, algunas de las formas de vida de antaño.

Recuerda su infancia, vivida en gran medida en la calle, acompañada de los otros niños y niñas del barrio.

Después del colegio, con aquella tranquilidad que ofrecía vivir en una ciudad de provincias donde todo el mundo se conocía, tras hacer los obligados deberes, todos los niños quedaban para verse después en la calle.

Bajaban comiendo el consabido bocadillo de chocolate, chorizo, jamón o nocilla, para jugar unas horas, que siempre les parecían cortas, con sus amigos del barrio.

Y mientras las madres que no trabajaban fuera del hogar charlaban despreocupadamente entre ellas de sus cosas, los infantes jugaban a policías y ladrones, al brilé, al pilla pilla, al escondite, la goma, la comba, el ché, u otro de los múltiples juegos del momento.

Eran las mejores horas del día para aquellos chicos, quienes además de compartir ocio, aprovechaban para trabar amistades profundas, algunas de las cuales perdurarían a lo largo de toda su vida.

En aquellas horas vespertinas sabían que todo era posible.

A veces los chicos jugaban por su lado y las chicas por el suyo.

Pero en otras ocasiones compartían juegos y era entonces cuando surgían entre ellos los primeros e incipientes amores.

Los padres, lejos de preocuparse por esos momentos de libertad, estaban tranquilos.

Sabían que el barrio era una especie de guardería gigante dónde todos se protegían, y que llegado el momento, si algo se torcía, sabían que todos se echarían una mano.

En esas tardes de ocio las madres se recogían un poco antes mientras se disponían a realizar los últimos recados para después comenzar a hacer la cena.

Luego, entorno a las ocho y media o nueve de la tarde, cuando ya empezaba a anochecer, se empezaban a oír las voces de las madres emitidas a voz en grito desde balcones y ventanas :

«Jaime, sube a cenar», «Luís venga, ya casa», Pedro, vete a la lechería, compra un litro de leche y aceite. Dile que te lo apunte, y sube ya», «Margarita, tienes que subir a bañarte»…, y así una detrás de otra esas mujeres emitían esas palabras que eran consideradas órdenes inapelables por los chicos, hasta que las calles quedaban desiertas de las risas infantiles.

Hoy, cuando la vida le ha llevado a vivir en la capital del Reino, a pesar de hacerlo en un barrio bastante tranquilo, observa con pena como todo eso ha desaparecido.

Echa en falta todo eso. Y sufre por el hecho de que sus hijos no hayan podido vivir esos momentos de ocio entre sus vecinos.

Por desgracia, sabe que ellos apenas conocen a la persona que vive en la puerta de al lado, y por supuesto, lo desconocen todo de su vida.

Debido al sistema tan impersonal que nos hemos impuesto, sabe que sus hijos no han podido compartir con sus compañeros y convecinos aquellos instantes que, para ella, fueron tan gratos.

Analizando las vidas de sus hijos se da cuenta de que en su caso esos espacios de diversión y amistad han quedado reducidos a unas escasas horas de estancia en el parque, aunque siempre bajo la vigilante supervisión materna o paterna.

Sin embargo, esos instantes apenas les han ofrecido la oportunidad de hacer amigos. Esos solo los han conseguido en el colegio, instituto o en la universidad.

Y sabe, con gran dolor, que para sus chicos el barrio es tan sólo el lugar al que volver a dormir tras las duras clases o el trabajo cotidiano.

Ellos no han tenido la oportunidad de conocer la calle como ese espacio de convivencia en el que poder compartir vivencias, juegos, amistades o amores.

Pese a ello, la mujer madura mantiene la esperanza al observar que esos lugares comunes y tan enriquecedores continúan existiendo, aunque no con tanta fuerza, en algunas pequeñas ciudades y en los pueblos.

Así, quizás, espera que cuando sus hijos vayan de vacaciones al pueblo, todavía tengan la oportunidad de poder disfrutar de unos amigos reales.

Tal vez así podrán evitar acudir a los amigos «virtuales» para que no se sientan tan solos.

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