Nos acercábamos a abril pero la nieblina de pesadumbre invisible seguía apoderándose poco a poco de la ciudad de Corver y no había ni rastro de la primavera.

Era un fenómeno demoledor ya que la mayor parte de los ciudadanos no tenía conciencia de su influencia. Poco a poco se dejaban sencillamente atrapar por su decadencia y pasaban de la sonrisa a la mueca, de la alegría a la desconfianza y de la pasión a la envidia, consumiendo su alegría día a día sin percatarse de que el sometimiento era inducido.

Es difícil conseguir que alguien se transforme en un miracho de la noche a la mañana, por eso, los dominantes, habían decidido dispersar la nieblina, un brebaje sutil que se trasmitía por vía aérea de forma imperceptible y que se adhería a los bronquios para luego pasar al torrente sanguíneo y de manera constante se esparcía y depositaba en el agua de todas las células del cuerpo, contaminando.

Llevaba meses, quizá años azotando la motivación de las personas nobles. Aquellas que se resistían a jugar a la infamia, que tenían la clarividencia necesaria y la fuerza de espíritu requerida para ver y no ceder, aquellas que se erguían estoicas en la oscuridad, estos guerreros eran los yodis.

Sentían la neblina en sus tuétanos y le plantaban cara con su honestidad y compasión.

Para estar preparados y fuertes, los yodis se entrenaban con el método de “Los ocho pasos”, una serie de técnicas de meditación, control del pensamiento en benevolencia y ejercicios ancestrales que les permitían navegar en un entorno tan hostil, trasmutando con su energía luminosa algunas de las peores iniciativas que transmitía la nieblina.

En una ocasión, todos los que quedaban y no eran muchos, tuvieron que estar siete días con siete noches meditando y amplificando pensamientos puros para contrarrestar una terrible tendencia, la de usurpar las ideas, valor y logros ajenos hasta conseguir la anulación de la individualidad . La gente afectada pasaba a convertirse en súbditos obedientes, explotados casi hasta la esclavitud y sin la mínima capacidad de reacción. El virus vertido por la neblina era tan poderoso que conseguía que los afectados, además de ser expropiados de toda dignidad y autenticidad, se sintiesen culpables por no satisfacer las expectativas del sistema enfermo.

Los yodis tuvieron que actuar a fin de que estas doctrinas no fuesen transmitidas de padres a hijos y así perpetuadas hasta el final de los días.

En el otro extremo, buscando convertir a las personas en mirachos que trabajasen para sus intereses, estaban los sarinos. Los sarinos pertenecían a una estirpe antigua de colonizadores provenientes de otro planeta que habían forjado su fortuna con esclavos y tránsfugas de más allá del borde exterior. Ninguno de ellos había visto nunca rayos gamma más allá de Orión.

Dicen que el fundador era un avatar del dios demoledor Ahumeyi, a quien su padre plantó en el corazón la semilla de la codicia extrema para que le sirviese a sus voraces fines hasta las últimas consecuencias. La semilla creció alimentada por el veneno del poder y la opulencia hasta ocupar el espacio del corazón que se vio reducido al tamaño de una castaña pilonga.

Nos acercábamos a abril pero de la primavera ni rastro, parecía como si la neblina secase el campo tal y como secaba la esperanza y lo peor de todo es que la gente estaba tan acostumbrada que no echaba de menos ni el olor a tierra mojada, ni el verdor de las praderas, ni los cantos de los pájaros en calentura ni los contrastes de color de las flores recién abiertas.

Pero algo insólito pasó, algo impredecible como las tormentas antiguas, un hecho leve y mínimo con un potencial abrumador.

De una cueva emergió una pequeña planta trepadora que aglutinaba todos los colores del arcoíris sin mezclarlos. Desprendía un olor a bebé recién amamantado y emitía el susurrante ronroneo de un gato libre. Solo los yodis podían verla, ese era el secreto del que sería su éxito. Solo los yodis la veían y embriagados por su rotunda calidez se dejaban arrullar por ella. Pronto descubrieron que para crecer y alcanzar más altas cotas y traer la primavera, debían alimentarla de energías sutiles de alto espectro, fundamentalmente respeto, cariño, ecuanimidad y una fuerte determinación de vivir en el ahora y no en las engañosas expectativas del futuro.

Si más meditaban, más crecía y más se acercaba a los mirachos, depositando en ellos una pizca de armonía, un soplo de claridad.

Los menos enconados, sufrían un despertar lento pero profundo y empezaban a recordar sus vidas anteriores, con voluntad propia y amor al prójimo, devolviendo a sus caras la sonrisa y levantando de sus ojos los filtros de la codicia y la resignación que mal intencionadamente los sarinos habían implantado a través de la neblina.

Los más jóvenes, los primeros en contagiarse de la pesadumbre, eran también los primeros en recordar como se vivía sin miedo ni aflicción y por su carácter dinámico, pronto empezaron a hacerse preguntas filosóficas y sanar.

Los sarinos, tan corrompidos y desconectados de la verdadera naturaleza humana, fueron los últimos en entender qué pasaba y para entonces ya fue demasiado tarde.

La primavera había llegado y sus perjúmenes se hicieron tan intensos que disolvieron la neblina y sacaron como en un exorcismo gran parte de la negrura que cargaban los habitantes de Corver.

Los sarinos tuvieron que admitir que de momento no podían hacer más que permitir esa nueva visión colectiva. Eran inteligentes y manipuladores, sabían que en ese estado de embriaguez, las gentes se sublevarían si se les negaba la alegría.

  • -“Ya es primavera” grito un niño y todos salieron a los balcones luciendo sus mejores galas. Fue imposible mirarse sin criticar.

Desde el horizonte llego un viento húmedo y la planta arcoíris tiritó de frío.

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