Los últimos hombres

Los últimos hombres

Franz

25/11/2021

Sentía frío, hambre y una sensación de vértigo; pues, mientras mi compañero porfiaba contra las débiles ramas para abrirse paso en nuestro penoso avance, yo giraba la cabeza sin poder escapar del panorama de copiosa arboleda agostada. Avanzábamos distanciados hollando una tierra ignota. En ausencia del Sol una lumbre gris emanaba de un cielo sin nubes y el ambiente era asfixiado por una neblina densa que nos impedía la visión de cualquier objeto a unos diez pasos. El paisaje se hacía cada vez más estrecho entre los árboles como si intentara asirnos, pero este día no siempre fue así.

Hoy cuando desperté éramos cuatro. Contenidos en nuestras respectivas cámaras de criogenia que retenían nuestro escape hasta que no quedara ninguno dormido. A través del cristal translúcido pude ver a dos viejos y una mujer en sus respectivos recintos. Una vez libres, exploramos el búnker sin encontrar señales de vida o algo que nos diera indicios de la época actual. La única pista aparente era la fecha de criogenización impresa en nuestro tobillo derecho. Desde entonces me apodaron 29, porque decidí preservarme en 2029. Sé que han pasado más de cincuenta y ocho años desde el 2029 porque el más reciente de nosotros es el anciano 87.

En el búnker no había alimento y el bosque exterior era yerto y silencioso, tampoco teníamos cómo aliviar la sed. Lo único que llevábamos con nosotros eran nuestras respectivas cajas, un contenedor semejante a una pequeña cápsula del tiempo que alberga un objeto de nuestra época de criogenia. Yo revelé el contenido de mi caja en circunstancias de debilidad. Por alguna razón, después de nuestras infructuosas búsquedas, todos aguardaban afuera del búnker en perpetua rebelión contra el movimiento y el sonido. Su incomprensible comportamiento, sumado a la deshidratación, comenzó a marearme y aturdirme, pero un último pensamiento me evitó caer en el sopor. Abrí mi caja y tan pronto como revelé su contenido, sentí sus miradas imprudentes escudriñar mis manos, pero más rápida fue su disipación al ver que el objeto era solamente una foto de mi familia. No tardaría en revelarse otra caja, pues poco después, una tos seca y persistente irrumpió en el silencio, como si alguien se ahogara en un ambiente saturado de polvo. Parecía que la deshidratación iba a cobrar su primera víctima con 37, la vi muy fatigada, pero me sorprendió más ver los rostros indiferentes e impávidos de 87 y 56. Terminado el ataque de tos, con mohín de molestia 37 abrió su caja. Un interés general se centró en el objeto oscuro que extrajo y que colocó en el suelo. El objeto, que parecía un dron, permaneció estático mientras que 37 interactuaba con su pulsera, luego el dron se elevó y se perdió en el cielo. Pasaron unos minutos antes de verlo regresar. Cuando la mujer tuvo el objeto de nuevo en su poder, sacó del dron un pequeño recipiente y bebió el líquido que albergaba. El mismo método alivió la sed de todos y pronto nos dispusimos a explorar el bosque de árboles secos en búsqueda de alimento o ayuda. Nos dividimos en grupos de dos. Y como 37 decidió acompañar a 87, permanecí solo con 65. Este hombre provecto y enjuto me hizo dudar si aguantaría la exploración. Cuando me fijé en sus facciones, de labios finos y ceño fruncido, sin previo aviso, comenzó a andar. Encadenado a su compañía o a la soledad, lo seguí. 

Desde nuestra salida el clima siempre ocultó la posición del sol y, aunque no llegaba el ocaso, me parece que llevamos semanas de andadura sin rumbo.

—Oye, 65, ¿falta mucho…?

Nunca pude arrancarle una palabra con estas preguntas y tal vez él continuaría caminando si no fuera porque decidí llamar su atención de una manera distinta. El hecho es que, no bien lo hube tocado, el viejo dio un respingo que hizo caer la caja desparramando varios objetos metálicos por el suelo. Se agachó presuroso a recogerlos, mientras yo permanecía de pie sin entender la situación. Sus manos buscaron y rebuscaron entre las hojas secas con incansable denuedo, lo que parecían ser monedas, tentando el suelo como un mendigo delirante y numismático. Una vez aunado su caudal, se arrellanó en un árbol seco y espigado, que parecía arañar el cielo con sus ramas, mientras contaba y recontaba las monedas con sus manos, con el mentón pegado al pecho, profirió: “Imagínate cuánto habrán multiplicado su valor ahora”. Permanecimos allí, uno frente al otro sentados en sendos árboles, y me hundí en mis pensamientos.

La noche cayó como si lentamente nos devorara el cielo con una lengua oscura y penetrante, pues se abatió la bruma encima de todo cegándonos. Escuchábamos al viento soplar sobre las ramas en ráfagas que azotaban el silencio de la noche con su ahuecado y siniestro ruido. Cavilando todas las posibilidades de huida, me esforcé por no perder la calma y esperar la certeza de la muerte. Mientras rumiaba mis penas el gélido viento de la noche me entumecía las extremidades y las tórridas llamas de la tortuosa ansiedad me aniquilaban por dentro. No hay salida. Pero todavía puedo encariñarme con esta mi amarga historia, que acariciaba dulcemente la desdicha bajo los signos del tiempo. De pronto noté un extraño resplandor que se abría paso entre las tinieblas. Cuando alcé los ojos, mi mirada se clavó en la imagen de una horrenda criatura humanoide. Era un ser cubierto de piel iridiscente completamente desnudo. Traslucía en su rostro una ostensible ausencia de boca, orejas y nariz, solo vi dos ojos oscuros sin párpados. Mientras examinaba aquella criatura terrorífica, mi compañero, no menos sorprendido que yo, retrocedió en su lugar extendiendo los brazos con un ademán de repulsión y miedo. Naturalmente, la caja de monedas cayó y su ruido metálico penetró en mis oídos retumbando tan bruscamente que tuve que atenuar el sonido con las manos, mi vista se apagaba con cada eco cuando pude notar la inscripción en su tobillo derecho que decía 2084.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS