«El aviso se encendió en mi panel de navegación, lo que significaba que yo era el agente más cercano al lugar donde, en ese preciso momento, se estaba cometiendo un plagio. Confirmé a la Matriz que me hacía cargo del incidente y ordené al vehículo que se dirigiese hacia allí». 

     A finales del siglo XX la copia, la reproducción y la apropiación indebida se habían extendido tanto, sobre todo entre estudiantes y escritores ―y algunos políticos deseosos de engordar su currículum―, que los detectores de plagio se convirtieron en una herramienta de uso cotidiano, hasta el punto de hacerse imprescindibles: universidades, tribunales de oposición, certámenes literarios… se hicieron con aplicaciones que intentaban evitar una práctica tan habitual como ilegal. En la actualidad, el concepto de detección ha ido más allá. Con aquellas viejas aplicaciones, el plagio solo podía localizarse una vez realizado y a menudo cuando ya circulaba por la Red en algunas de las incontables páginas que desafiaban el orden establecido. En otras palabras, el daño ya estaba hecho: la obra original ―producto del esfuerzo de uno o varios creadores― ya había perdido su unicidad. En el año 2060 la creación literaria fue proclamada oficialmente concluida: desde el Poema de Gilgamesh ―en la antigua Mesopotamia― hasta las últimas composiciones realizadas con la ayuda de procesadores cuánticos en el siglo XXI, la Humanidad ―se dijo― había conseguido expresar todo lo que podía ser imaginado ―literalmente hablando―. Desde entonces, todos los sistemas electrónicos están conectados a un detector central que procesa y analiza de forma instantánea cualquier actividad, lo que permite detectar un plagio en el mismo momento en que se empieza a producir, evitando así la aparición de supuestas novedades creativas. No es necesario decir que la pena por este delito es una de las más severas que permiten nuestras leyes.


     «El lugar no estaba lejos, así que el asunto no me llevaría demasiado tiempo ―No quería llegar tarde a mi cita, la primera desde mi regreso―. Una de las cosas que más me gustan de este trabajo es que la gente no te ve como un bicho raro; al contrario, para ellos eres alguien necesario en el sistema, alguien que se encarga de que su vida transcurra conforme a sus planes ―sin sorpresas desagradables―, y no necesitan saber qué es exactamente lo que haces».

     Las experiencias vividas por el sujeto, sus recuerdos personales, son fundamentales para la formación de agentes interceptores. Al volver a casa desde los puntos más lejanos del espacio conocido, los excombatientes necesitan ser reintegrados en la sociedad: sentirse útiles en un mundo que hace tiempo que dejaron de considerar su hogar. Para ello requieren, antes de la reconversión funcional, una buena “puesta a punto”. Además de la sustitución de los órganos vitales dañados ―mediante la implantación de los dispositivos cibernéticos adecuados―, debemos afrontar la tarea de rellenar las lagunas de memoria que sufren la mayoría. El problema se presenta cuando ―como en el caso que nos ocupa― no les queda ningún recuerdo que pueda servir de soporte y la reconstrucción debe realizarse desde cero, confrontando únicamente la documentación disponible ―datos personales, familiares, entorno de crecimiento, actividad en redes sociales…― con los diferentes modelos-tipo almacenados en nuestras bases de datos. A pesar de la dificultad añadida, los resultados suelen ser más que satisfactorios, aunque a veces surgen comportamientos que podríamos calificar como anómalos, respuestas que no siempre son las esperadas. Nuestro hombre, por ejemplo, muestra una obsesión enfermiza por Clint Eastwood.

   «En nuestra sociedad, las normas establecen que los habitáculos residenciales deben permanecer siempre abiertos, por lo que el individuo no me oyó llegar ―las escenas de policías tirando puertas abajo y entrando a gritos en una casa ya solo se ven en las viejas películas―; me coloqué detrás de él y ni siquiera tuvo tiempo de sentir el disparo, antes de desplomarse sobre el teclado del ordenador. Me acerqué para cerciorarme de que el sujeto no volvería a actuar y comprobar si la intervención había tenido éxito. En efecto, en la pantalla solo aparecían unas pocas palabras, una especie de título: Crónica de una muerte anunciada».



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