Nunca pensé en el regreso, partir implica dejar todo. Sin embargo, en mi mente nunca dejé de rememorar lo vivido, lo amado, inclusive lo odiado. Yo, hijo de las montañas, hijo de losAndes, me inmiscuí en ellos, aún más que mi propia conciencia, la que creí había perdido a causa de tanta apatía por lo que me rodeaba.
Sin embargo, encauce la marcha hacia el abismo donde la gente murmuraba que moraba la esperanza, el lugar milagro a donde todos se volcaban reafirmando sus creencias.

Yo nací ateo, en mi hogar reinaban las imágenes de vírgenes y santos, los crucificados a causa, según repetía insistentemente la abuela, de nuestros pecados. Pero yo era un niño, y ni siquiera entendía el significado del término. Cuando crecí, entendí que si había un dios, no me importaba si me perdonaba o no todos los agravios, además, las estatuas no dan muestras de compasión.

Quería abandonar todo, la incredulidad y las creencias, y en el abismo que marca el rio ancestral, fui descendiendo, sentía entonces que algo me atraía, además de un inexplicable deseo de llegar ya, de afanar la marcha, de volverme polvo en la brisa para acelerar el paso.

Mi sorpresa fue grande, mis pasos no entendían lo que sentí en aquel momento. Era un templo en el fondo del abismo, las puntas se elevaban soberbias, blancas, en medio de un cielo azul. El frio viento era mi compañero. Las nubes se disipaban desde el lugar donde parecía nacían, ellas también fueron testigos de mi asombro.

Cuando llegué, todo me pareció asombrosamente maravilloso, no fue la imagen de una virgen, ni los santos que la acompañaban, ni las miles de placas que hablaban de milagros en el abismo. ¡No! Fue la posibilidad del hombre de ganarle espacio a la
naturaleza, de verterla en sus caprichos que se hacen voluntad y se tornan arte.

Entendí entonces que mi viaje implicaba no solamente reafirmar lo que soy, un incrédulo en dogmas, sino también comprender que solamente nos faltan alas para ser ángeles.

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