El último viaje a casa

El último viaje a casa

Hace una semana amanezco dando la espalda a esta torre que ha sido el paisaje que escogí hace 15 años para vivir mi vida de hombre hecho y derecho. En un piso 18, decidí no tener cortinas, esperando que al abrir los ojos Tokio invadiera la estancia para no dejar cabida a ninguna nostalgia mal acomodada. Pero hoy, echo en falta las cortinas. Cerrar los ojos no me basta para dar cabida a los recuerdos de ese último viaje. Necesito un cuarto más grande. Una ciudad entera. 15 años más.

Ella ya no está. Eran las 8h07 cuando llamaron. Desde ese momento, mi habitación se volvió un parque temático lleno de montañas rusas, norias, casas embrujadas y payasos sin gracia. ¿Cuánto falta para que vuelva a anochecer?

Hace un mes decidí emprender un viaje premeditadamente postergado por más de una década. La visita de un conocido de antaño, me ayudó a colocar las piezas que le faltaban a las razones de mi viaje: «Todo está muy cambiado, deberías ir», me dijo al saludarme. Luego, al despedirse, haciendo una pausa larga, me dijo: «Mentira. Todo está igual, deberías ir».

Después de mucho pensar, me vi de pronto recorriendo esa carretera nueva que no conocía, que parece estar en continuo desafío con el mar. Sentado al volante del coche de alquiler, vi colocadas al lado izquierdo, las mismas casitas, los mismos carteles con publicidad de los años 90 que me sorprendieron recitándolos de memoria y me extrañó que la construcción de esa carretera no se los hubiera llevado por delante. Por el lado derecho, me enceguecí con un azul penetrante. Mar y más mar. Las mismas olas que me sabía de memoria. Llevaba poco equipaje: cuatro camisas de manga corta, cuatro pantalones de vestir, dos camisetas, dos pantaloncillos. unas chanclas y un par de mocasines. Una muda bastante conveniente para justificar lo corto de mi estadía.

Así, mientras iba pensando en mi coartada de escape, notaba como mis pensamientos se deslizaban como las ruedas del coche, a 100 km por hora, por esa vía de vientos salados que se abría en cámara lenta a pesar de la velocidad, permitiendo mi entrada a ese mundo de cielo pálido que imperceptiblemente se va mezclando con el mar, justo en el punto exacto de respeto a la lógica.

A ese punto de mi viaje, daban las 10h00 de la mañana. Después de 20 horas de vuelo entre varias escalas, había aterrizado a las 5h00 de la mañana en Guayaquil. Mientras la ciudad empezaba a inundarse de luz y calor, tomé con un café, un tanto de valor para acercarme hasta las diversas oficinas de alquiler de coches. Escogí uno que me permitiera reconciliarme con mi consciencia, uno pequeño, poco vistoso y a las 7h30, mirando el Google Maps, decidí tomar el camino más largo hacia San Pablo, para empezar mi verdadero viaje.

Si mis cálculos eran aún correctos, la hora del panel del coche, indicaba que estaba a poco de llegar.

Tenía que parar para estira las piernas. Me paré justo en ese punto que conocía tanto. Allí la playa lo llena todo, sin casitas curiosas frente al mar. Sólo la playa, el mar y yo. Dejé que el viento volviera a peinarme al estilo de antaño. Miré dentro de ese mar que domé cual toro salvaje con un pequeña tablita de balsa que me regalaron los pescadores en unos de mis cumpleaños. Dejé entrar en mis pensamientos la sal que se resbala en el aire y caminé hasta la orilla para dejarme lamer los pies. Encontré la misma tibieza en esas aguas que hasta los pescadores respetan como a un imprevisible dios pero que conmigo siempre fueron las amigas más amables.

Y allí estuve por varios minutos.

Subí al coche. Ya nada se atravesó en mi camino. En menos de 8 minutos tuve nuevamente ante mí, esa plaza para fiestas comunales con su pequeña glorieta hacia el mar, un poco rejuvenecida, pero la misma. Algo se me arrugó por dentro al ver las barcas de los pescadores en la orilla. En un momento de poca lucidez hasta me parecieron, también, las mismas.

Allí dejé el coche, aparcado discretamente junto a un carrito de helados. Necesitaba hacer el recorrido a pie. No sé si para revivir los caminos olvidados o para dilatar el momento. Subí por esa calle polvorienta y por más que traté y trato ahora, no logré imaginarla pavimentada.

Embutido en mi chándal de viaje, me sentía sumergido en una burbuja de humedad, temblores y arena. Las mismas caras bastante envejecidas. Los mismos niños con narices más grandes y tamaño de adolescentes.

Imaginé que alguien habría alertado ya de mi presencia.

Torcí a la izquierda. Me encontré. Me quedé parado al inicio de la calle, mirando a aquel niño de pantalones cortos e ideas sencillas que, de la nada, emergió y salió corriendo sin mi permiso. Tan claro como aquel mismísimo momento, lo vi correr hacia esa fachada gastada, tocar la puerta con ansias, pidiendo un «maduro lampreado»(1) porque se moría de hambre. Alguien debió haber escuchado los golpes porque la puerta empezó a a abrirse tímidamente.

Así, soportando el calor que empezó a bañarme y unos golpecitos que venían desde el interior, la vi aparecer. Lo que se me hubiera arrugado, se me desarrugó. Pude descubrir debajo de esos cabellos blancos, nuevos para mí, de esas manos más manchadas y arrugadas, que se abrían paso como hurgando en las ranuras de la madera, los mismos ojos de mi entera existencia.

Con una voz silenciosa, rumiante, al tiempo que me acariciaba y desmembraba con su presencia 15 años de practicidad y ausencia, me susurró: «Sólo te estaba esperando».

Desde esta cama fría de este Tokio frío, me acurruco en los recodos de ese último viaje a esa casa llena de ella, tratando de sacudirme de esa llamada de las 8h07. Mañana estaré mejor. Supongo.

Tokio… Fuente

Carretera…

Mar…

Pescadores…

Puerta…

(1) Maduro Lampreado. Fuente

HISTORIA INSPIRADA EN SAN PABLO, RUTA DEL SPONDYLUS -ECUADOR.

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