Cuando vuelven los recuerdos

Cuando vuelven los recuerdos

―¿En qué piensas, hijo?

―En ti, madre. Bueno, en realidad en los dos. Estamos en la cafetería Pastor, cerca del primer piso que tuvimos en Madrid. En la barra, tú de pie y yo sentado en un taburete de esos que giran, tomamos café con leche y cola cao con churros. Luego te irás a la tienda, con padre y yo al colegio.

El libro de familia refleja que el matrimonio se celebró el once de junio de 1954. También consta la profesión del marido: industrial.

En la Castilla de la década de los cincuenta, ser industrial era una excepción, una salida para alguien nacido en una familia con más hijos que tierras que trabajar. Nuestro hombre era viajante: recorría las maltrechas carreteras de la provincia con un antiguo coche inglés con la carrocería de madera ―y con el volante a la derecha como todos los vehículos de aquel país―, cargado de telas para vender.

En 1960 el matrimonio inscribió en el libro de familia a su tercer hijo, y las exiguas ventas no daban para alimentar tantas bocas. Podemos imaginar a ese padre, un hombre emprendedor, dándole vueltas a la cabeza mientras conduce de pueblo en pueblo, buscando una salida para la economía familiar. Lo vemos llegar a casa por las noches y contarle sus ideas a su mujer, que lo escucha sin descansar del trajín que, con una casa y tres hijos pequeños, la mantiene ocupada desde que canta el primer gallo del pueblo.

La oportunidad llegó al fin a través de un primo segundo. Gracias a sus contactos en los Sindicatos de entonces, consiguieron una tienda de ultramarinos en un barrio de Madrid. Huyendo de la miseria que atenazaba las zonas rurales, abandonaron el pueblo, como tantos otros, buscando un futuro más prometedor en la gran ciudad.

El traslado a Madrid supuso además la separación familiar, pues no contaban con alojamiento en la capital. La hija mayor, de siete años, y el pequeño, con dos recién cumplidos, quedaron a cargo de familiares, separados también en pueblos diferentes. Durante esos primeros años, hasta que pudieron comprar un piso y juntar de nuevo a la familia, el matrimonio y el hijo mediano hicieron vida en la trastienda, con un infernillo para cocinar y un colchón que tendían en el suelo cada noche, antes de acostarse, junto a las sacas de bacalao y las legumbres.

―Cómo te podrás acordar de eso, con los años que hace y lo pequeño que eras. 

―No sé, lo mismo lo que recuerdo es lo que tú me has contado después. La memoria es muy traicionera.

―Dímelo a mí, que acabé olvidándolo todo y ahora vuelvo a recordarlo como si fuese ayer mismo. Lo que más pena nos dio fue que a tu hermana mayor y a ti tuvimos que dejaros en el pueblo. No sabes lo que lloraba cada vez que me acordaba de vosotros. Hay que ver, hasta que pudimos comprar aquel piso. Era pequeño, pero nos hizo mucha ilusión, después de todo lo que pasamos.

La tienda, situada en uno de los pocos locales comerciales de aquella parte del barrio, era el lugar de compra casi obligado para todas las familias de la zona; familias jóvenes, la mayoría emigrantes como ellos, que no paraban de traer hijos al mundo. Lo cierto es que, trabajando siete días a la semana, no solo salieron adelante, sino que las cosas empezaron a irles bastante bien. Compraron el local contiguo, una antigua lechería, y abrieron un pequeño autoservicio. Con el tiempo, el negocio les permitió mudarse a otro piso más grande, con habitaciones separadas para la hija y los dos hermanos varones.

―Yo, madre, de los tres pisos en los que vivimos en Madrid el que recuerdo con más cariño es el segundo, el de Manuel Usera.

―A mí me pasa lo mismo. Y es que entonces nos iban las cosas tan bien. Encima fue cuando nació tu hermana pequeña. Después de tantos años ―tú tenías ya diez― no lo esperábamos, pero qué ilusión nos hizo. Padre estaba como loco.

―Y que lo digas. Nunca se me olvidará que cuando nació ―el día de Nochebuena―, nos recogió a los tres hermanos en casa con el Renault-6, para llevarnos a la clínica. Estaba tan nervioso que en Legazpi le dio un golpe al de delante. El hombre se bajó hecho una fiera, pero cuando se enteró de dónde íbamos acabó ayudándonos a salir del atasco. Cuanto más lo recuerdo, más me parece una película de Toni Leblanc y Gracita Morales.

Pero, como ocurre tan a menudo, el Destino, ese protagonista con el que nadie cuenta y del que ningún narrador se hace responsable, quiso también formar parte de esta historia, y lo hizo, cómo no, alterando el rumbo de la misma.

Una mañana, mientras atendía el mostrador de los embutidos y las carnes, nuestro tendero empezó a sentir un dolor intenso en el estómago. Después de tres días sin que el dolor remitiera, la familia lo llevó al hospital, donde le diagnosticaron una apendicitis que, debido al tiempo que había pasado, se había convertido en peritonitis y había infectado todo el sistema sanguíneo.

Falleció, de forma absurda, con solo cincuenta y dos años, dejando a su mujer viuda con cuatro hijos, la pequeña con menos de cinco años.

―A tu padre lo quería mucho todo el mundo. En la tienda muchas veces le dejaban a deber, pero él se fiaba de todos. Acuérdate como se puso la iglesia cuando el funeral. No faltó nadie del barrio.

―Me impresiona mucho pensar que desde hace tiempo soy mayor que él. Vamos, que he cumplido más años de los que él llegó a tener.

―¿Qué tal las chicas? ―me pregunta, cerrando así un tema que solo sirve para entristecernos a los dos―. Anda que, desde que no las veo… qué mayores estarán.

―Están bien, madre. Se acuerdan mucho de ti. Sobre todo de cuando nos juntábamos en tu casa por Nochebuena.

―Qué bien lo pasábamos. Era un jaleo, pero me hacía tanta ilusión veros a todos juntos. A los chicos les dábamos de cenar antes, en la cocina, y mientras les poníais los regalos en el salón. Así luego nosotros cenábamos más tranquilos.

―Bueno, tranquilos lo que se dice tranquilos… Menudo jaleo montaban entre los ocho con tanto regalo.

―Pues mira ―ahora que dices lo de los regalos―, una de las cosas que más rabia me da de estar así, como sin estar, es que ya no puedo darles la propina ni comprarles regalos de Reyes. Bueno, que en realidad os daba a vosotros el dinero para que se los comprarais, porque como tenían de todo, no sabía que comprarles. Cuando yo era pequeña cualquier cosa nos hacía mucha más ilusión. No se me olvidará nunca un año que me regalaron unas zapatillas de zapatería ―siempre nos las hacía mi madre con trozos de caucho y cualquier tela que tuviera―. Me daba hasta miedo ponérmelas, por si las manchaba o algo.

―Un año te compramos un radio-cassette y te grabé una cinta con canciones de nuestra tierra. ¿Te acuerdas?

―Claro que me acuerdo. La que más me gustaba era la de San Antonio, el de los pájaros.

―A mí también. Milagros de San Antonio, creo que se llama. «♬…Venid, pajarcitos, dejad el sembrado que mi padre ha dicho que tenga cuidado…♬». Hasta han hecho una versión de discoteca, ¿qué te parece?

―No digas tonterías, como van a poner cosas de santos en las discotecas. Ni que estuviéramos todos locos. Hay que ver, tantos años juntándonos y al final, con lo de la enfermedad… Qué rabia me da recordarlo: cómo se me empezaron a olvidar las cosas, hasta vuestros nombres, que os confundía a unos con otros, y la impotencia que sentía al ver que cada vez estaba más torpe. Cada uno teníais ya vuestros hijos y vuestros propios problemas, así que buscasteis a una mujer para que viviera en casa conmigo. Hasta que llegó un momento en que ya ni ella podía hacerse cargo de mí y me tuvisteis que llevar a la residencia.

―Los días que iba a visitarte, me gustaba cantarte mientras te paseaba por los alrededores.  ♬… Me casó mi madre, me casó mi madre, chiquita y bonita… ♬. No sé, me daba la impresión de que al oír todas estas viejas canciones se te alegraba la cara ―aunque quizá fueran imaginaciones mías―”.

―A mí de pequeña me gustaba mucho cantar. Cantar y leer: siempre me hacían leer en misa y en el colegio. Ves tú, una de las cosas que tengo grabadas es no haber podido seguir estudiando, como mis hermanos. Y eso que don Isidoro fue a casa y todo, a hablar con el abuelo. “La Manuela es la más lista de todos”, le dijo. Pero ya sabes cómo era el abuelo. Además, la Concha se había ido de monja y alguna se tenía que quedar a ayudar a la abuela.

―Por eso siempre estabas encima de nosotros para que estudiáramos. Bueno, de mí sobre todo, que en el colegio sacaba siempre las mejores notas pero luego me despisté un poco.

―Un poco mucho, que no hacíamos carrera de ti. Con lo listo que eras, que estabas siempre el primero en el cuadro de honor del colegio. Todas las señoras en la tienda me lo decían: “Que suerte ha tenido usted con los chicos, señora Manuela, vaya notazas que sacan siempre. Yo le quitaba importancia, pero la verdad es que estábamos muy orgullosos de vosotros. Luego, ya con tu padre muerto y habiendo dejado la carrera, lo único que quería es que te hicieras funcionario y tuvieses algo seguro, como tus hermanos.

―Y al final te saliste con la tuya: con cincuenta años, pero aprobé unas oposiciones. Lo primero que pensé fue la ilusión que te iba a hacer cuando te lo dijese.

―Y tanto que me hizo. Me hubiese gustado ir a verte cuando ya trabajabas en el ayuntamiento: si cuando tenías el bar te saludaba todo el mundo, ahora ya serás más conocido que el cura de ese pueblo, por muy grande que sea.

―Hablando de pueblos, ¿has visto cómo se está quedando la casa de Villarruelos?

―Vaya, como que tu hermana ha conseguido que se vayan las avispas y todo ―lo dice con satisfacción, sin ocultar el orgullo de madre―. Le ha puesto calefacción y todo, para poder ir también en invierno. Ellos y vosotros, que seguro que os lo ha dicho; la verdad, la habré criticado muchas veces, pero siempre ha sido la más cariñosa de los cuatro. Ella y tu otra hermana. No es que tu hermano y tú no lo seáis, pero parece que os cueste demostrarlo ―en eso habéis salido a mí―.

Mi madre y yo solemos conversar muy a menudo, bastante más que antes de que falleciera, hace dos años y medio. De hecho, durante una parte demasiado larga de mi vida casi no hablamos, así que supongo que estamos recuperando el tiempo perdido.

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