Cartas boreales

Cartas boreales

Fernando Íscar

14/04/2021

Las rodillas me chirriaban cada vez que daba un paso. Los largos paseos que solía dar antaño se habían convertido en una misión casi imposible. La zona en la que me podía mover se había reducido notablemente. Era tan pobre el margen de actividad que sentía llevar la casa a cuestas en un caparazón. Todos los del barrio me conocían. Seguían mis paseos con la mirada, que al igual que mis movimientos, eran torpes pero tranquilos. Buenas tardes, Jesús, siempre le encuentro por aquí eh, el día que no le vea pensaré que se ha ido volando, decía Blanca la quiosquera. Ojalá pudiera volar pensaba. Todos los días le daba vueltas a esa idea. Desplegar las alas y desaparecer entre las nubes. Sin embargo, sabía que, con dos operaciones de menisco y varios clavos para completar la movilidad, esta hazaña era físicamente imposible. Lo que podía hacer era mudarme de ciudad. Esta idea brotó en mí como una flor en el desierto. Lo que empezó como una fantasía fue cobrando forma, y en vez de mudarme de ciudad pensé en cambiarme de país o continente. Todo esto me revitalizó como hacía mucho tiempo que algo no me animaba. Antes de que pudiera darme cuenta, ya había planeado el viaje minuciosamente. La casa estaba a treinta kilómetros del Círculo Polar Ártico, en una pequeña región del norte de Suecia. Era un pueblo muy poco habitado, por eso me había sido tan fácil encontrar una casa. Probablemente no fuese el lugar idílico para pasar los últimos días de una vida, pero era allí donde quería estar. Ya había sopesado los obstáculos a los que me tendría que enfrentar, y eran perfectamente asequibles. No tenía miedo respecto al idioma, no iba a ser la primera vez que visitaba un país con este hándicap. Con los gestos era capaz de comunicarme hasta con un habitante de una tribu del Amazonas. El gélido clima sería una estupenda excusa para pasar horas y horas delante de una chimenea bebiendo una taza de café caliente.

Mi cuerpo seguía envejeciendo, pero mi cabeza había rejuvenecido treinta años de repente. Solo quedaba ultimar los detalles para cerrar esta etapa de mi vida. Ya me había despedido de todos los vecinos. Habían recibido la noticia con asombro. No se terminaban de creer que yo, un anciano más del barrio, fuera a dar un giro tan radical en su vida. Podía saborear la envidia que les corría ante mi inminente fuga. Me paseaba triunfante delante de ellos. Presumía de mi futura condición de semi esquimal. Ya solo faltaban un par de semanas.

Puse en venta mi casa. Era un pequeño palacio situado en el centro de la ciudad. Nadie diría que fuera posible vivir en una casa tan grande en una zona tan céntrica. Por supuesto, tenía varias ofertas, y todas muy suculentas. Me daba igual quién fuera el comprador, solo quería venderla lo más pronto posible. Cerramos el acuerdo rápido, no quería perder el tiempo negociando un precio que a ambos nos parecía razonable. Desde la firma del contrato, tenía una semana de margen para recoger mis cosas y abandonar la casa. No necesitaba más. Quería irme ya.

No pretendía llevar mucho equipaje, al contrario, quería dejar todo el pasado atrás y empezar de cero, lejos de la que todavía era mi casa. Todo estaba organizado, ya solo quedaba recoger y despedirme de mi hogar. Fui recorriendo uno a uno todos los rincones, asegurándome de no dejar nada atrás que no quisiese. Ya no tenía las energías que solía tener, y había zonas de la casa que hacía ya varios años que no exploraba. Cuando tenía treinta años, vivir en un dúplex era un reclamo para cualquiera. Ahora, con setenta y cinco años, era una limitación que me había estado impidiendo visitar con frecuencia el piso de arriba. Subir y bajar las escaleras era una tarea que solo era capaz de realizar aquellos días que tenía tiempo y energía. La primera planta no tardé mucho en revisarla. Había vivido los últimos años casi encerrado entre esas paredes. No solía salir mucho del piso, a menos que tuviera que hacer algún recado. Una vez hube despachado la primera planta, subí lentamente la escalera hasta el segundo piso. La barandilla tenía polvo, nadie se había molestado en limpiarla. Tardé varios minutos en llegar hasta arriba ya que tuve que descansar varias veces durante el ascenso. Una vez allí, no recordaba dónde estaba el interruptor de la luz, por lo que toqueteé las paredes hasta encontrarlo. La última habitación del pasillo estaba abierta. Fue mi primer destino. Estaba llena de armarios. Del techo colgaba una bombilla sin lámpara, pero con varias telarañas a su alrededor. Empecé a abrir y cerrar todos los cajones. Había ropa, vajillas y varias cintas de vídeo. En el último, había una serie de sobres que no logré reconocer. Intenté hacer memoria, pero no fui capaz. Cogí la caja y la llevé hasta una de las mesas que había en el pasillo. Me senté en la silla con cierto alivio, no estaba acostumbrado a estar tanto rato de pie. Los sobres eran de diferentes colores y no tenían remitente. Abrí el primero para ver qué había dentro.

“Querido yo futuro. Tengo quince años y te escribo para recordarte lo importante que es que cuides de Julia. Es el amor de mi vida. Sé que nunca voy a querer a nadie igual. Ante todo, debes protegerla. Probablemente, cuando leas esto, estaréis casados y con algún niño alborotando por la casa. Sé que cuidarás de ella y no la dejarás escapar. Gracias por hacerme caso y disfruta de la vida”

Julia fue mi primer gran amor. Estuve con ella durante diez años. Era una chica preciosa con la que me entendía con la mirada. Fuimos capaces de aguantar juntos durante todo el instituto y la universidad. Sin embargo, cuando decidimos vivir juntos todo cambió. No conseguí adaptarme a la convivencia y empecé a distanciarme poco a poco. Ella no entendía qué me pasaba. Siempre estaba fuera y me mostraba frío y distante. Un día le tuve que admitir que la había estado engañando con otras personas. Tras una fuerte discusión, salió de la casa y abandonó mi vida para no volver a aparecer. Desde aquella relación, intenté rehacer mi vida, pero ninguna era como Julia. Tras leer el contenido de la carta, el papel se cayó al suelo y comencé a viajar por mis recuerdos con ella. Nuestra primera vez fue un desastre. Estábamos en la cama de sus padres y acabamos riéndonos el uno del otro por el ridículo de la experiencia. También recordé la primera vez que salimos del país juntos y cómo los franceses nos parecían seres de otro planeta. Sin embargo, Julia voló hace mucho tiempo y ahora solo quedaba yo.

“No recuerdo la última vez que te escribí, pero me ha parecido una buena idea volver hablar contigo. Acabo de empezar la carrera de derecho y ya tengo decidido qué voy a hacer después. Quiero convertirme en juez y luchar por una sociedad más justa. Me esforzaré con todas mis fuerzas y sacaré las oposiciones. Lo único que quiero es encerrar a aquellos que se lo merecen y ser recordado como una buena persona. Nos vemos en el juzgado dentro de unos años”

Acabé la carrera con unas notas bastante mediocres. Cuando me fui a vivir con Julia prometí que me esforzaría más y aprobaría el examen. Sin embargo, la presión me pudo y no fui capaz de mantener una rutina organizada. Acabé atrapado en un bucle. Me pasaba el día fuera, divirtiéndome con desconocidos. Me engañé a mí mismo pensado que podría compaginar ambos estilos de vida. Me presenté ocho veces al examen y lo único que hice fue empeorar el anterior resultado. Cuando Julia me dejó, abandoné la idea y acabé encerrado en una oficina como secretario de un bufete. Estuve trabajando durante treinta años, hasta que mis padres murieron y me dejaron la casa y una gran fortuna como herencia. Esto permitió que me jubilara y alejara de aquel fracaso.

Había diez cartas más, pero no quería seguir leyendo. Los papeles se habían caído al suelo y no tenía fuerzas para recogerlos. Los fantasmas de todo aquello que no había conseguido comenzaron a abalanzarse sobre mí. Buenos amigos con los que había perdido la amistad, una familia que jamás llegué a formar y miles de deseos más que se quedaron en el tintero. Aquella caja me había obligado a recordar una vida que tenía ya olvidada y enterrada. Había ahogado esas penas con la pesada monotonía. Sin embargo, todo había vuelto de golpe y en unos días iba a dejar la casa que me había servido de bastión contra mí mismo. No cambié mis planes. Continué con mi vida en completo silencio. Seguí haciendo los recados que debía y quedé con el comprador para entregarle las llaves. Cogí el avión rumbo a Estocolmo y llegué hasta el pueblo en cuestión usando un tren. El vendedor de la casa me recibió con los brazos abiertos y me hizo un pequeño tour de su pueblo, intentando resaltar el encanto que tenía a pesar de no tener mucho de que presumir. Lo más curioso fue que se le olvidó mencionar que era temporada de auroras boreales.

La casa era acogedora. El salón era espacioso y tenía una enorme chimenea para calentar toda la casa. Me instalé rápidamente y eché un vistazo por una de las ventanas de la cocina. Eran las cinco de la tarde y estaba todo oscuro. Solo un pequeño halo verde iluminaba las calles. Cogí la caja que me había traído de casa, una silla de madera y me fui a las afueras del pueblo. Me senté en una pequeña montaña de nieve y me quedé mirando aquellas alas verdosas que adornaban el cielo. Abrí la caja y cogí una de las cartas que aún no había leído.

“Tengo sesenta y cinco años y he pasado muchas dificultades. Miro a mi alrededor y no encuentro un lugar al que llamar hogar. Hoy he ido al médico y me ha diagnosticado un cáncer de garganta. No me ha tenido ni que consolar. Le ha sorprendido mi tranquila reacción. Después de todo, no tengo nadie a quién contárselo. Ahora estoy en casa y el silencio que reina parece eterno, y no creo que nadie vaya a romperlo. Quizás, en un futuro, solo podré comunicarme a través de cartas si sobrevivo a la enfermedad. Aunque el único miedo que tengo ahora es sobrevivirme.”

Terminé de leer esa carta, dejé el papel caer en la nieve y me quedé contemplando la aurora mientras abría la siguiente carta.

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