Don Rubén Gallarza

Don Rubén Gallarza

Había perdido la cuenta de los viejos camaradas que se habían ido. Aquellas tristes despedidas, con una voz que sonaba muy adentro, le susurraban, funeral tras funeral, que Átropos, aquel divino ser quien, según la mitología griega, cortaba con sus detestables tijeras el hilo de la vida cuando consideraba agotado el tiempo del elegido, estaba a punto de seccionar la hebra que sujetaba su propia existencia. En cualquier momento.

De todas formas, no podía quejarse. Pasados los noventa, aún se sentía razonablemente bien. Sí, usaba bastón desde hacía tiempo y los dolores se habían vuelto costumbre. Además, ahora se añadía el coñazo de llevar esa puñetera mascarilla que tanto lo fastidiaba. Sin embargo, teniendo en cuenta las vicisitudes acaecidas en su historia, estaba satisfecho.

Así que la llegada de la parca, aunque no era deseada, tampoco lo asustaba.

—¡Tú! ¡Eres tú! —Una vidriosa mirada, señalándole con el dedo, se interpuso en sus pensamientos— ¿Te acuerdas de mí?

Al instante, la memoria seleccionó los recuerdos adecuados y se maldijo por no padecer alguna de esas enfermedades que hacen del olvido su bandera.

Sí, sabía quién era. A pesar de que el anciano que le hablaba tenía la cara cubierta, como todos los presentes, reconoció en aquellos ojos uno de los fantasmas que, de vez en cuando, lo visitaban en la noche.

—Perdone… Creo que se equivoca de persona— titubeó sorprendido.

—No se preocupe —dijo el joven que sujetaba del brazo al pobre viejo—. A veces, la demencia senil le juega estas malas pasadas.

—¡Es él! —insistía el viejo, aferrado al hombro de su acompañante— ¡Él mató a mi hermano!

—Vamos abuelo, este señor no es quien dices— apuntó el mozo con cariño mientras se llevaba al pobre hombre.

—¡Qué sí!!Qué es él!

A pesar de que las persistentes voces de aquel desdichado se perdieron en la calle, todos los asistentes al sepelio lo miraban con fijeza.

Al verse en evidencia, se dirigió a la salida más próxima y aprovechó la confusión para quitarse de en medio. Despacito, que la movilidad del bastón no daba para más, llegó a una parada de taxis cercana y tomó el que le tocaba.

Durante el trayecto, la memoria releía los datos del pasado.

Eran los años cincuenta y la dictadura veía disidentes en todos lados. Fue entonces, con veintitantos, cuando ingresó en el Cuerpo. Procedía de la Academia Militar de Oficiales del Ejército y pronto consiguió situarse como uno de los más jóvenes inspectores de la época. Quería cambiar el mundo, destruir ese desorden conspirativo con el cual le habían lavado el cerebro a lo largo de su infancia.

Sin embargo, la realidad lo puso ante unos compañeros a quienes sólo movía el ansia de revancha.

—Caballero, hemos llegado —la voz del taxista interrumpió los malditos recuerdos.

Bajó del vehículo y regresó a la rutina.

Como solía hacer, antes de ir a casa, se detuvo en la panadería de siempre y compró un par de esos exóticos bollos que estaban tan de moda ahora. Le gustaban las rosquillas con curry. Si las hubiese pillado en sus tiempos…

Pero que se le va a hacer. A su generación le tocó una etapa dura, de vencedores, vencidos y hambre. Con irreconciliables revanchas pendientes, según el lado del tablero que le hubiese tocado a cada uno estar. Un periodo que aparentaba haber pasado página. Pero, en estos momentos, con las nuevas corrientes políticas, que reclamaban el ajuste de cuentas, estaban en boga otra vez.

Las puertas del ascensor, tras un tintineo de campanillas, se abrieron como por arte de magia.

—Buenas tardes, don Rubén.

—¡Hola Lucía! ¡Qué satisfacción verte! —exclamó abrazando la bolsa de panes calentitos sobre el pecho.

La simpática joven sonreía mientras la alegría resonaba en su voz.

—Lo veo cada día mejor —dijo ella, como si cantase la más bella de las melodías.

—Bueno, la procesión va por dentro.

La chica, con ese entusiasmo que lo engatusaba, se perdió en dirección a la calle. Le recordaba a ella.

Al entrar en el elevador volvió a agredirle el pasado.

La mente, traicionera, lo llevó al cuarto donde interrogaban a los detenidos.

Les apretaban las tuercas hasta que confesaban. Lo que fuera que querían que confesasen. Unas veces bastaba con amenazas. Otras, las peores, no. Entonces el recurso era la tortura. Y en esto — le pesaba como una losa— él se convirtió en un experto.

La campanada, que avisaba de la llegada a la planta seleccionada, lo rescató del desagradable recuerdo.

Por fin llegó a la vivienda y alivió su respiración cuando se quitó la jodida mascarilla.

Mientras se preparaba un bocadillo, con una de las rosquillas de curry y una latita de atún, sonó el teléfono.

—Gallarza —aquella voz del pasado le heló el alma—. Rubén Gallarza. Venga, hombre. Que sé que me estás escuchando.

No podía ser. La mano, aferrada al auricular, temblaba. Y el sudor frío que corría por su frente le secó la boca. El corazón, golpeando con violencia el tórax, parecía querer salir al exterior.

—¡Vamos Rubén! Que me estás tocando las pelotas. Dime algo. ¡Joder!

Los pensamientos, incitados por el indeseable interlocutor, regresaron a la maldita noche en la que cruzó la tenebrosa línea que lo llevó a las tinieblas.

—Estás muerto comisario. Asistí a tu entierro —balbuceó con voz temblorosa.

—¿Y tú? ¿Piensas que estás vivo? Mírate.

Fue entonces cuando se vio a sí mismo.

Tirado en el suelo, su propio cuerpo, inerte, derramaba una inquietante espumilla que le resbalaba por las comisuras de los labios. La rosquilla de curry, todavía sujeta por las envejecidas manos, esparcía el atún por el piso.

Y volvieron los nocivos recuerdos.

—Vamos Rubén, este es tuyo. Te vas a estrenar—. El entonces jefe del grupo, Hipólito Melgar, el difunto comisario, mostrando el diente de oro que brillaba cada vez que sonreía, le ofreció una pistola—. No te preocupes. Nadie te podrá relacionar con esto.

Dudó. De hecho, puso en tela de juicio la verdad que le habían contado. Pero su fe en el Movimiento pudo más.

Si hubiese sabido lo que sabía ahora…

Aquel desdichado, de rodillas ante una zanja cavada por él mismo, pedía clemencia. Se declaraba inocente de un delito que había que endilgarle a alguien. Daba igual a quien. La cosa era lanzar un aviso para aquellos que intentaban revivir la derrotada ideología de los otros. Rubén, como los demás, estaba al tanto del asunto. Aun así, disparó.

En el velatorio, paseándose entre los asistentes, escuchaba las conversaciones y los chistes que se contaban en los grupitos que se formaban, como en todos los entierros. Aunque este era el suyo.

“Es curioso lo que dicen de ti cuando has muerto”. Pensó.

Los presentes hablaban de esas aseadas anécdotas que lo pintaban como un ser especial, distinto a los demás.

Referían, como si de una leyenda se tratase, esas épicas intrigas en las que fue uno de los principales partícipes contra la lucha antiterrorista. Muchos decían que le tenían que haber concedido más medallas. Otros manifestaban su agradecimiento por que siempre estaba dispuesto a echar un capote a todo aquel que le pedía ayuda. Y no faltó el típico “siempre se van los mejores”.

Patrañas.

Entre una cosa y otra, llegó la hora de la misa de difuntos.

Allí estaba su hijo. No lo había visto hasta ese momento. Vestido con un traje oscuro, como mandan los cánones, estaba en primera fila, frente al ataúd que contenía sus restos. Lo veía triste.

Y más atrás, ella. Lucía, la simpática vecinita, lloraba. Eso lo reconfortó. Desde el primer momento en que la vio le recordó aquel amor de antaño, el único verdadero amor que había conocido y que no estaba presente.

El resto de la concurrencia, con toda sinceridad, le importaba un bledo.

—Bueno, Gallarza —el comisario, a su lado, hablaba como si la cosa no fuera con él—. Parece que no hiciste las cosas tan mal, ¿no?

—Tú qué sabrás, hijo de puta.

Le salió del alma.

—No seas estúpido. Si no es por mí…

—Hubiera sido por otro —lo cortó—. Aquella época estaba llena de cabrones como tú y de tontos como yo. —Un nudo le apretó el habla—. Me dejé arrastrar. Y eso no me lo perdono. Hicimos mucho daño.

—¡Vaya por Dios! Resulta que ahora tienes remordimientos. Pues de poco te van a servir los arrepentimientos. Que son unos cuantos.

El sacerdote, con los brazos en cruz, pedía a Dios clemencia por el alma del fallecido.

—Muchas misas te van a hacer falta, Rubén —. El diente de oro volvió a brillar.

Aquella tétrica sonrisa que caracterizaba al comisario, y que tantas veces había sufrido en el pasado, le tocaba los cojones.

—Qué quieres que te diga, Hipólito —por primera vez lo llamó por el nombre de pila—. A tu entierro no asistieron tus hijos. Por algo sería.

Gallarza había sido testigo, muchas veces, de la mano larga que usaba aquel cerdo en su entorno familiar, contra su mujer y contra su propia prole. La providencia le había brindado el momento propicio para recordárselo y no lo desaprovechó.

En un santiamén, la risita se borró de la faz del comisario y una mirada de odio sustituyó el sarcasmo que enarbolaba aquel gilipollas. Le había dado donde duele.

Ahora la risa la dibujaba él. En su rostro.

Por fin, el cura, diciendo lo de “la paz sea con vosotros, podéis ir en paz” dio por acabada la ceremonia.

Sin saber por qué, se sintió mejor. “Igual lo de las oraciones funcionaba”. Se dijo.

La iglesia, poco a poco, se fue quedando vacía.

Su hijo y Lucía se acercaron a coger unas flores de las que adornaban el féretro. De recuerdo quizás.

Al fondo, junto a la puerta del templo, un grupo de personas, a quienes no recordaba, continuaban allí. Observaban atentamente la escena. Con descaro.

—Bueno, guaperas. Ahora viene lo mejor. —La mano del comisario se posó sobre su hombro—. Vamos, quiero enseñarte una cosilla que te va a entusiasmar.

—Espera —espetó Rubén, desbaratando la siniestra sonrisa de su antiguo jefe—. Quiero ver esto.

Lucía y su hijo, coincidieron al cortar las flores que adornaban el ataúd. Hasta entonces no se conocían. Sin embargo, presintió que algo mágico iba a pasar allí. Y, zafándose de la garra del puto Hipólito, se acercó a la pareja.

—Eres el hijo de don Rubén, ¿no?

—Sí, lo soy. Y tú ¿quién eres?

—Me llamo Lucía. Siento mucho lo de tu padre. Era un buen hombre.

—¡Ah! ¡Sí! La vecina del quinto. Me habló de ti. Decía que te parecías a su primera mujer. Por lo visto, murió pronto. La pobre.

—¡Vaya! —exclamó la chica sorprendida—. Nunca me dijo nada de eso. Pero sí me contó muchas cosas de tu vida. Estaba muy orgulloso de ti. Lo que no imaginaba es que fueses tan joven.

—Bueno, nací cuando mi padre tenía sesenta y tantos. Mi madre andaba por los cincuenta. No me esperaban, pero llegué.

Mientras charlaban, caminaron hacía la salida. Al cerrarse la puerta, a pesar de que a su lado estaba el comisario y, frente a él, permanecían aquellos intrusos, se sintió solo.

—¿Y estos quiénes son? —preguntó Gallarza.

—Tus víctimas, Rubén. —El diente de oro alumbró toda la iglesia—. ¿No las recuerdas? Pues ellos a ti sí. Y quieren venganza.

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