El viento ha cesado de soplar. Su silbido me recordaba el chillido de un ave rapaz. «Ave de mal agüero, a mi vera no la quiero», diría mi abuela Matilde. ¡Me gustaba tanto la abuela…! Sacó adelante a nueve hijos y conoció a sus veinticinco nietos, a seis de los cuales nos atendió durante la infancia. Casi toda su vida trascurrió en la cocina entre el fregadero y los fogones, y allí murió, sentada en su sillón de haya. Dicen que parecía dormida, que un gesto de placidez colmaba su rostro. Aún guardo la imagen viva de aquella cara pecosa y fruncida que siempre sonreía. «Solo pido a Dios poco mal y buena muerte», era otro de sus recurrentes dichos…, y sus deseos se cumplieron.
Un enérgico trueno arremete contra el asfalto de la ciudad y retumba en mi alma disolviendo los balsámicos recuerdos de la niñez. Miro hacia el cielo; se esconde bajo grandes nubarrones que empiezan a descargar un torrente de agua sobre mi ventana. Me quedo hipnotizada contemplando las figuras que se forman al chocar y resbalar las gotas por los cristales, como cuando era pequeña, pensando, pensando…
«‒Catalina, ¡siempre estás con la mente en Babia! ¿En qué piensas ahora?
‒Escucho el sonido del viento, doña Teófila. Suena asustado, lastimero. Quiere decirnos algo, pero no lo entiendo…
‒¡Hay que ver qué cuentista eres! Tú lo que quieres es engatusarnos para no hacer las divisiones por dos cifras. Pues te vas a hartar de ellas, vas a hacer diez más en casa.
‒Pero, doña Teófila, ¡hoy va a parir la Canela, no podré hacerlas…!
‒¿Por qué?, ¿tienes que sostenerle la cola?».
Un coro de punzantes risitas se clava en mi alma. La turbación me tiñe de encarnado la piel. Agarro el pizarrín con decisión, copio las cuatro cuentas del encerado y las resuelvo antes de que las demás terminen la primera. Enseño a la maestra mi pizarra embadurnada de tiza y lágrimas. Observo sorpresa en su cara. No hace comentarios y, por supuesto, no me destaca. Borra las cuentas y escribe otras cuatro. Arranco de sus manos la pizarra con rabia. Se impone el silencio en el aula…
La tormenta ha cesado. Las calles vacías y silenciosas inquietan el ánimo. Los recuerdos de la guerra civil han comenzado a despertar en mi mente. ¡No quiero que aparezcan! Me desazona la evocación del cuerpo muerto de mi padre abandonado detrás del muro norte del cementerio, yaciendo sobre la hierba ensangrentada como si fuera un títere olvidado tras acabar su última función…
Una tos fuerte y persistente me devuelve a la realidad. Abandono mi habitación arrastrando con destreza la silla de ruedas. Me desplazo desde la ventana que asoma a la calle hasta la otra ventana que me conecta con el mundo exterior: un televisor de cincuenta y cinco pulgadas ‒regalo de mis hijos en Navidad.
Los primeros días me sentía incómoda compartiendo espacio con las enormes imágenes que invadían el salón. Tres meses más tarde, su compañía me reconforta. Aprieto con ilusión el botón rojo del mando a distancia; es la llave mágica que abre las puertas a un atrevido mundo digital que se infiltra en mi vida.
«Katy Perry y Orlando Bloom posponen su boda debido a la pandemia del coronavirus…», están anunciando en el programa televisivo previo al telediario. Serán artistas, pienso. ¡Qué mayores se casan! En mis tiempos asumíamos responsabilidades siendo muy jóvenes. Tal día como hoy, un 21 de marzo de 1951, contraje matrimonio, justo el día de mi cumpleaños. Doroteo, mi novio, tenía unos meses más. Cuando salí por la puerta, adornada con ramas y flores, fui consciente de que estaba abandonando mi casa para siempre. De pronto, sentí un punzante vértigo que me hizo dudar. Doroteo era un buen hombre, honrado y trabajador, que me amaba, como yo a él, por eso seguí adelante a pesar de mi titubeo, y asumí que desde ese momento guiaría las riendas de mi destino.
Volví a sentir la misma presión vertiginosa al convertirme en madre por primera vez. Tuvimos cuatro hijos en un periodo de ocho años. Elvira, la mayor, nació el día de nuestro primer aniversario de boda, un día especial, sin duda, siempre cargado de sorpresas. En 1954 nació Pedro; tres años más tarde Juan, y en 1960, la pequeña Amelia, que salió aventurera, quizá porque vino al mundo nada más trasladarnos a Valladolid. A mí me hubiera gustado que naciese en el pueblo, como todos los demás, pero es la vida quien dispone. Parece que fue ayer cuando migramos del pueblo a la gran ciudad. ¡Qué tragedia! Nos sentíamos tan pequeños en un lugar inmenso, estábamos tan temerosos rodeados de gente extraña, distante… Mis recuerdos se truncan, la tos ronca vuelve a atacar; llevo tres días así, pero ahora la presión en el pecho empieza a hacerse insoportable.
Escucho la melodía que da entrada al telediario y redirijo mi atención hacia la ventana digital. «Tras una semana de confinamiento, los datos sobre contagios no son muy satisfactorios: continúa aumentando el número de afectados y fallecidos. Las personas mayores tienen un elevado riesgo…». El presentador sigue hablando, pero ya no le escucho, solo hago caso al señor de los expresivos ojos azules y pobladas cejas que cada día aporta datos y recomendaciones referentes a esta inesperada pesadilla. Cuando aparece me pongo contenta. Dicen que ha trabajado en África ‒como mi hija pequeña‒. Quizá por esa razón le considero un miembro de la familia. En realidad, es lo más cercano al trato humano que he tenido durante toda la semana que llevo encerrada en casa.
Recuerdo cuánto lloré cuando Amelia me comunicó su decisión de incorporarse a Médicos sin Fronteras. Ahora me siento muy orgullosa de ella, pero en esa época, hace unos cuarenta años, yo estaba muy sensible: acababa de enviudar. Pocos días atrás Juan había recibido un comunicado de su empresa anunciándole el traslado a Barcelona, y mis dos hijos mayores se habían establecido definitivamente en Madrid. Presentí que mi existencia había empezado a retornar.
«Buenas noches…». La voz rota del médico atrae toda mi atención. Bajo su imagen aparece un rótulo. Me pongo las gafas y leo: «Fernando Simón. Director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias de la Secretaria General de Sanidad, Dirección General de Salud Pública, Calidad e Innovación». ¡Madre mía! ¿A quién se le habrá ocurrido semejante título? Yo le voy a tutear: Fernando. «Este virus lo paramos unidos», se puede leer en un cartel situado detrás de él. Será el lema de la campaña, pienso… A los ciudadanos españoles no se nos puede unir ni con pegamento. ¡Qué políticos tan ingenuos! Mejor me quito las gafas.
«Esta es la situación en España a fecha de hoy: se han registrado 24.926 casos, 1.326 fallecidos y 2.125 curados. Las comunidades autónomas con una mayor incidencia acumulada en los últimos catorce días son: La Rioja, Madrid, Navarra y País Vasco. Los hospitalizados en UCI…».
Un nuevo acceso de tos me impide escuchar las palabras de Fernando. Esto no va a ser un catarro como pensé en un principio, quizá sea el extraño virus. No sé cómo me habré podido contagiar. Rosa, mi cuidadora nocturna, se ha infectado, pero ella no me lo ha trasmitido porque lleva una semana en cuarentena. Tampoco pudo ser el repartidor del supermercado; el hombre venía tan protegido que parecía un astronauta. Don Ramiro, el párroco, no dejó de estornudar el último domingo que pude ir a misa, pero estaba a mucha distancia y llevaba mascarilla. En realidad, cualquiera puede estar contagiado y cualquiera lo puede trasmitir. El caso es que me encuentro inmersa en una extraña circunstancia que ha derivado en el aislamiento total de mi persona. Ningún hijo ni nieto puede venir a cuidarme porque deben atender sus trabajos y, sobre todo, evitar el riesgo de contagiarme; Rosa está luchando contra la enfermedad; el centro de día donde paso las mañanas atendida y entretenida está cerrado; todas las actividades del centro cívico han sido canceladas y, lo más increíble, el centro de salud solo atiende por teléfono…
Mis hijos han decidido internarme en una residencia asistida de forma temporal, hasta que acabe la epidemia. No quiero ir, pero tampoco sé negarme. Rechazo la idea de pasar los últimos días de mi vida interna y rodeada de extraños, acumulando soledades en un entorno totalmente ajeno a mi existencia. ¡No! Prefiero quedarme en mi hogar, el lugar donde han crecido mis hijos y aprendido a soñar mis nietos, donde juntos hemos ido tejiendo ilusiones y superando problemas. Pero no les he dicho nada de esto, solo lo he pensado. Mañana, cuando vengan a recogerme dos auxiliares de una cercana residencia, los seguiré como un potrillo manso. Tampoco he contado a mis hijos lo de la tos…
En este momento añoro mi niñez y la vida comunitaria que hacíamos en el pueblo. Allí nadie se quedaba solo ni desatendido, porque la familia y los vecinos, que a fin de cuentas se podían considerar familiares, desarrollaban de forma natural acciones de cuidado y atención a niños, enfermos, abuelos, etc.
¿Pero qué tipo de sociedad estamos construyendo? Temo más por el futuro de mis nietos que por el fin de mis días; es más, durante esta semana, en que los astros se han confabulado para que permanezca sola en casa, he meditado mucho. Agradezco mi vida y estoy en paz conmigo misma, no sería mal momento para abandonar mi puesto en este mundo. Voy a despedirme de Fernando, por si acaso…
‒Adiós. Es posible que mañana este espacio esté vacío. Puede que pase a ser una cifra de las que informas cada día. Ha sido un placer conocerte. Espero que vuestros cuidados protejan a mis seres queridos y que la gente aprenda a respetar la naturaleza, que es nuestra ama de cría. Me iré de este mundo, pero no muero sola, me acompañan los recuerdos. Cada rincón de esta casa está impregnado de amor y emociones familiares que llevaré conmigo…
Oigo girar una llave en el bombín de mi puerta. Me estremezco.
‒¡Mamá!
‒¡Aquí, en el salón!
Amelia y Shaira, su hija, vienen corriendo a darme un abrazo y muchos besos.
‒¡Feliz cumpleaños!
‒¡No sabía que fuerais a venir!
‒Queríamos darte una sorpresa. Llevamos dos días en el aeropuerto de Madrid esperando la autorización para coger el tren hacia Valladolid ‒explica mi hija.
‒Abuela, ¿con quién estabas hablando cuando hemos llegado?
‒Con un nuevo amigo, se llama Fernando ‒señalo hacia la tele‒. Menos mal que habéis venido. Fernando sabe escuchar, pero no puede arrastrar mi silla de ruedas ‒les digo con ironía.
‒Ahora todo irá bien, tienes tu propia médica en casa. ¿Dónde quieres que te lleve?
‒A mi ventana.
Amelia y Shaira me colocan frente a la ventana de mi habitación y se van a deshacer las maletas.
De nuevo noto la fuerte presión en el pecho, pero, ahora que mi hija y mi nieta han volado desde Senegal para quedarse conmigo, no me angustia. ¡Qué alegría! Me encuentro totalmente preparada para escuchar por última vez el chillido del viento y atravesar las nubes que hoy ocultan el cielo. Espero que cuando regresen a la habitación, el gesto de mi cara muestre la felicidad que siento.
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