LA CASA VACÍA

Llamé al timbre varías veces, pero mi madre no acudía a la puerta. Estaba seguro de que no había salido, porque el sonido del televisor llegaba hasta el rellano de la escalera. La espera se me estaba haciendo eterna, me angustié, igual que cuando se alejaba nadando en el mar y yo dejaba de ver su gorro de colores sentado en la orilla. «Tarda mucho», pensé. Y comencé a golpear la puerta con cierta urgencia.

Cuando la lente de la mirilla se oscureció respiré tranquilo. El ruido metálico del pasador del cerrojo me llevó de regreso a la playa, la vi caminando por el agua, quitándose el gorro de colores y agitando la mano para saludarme a lo lejos. A continuación, chirrió el segundo cerrojo, después la cadena de seguridad.

Me abrió con la misma naturalidad que cuando se me habían olvidado las llaves, como si hubiese salido hacía diez o quince minutos. Nos dimos un beso con un leve abrazo. Desde que murió mi padre me parecía que abarcaba a menos madre en cada visita, me daba miedo apretarla porque algún día podría desaparecer entre mis brazos como la paloma de un mago. Aunque ella se conservaba muy viva.

─¿Cómo tienes el volumen de la televisión tan alto?─ pregunté.

─Es que sino no la oigo.

Me dio una respuesta sencilla a una pregunta tonta.

Nos sentamos en el salón, mamá en su sillón y yo en un extremo del sofá más cercano a ella. Le colgaban los pies, solo las puntas de las zapatillas de cuero azul con sus borlones rosas rozaban el suelo. Tenía los pies menudos, sujetos a unos tobillos delgados, de una piel blanca y tersa, que perfilaba los huesos de la pantorrilla. Bajé el volumen de la televisión con el mando a distancia y ella se recompuso la rebeca blanca que llevaba sobre un vestido azul. Seguía pintándose los labios para estar en casa.

Aquel día el sofá me pareció más grande, como si se hubiese ido alargando con cada ausencia, con la de Laura, la de Javier, la de mi padre, la mía. Aquel sofá en el que los tres hermanos intercambiamos codazos y cosquillas para ganar espacio en la estrechura, mientras teníamos como excusa la película del sábado por la tarde. La casa tenía los mismos muebles de siempre, la mesa alargada con seis sillas, los dos sillones y el sofá, los cuadros, y el plafón del techo con vidrios colgantes que parecían diamantes. Estaba igual que cuando me marché, pero yo la percibía quieta, con los muebles anclados al suelo, ordenada, congelada.

─Por un momento pensé que habrías ido a jugar a las cartas.

─Si claro, y me voy con la televisión encendida, como si fuera falta.

─Yo que sé.

─Además hoy no iba a ir. Estoy cansada. Está mañana me fui hasta Jesús de Medinaceli.

─Pues es una buena caminata… ¿qué le has pedido?─ pregunté con sorna.

─Que seas menos tonto…siempre estás con la misma guasa. En esta casa no has visto nada de eso, no sé de dónde te viene esa tontería.

─Igual fue de cuando me caí del árbol.

─No creo, si ya eras tonto antes─ contestó en un tono castizo y me sonrió.

Entramos en un tiempo de silencio, un silencio que no nos incomodaba, de confianza, de dos personas que ya no tienen que esforzarse en sorprender. Se quedó con la mirada fija en el televisor y yo, mientras, recorrí las fotografías que abarrotaban las paredes y los estantes de los muebles del salón. Los años eran una neblina que se había ido posando sobre los recuerdos, y la que fue mi casa la sentía cada vez más ajena, era la visita a un museo, como si ya fuese cosa de otro. Las fotos de las bodas, de los cumpleaños, de las vacaciones con la familia, de las comuniones, parecían que estuviesen en el escaparate de un fotógrafo de barrio, en el que te paras en la acera, delante del cristal, por la curiosidad de encontrar alguna cara conocida. El museo de una vida, en que mi madre era la funcionaria que desde de su sillón se ocupaba de la vigilancia.

─Seguro que no te acuerdas de los nombres de algunos de los que están en estas fotografías─ le dije señalando el aparador.

─¡Mamarracho!─gritó mi madre con los ojos fijos en la televisión.

─¿Qué pasa?─ Me sorprendió la respuesta.

─No es a ti… es el tipo ese…es que no le soporto, como puede salir con ese pendiente, un diputado con un pendiente─ dijo mi madre señalando a la televisión.

─Pero, ahora hablas con la televisión.

─¿Te parece mal?

─Hombre, no sé.

─¿Te vas a quedar aquí conmigo todos los días para darme conversación?

─Qué más da, total para el caso que me haces.

─Anda… dame el mando ─cogió el mando del brazo del sofá y cambió de canal─. ¿Quieres un café?

Iba a levantarse del sillón y la sujeté por el brazo, le dije que prefería agua fresca. Ya no me gustaba su café, el café de casa, el de los desayunos, el de la merienda con las magdalenas y el de las sobremesas de cuando los hermanos ya fuimos más mayores.

La cocina estaba en penumbra, la luz de la tarde entraba con dificultad a través del cristal esmerilado de la estrecha ventana. Cogí el vaso solitario que esperaba en el escurridor de la encimera. Abrí el frigorífico y recibí un fogonazo de luz. En un cuento fantástico, el protagonista hubiese pensado que había descubierto detrás de aquella puerta un paso a otra dimensión, una entrada a otro mundo. En el lateral, la botella del agua me esperaba al lado de un tetrabrik de leche. En el estante más frío había un plato con cuatro salmonetes protegido por un plástico transparente y dos yogures de sabor a limón. Abajo, en el cajón de la verdura, dos kiwis y un calabacín. Había demasiada luz, que, en otros momentos, cuando todos comíamos en casa, cuando la comida se amontonaba, aquella potente luz se perdía entre las viandas, en las cenas de Nochebuena, en que la lombarda y la escarola tenían que dormir al fresco en la ventana por falta de espacio, en los cumpleaños, en las Nocheviejas cuando la bandeja de langostinos topaba con la puerta.

Quise asomarme al patio, para ver que aspecto tenía, para comprobar que sus dimensiones eran las mismas que recordaban mis ojos de niño. Al abrir la ventana encontré en el alfeizar un cenicero con dos colillas con marcas de carmín. Mi madre había vuelto a fumar.

Aquello era un indicio de una doble vida. Nunca me había planteado si una madre podía tener secretos, un adulto cualquiera por supuesto…pero una madre. Porque los secretos si eran innatos en nosotros, en Laura, Javier y yo. El dinero que Javier ganaba al póker, las chinas de hachís de mi hermana Laura, mi caja de condones. De pronto imaginé a mi madre como una mujer, una mujer que podría haber tenido novios, que besó a hombres que no fueron mi padre, incluso que pudo deshacerse de un embarazo no deseado en algún cuarto oscuro de una buhardilla. Y por qué no tener algún amante, que visitaba cuando nosotros estábamos en el colegio, y que con el que estuvo a punto de irse a Francia. O que llevara muchos años tomando vodka a escondidas. Igual mi imaginación se desbordó, como siempre, pero a través de esos cigarros y el carmín de sus labios puede que se hiciera evidente la parte de mujer que tenía mi madre.

Mientras llenaba de agua el vaso sonó el teléfono. Me quedé quieto en la cocina intentando escuchar la conversación. Ella susurraba al auricular, yo no llegaba a entender lo que decía, únicamente, antes de colgar dijo: «hoy no puedo…que está mi hijo…mañana te llamo».

Entré en el salón y pregunté: «¿Quién era?». Y ella me contestó sin darle importancia: «Una amiga». Cambió de nuevo de canal y yo me senté en el sofá.

─Mamá, que si tenía que venir tu amiga, que venga, que yo me voy a marchar en un rato─ dije.

─Para una vez que vienes, no te voy a echar.

─No digas eso, que siempre que puedo vengo a verte.

─Es broma…que yo no te digo nada, que es normal, vosotros ya tenéis vuestra vida

─Laura y Javier también vienen.

─De Javier no digo nada, pero tu hermana hace más de dos meses que está desaparecida.

─Ya sabes cómo es, yo tampoco la veo.

Volvimos a retomar el silencio, yo observaba a mi madre y ella a la televisión. Y me daba la sensación de que la televisión era su excusa para no mirarme a los ojos, como si quisiera que no leyera algo en su mirada.

─Y esa amiga, la que te ha llamado, ¿la conozco?─ le dije.

─No, no la conoces. No es del barrio.

─¿Y dónde la has conocido?

─Y a ti que más te da.

─No sé, igual sería bueno que nos dieras su teléfono por si algún día pasa algo…por si no te podemos localizar.

─Un teléfono de teleasistencia…lo que faltaba.

─No te pongas así. Es solo por prudencia.

─Me sé cuidar sola.

─Si ya lo sé. Ya lo he visto.

─¿Qué has visto?

─Que has vuelto a fumar, que he descubierto el cenicero en la ventana.

Guardó un breve silencio, apagó el televisor con el mando a distancia, y me miró con una cara muy seria para decirme:

─Ahora te dedicas a husmear por la casa. ¿Has revisados los cajones de mi habitación?

─No te pongas dramática que solo he abierto la ventana de la cocina para ver cómo estaba el patio.

─Y te has encontrado con el cenicero, que yo lo dejo ahí para que la casa no huela a tabaco.

─Sabes que te perjudica.

─Siempre has sido un poco ingenuo. Haberte callado, cuanto más fume antes heredareis.

─No digas eso. Yo no quiero que te mueras.

─Ya lo sé. Pero ¿porque todos estáis tan seguros de lo que más me conviene? Os sentáis en el sofá y en cinco minutos lo tenéis todo claro…bastante tuve con tu padre.

─Os fue siempre bien.

─Siempre que fuera siguiendo las huellas que dejaban los zapatos de tu padre en el camino.

─Así eran los tiempos, yo no tengo la culpa.

─Eduardo…

Ahora vive en Alicante, en la Playa de San Juan. Por las tardes se sienta en la terraza a mirar el mar. Toma el sol para tener las piernas morenas y a las siete se echa su cigarro. Por las mañanas pasea por la playa con Carmen, ya no se atreve a nadar hacía lo hondo. Con Carmen comparte apartamento, y es la desconocida que aquella tarde la llamó por teléfono. Vendimos la casa de Madrid y el dinero nos lo repartimos entre los cuatro, así lo quiso mi madre. Dejó en mi trastero una caja con todas las fotografías y solo se llevó una en la que estamos los cinco, que la colocó en el centro de una balda de salón, en un portarretratos de alpaca, y que recuerdo perfectamente que la tomó el guía que nos acompañó en una visita al Monasterio del Escorial.

Mi madre se dio cuenta de que la casa que habían llenado con mucho esfuerzo y durante muchos años se había quedado vacía. Y los planes los tenía perfectamente pensados, quizá si no la hubiese enfadado con lo del cenicero me los hubiese contado. Semanas más tarde nos reunió a los tres hermanos, que no fue fácil y lo anunció.

Aquella tarde en la que me comporté como un cretino, cuando mi madre me besó para despedirme en la puerta, me dijo: «Siempre supe donde guardabas los preservativos». Y con lo que pasó después, creo que fue un aviso.

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