Historia de amor, guerra y milagros

Historia de amor, guerra y milagros

Mapy Álvarez

16/04/2021

¡Qué triste sería el mundo si no existieran los abuelos! Yo a la mía la quiero un montón porque nos consiente, en secreto nos da cosas que mis papás no nos dan y puede estar mucho tiempo contándonos historias interesantes.

¡Siempre quiero que sea domingo para visitarla!

Desde que mis primos y yo descubrimos las aventuras de su niñez, el domingo se convirtió en mi día favorito. Es que parecen sacadas de una película, tanto, que ella dice que está viva de milagro y asegura que todo lo que nos cuenta es cierto. Yo le creo porque nació en España y vivió dos guerras, primero la civil y después, en Francia, la Segunda Guerra Mundial.

Es muy mayor pero cuando habla de su juventud, de la guerra y de cómo se salvaron de morir se entusiasma tanto que se transforma, habla rápido y parece más joven. Ella siempre se sienta en el mismo sillón, nadie se lo puede ganar. Nosotros nos sentamos en el piso a su alrededor. Mientras, los papás platican de sus cosas porque ya conocen la historia.

Lo que ya sabemos es que siempre ha amado a los animales, que de niña los tuvo de casi todas las especies: ratoncitos blancos, gusanos de seda, perritos como Floxi, el gato Ciuti y hasta un loro muy divertido y parlanchín que imitaba cualquier voz y hacía rabiar a las vendedoras callejeras que buscaban desesperadas a la persona que les gritaba cosas como: ¡Sardinera! ¿A como la sardina?

Cuánto nos hace reír con esas historias, hasta que se pone seria y nos habla de la guerra que empezó cuando tenía 13 años. Era verano, estaba vacacionando con una familia amiga y una noche, la voz de su papá la despertó. Iba por ella para regresar a casa porque en el país habían empezado levantamientos rebeldes y no se sabía bien lo que podría ocurrir. Ella no entendía mucho, pero recuerda haber oído en la radio que la Guardia Civil sofocaba disturbios en Madrid y Barcelona y que otras ciudades eran tomadas por los rebeldes. Dice que supo que la situación era grave al ver la cara de su padre cuando dijeron que Franco había obtenido ayuda de Alemania e Italia y que Rusia ofrecía apoyo a la República.

Así fue como un día, su vida, que parecía luminosa y agradable se oscureció truncando muchos de sus sueños. Pero entonces estaba muy lejos de imaginar la forma en la que, lo que sucedía, marcaría y cambiaría el derrotero de su existencia para siempre.

Una tarde, nos habló del día que oyeron por primera vez el sonido de la sirena avisando que los aviones enemigos se acercaban a la ciudad y que deberían trasladarse rápidamente al refugio que les habían asignado. Pensaron que sería fácil llegar porque estaba muy cerca, pero no lo fue. Ese día, por primera vez, se enfrentaron a la desesperación y la impotencia pues su madre estaba tan nerviosa que se quedó paralizada en medio de la calle. Ella y su hermano tuvieron que tirar y tirar de ella e incluso intentaron cargarla, sin lograr moverla hasta que los ayudaron unos amigos al ver que ni hablaba ni se movía.

Nos reímos mucho, yo los imaginaba dando vueltas alrededor de su mamá tratando de cargarla o moverla del piso. Pero ella se quedó pensativa y nos dijo que ese sonido no lo había podido olvidar jamás porque significaba muerte, destrucción y caos.

‒Abuelita, ¿te dan mucho miedo las sirenas? ‒le pregunté cuando vi su cara apesadumbrada.

Me dijo que ya no y cambió el tema. Siempre lo hace, nos platica cosas feas de la guerra y luego cosas chistosas. Creo que no quiere afligirnos.

‒No les he dicho que durante la guerra nos fuimos unos días a vivir a una quinta porque era más seguro que estar en la ciudad y ahí también tuve mis animalitos y mi granja en un rincón del jardín. Tenía un borreguito blanco como la nieve y una buena cantidad de gallinas y pollitos, claro, además de todos los que me llevé de Santander.

‒Y ahí no había guerra? ‒preguntó mi prima.

‒Eso creímos, pero resultó que la guerra llegaba a todas partes. ¡Uy, tengo que contarles lo que pasó con mi vestido nuevo! ‒dijo con una sonrisa pícara‒. Un día, estando en el jardín, escuchamos el ruido de los aviones de combate que ya estaban justo encima de nosotros y después, otro ruido que también conocíamos muy bien, eran ráfagas de fuego. Nos tuvimos que tirar al suelo, pero yo me incorporé poco a poco para ver lo que pasaba. Y entonces vi como las ráfagas iban y venían de un avión a otro. El cielo parecía infierno. Fue algo impresionante que no se me ha olvidado jamás.

‒Ay abue… ¿y no te dio miedo? ‒volví a preguntar.

‒Sí claro, sentí mucho miedo, pero no podía apartar la vista de ahí porque era como una película de guerra y nosotros éramos los protagonistas. Y hay más, cuando se alejaban se oyó otro estruendo y vi como uno de los aviones, en retirada, lanzaba bombas y muy cerca algo ardía. Tuvimos mucha suerte, pero, ¿saben lo que tampoco olvido? Que al tirarme al piso caí entre ramas y espinas de los rosales y mi vestido se hizo jirones.

Todas sus historias eran tan interesantes que no queríamos irnos. ¡Les sucedieron tantas cosas! Como el bombardeo del barrio en el que habían vivido con el que se cayó la mitad de la casa de una amiga de mi bisabuela. Se estaba bañando y tuvo que salir corriendo desnuda por toda la calle. Cómo disfrutamos con eso, porque la señora por la vergüenza dijo que no saldría nunca más. 

Pero como la guerra no era cosa de chiste, también nos dijo, con un nudo en la garganta, que en ese bombardeo hubo tantos muertos y fue tan terrible que su padre llegó a casa deshecho y triste como ella nunca lo había visto.

Para mí, la mejor aventura que tuvieron fue cuando salvaron a un sacerdote que querían matar los anarquistas, que según nos explicó eran muy revoltosos. Ese día fue toda la familia a un pueblito llamado Potes. Al llegar a la iglesia su padre estacionó el auto en reversa con el maletero muy cerca de la puerta lateral, bajaron con el pretexto de conocer la iglesia y mientras su madre, su hermano y ella rezaban, su padre buscó al cura, se identificó con una seña secreta y le indicó que subiera. Así se lo llevaron escondido en el maletero y ya en el camino lo sacaron para que no le faltara aire.

Pero después, la guerra se puso fea y tuvieron que salir de España. Nos dijo que fue muy triste porque su padre y el resto de sus familiares se quedaban y porque no sabían qué les esperaba en Francia. Salieron hacia Bayona en un barco y desde cubierta vieron como playas, montañas, raíces, familia, amigos y recuerdos se iban quedando atrás.

Allá vivieron tres años que al principio fueron de paz y libertad pero que después se descompusieron porque empezó otra guerra todavía peor, la Segunda Guerra Mundial.

Ya queríamos oírla contarnos sobre el fin de las guerras porque nos daba lástima que la abuela no pudiera vivir tranquila y jugar con sus amigos como hacemos nosotros.

Pero nos dijo que todavía faltaban historias increíbles como la de los espías de Franco que intentaron matar a su papá cuando ya había llegado a Francia.

Recuerdo que ese domingo lo primero que hicimos después de ir por las galletas que siempre nos tenía fue sentarnos rodeándola porque la plática de ese día prometía ser muy interesante. Y lo fue desde que inició.

‒Cuando la guerra estaba perdida, los españoles republicanos que pudieron hacerlo, salieron de España hacia Francia y hasta allá Franco persiguió a muchos de ellos. Para eso mandó agentes secretos de forma clandestina, entre los que había hasta un Marqués, con la misión de asesinar a los que tenía en su “lista negra de rojos”. Su misión era encontrar a alguien que los asesinara porque no quería dejarlos con vida, pero de no ser posible debían secuestrarlos, cruzar la frontera y llevarlos narcotizados a San Sebastián en España para matarlos allí.

‒¡Ay, no! ¡Mataron a tu papá! ‒gritó mi prima.

‒No amor, no, afortunadamente los descubrieron y fueron encarcelados, pero alegaron que esas personas que perseguían podrían causar problemas a Francia y pidieron que también los detuvieran. Después de eso a mi padre lo llevaron, igual que a todos los españoles, a un campo de concentración.

‒¿Qué es eso?

Preguntamos casi al unísono.

Nos explicó que era un lugar donde estaban todos los refugiados juntos y como siempre, cambió el tema para platicarnos de sus recorridos en bicicleta de Biarritz a Bayona, del Tour de Francia , de las soletas remojadas en jerez con las que su madre los recibía en España al llegar del colegio, de cómo tuvieron que trabajar a escondidas cosiendo gorras para los soldados franceses y embolsando confeti para poder comer y de la suerte que tuvieron el día que ya no tenían nada y encontraron un billete tirado en la calle.

‒Nuestra vida estuvo llena de milagros ‒dijo‒ ese billete nos sirvió para vivir los últimos días antes de partir a Burdeos para tomar el barco y salir de la Europa ensangrentada rumbo al exilio en México. Pero ahora déjenme platicar un poco con sus padres y la semana próxima seguimos.

Y tenía razón en lo de los milagros porque la semana siguiente nos contó cómo, justo el día que embarcaron, Francia era tomada por los nazis que además bombardeaban Burdeos.

‒Embarcamos de día, pero llegó la noche sin que zarpáramos. Unos decían que era porque estaban subiendo las reservas de oro de Francia para que nuestro barco las transportara a América y otros, que los alemanes avanzaban por toda Francia y que el barco no podría salir pues sus submarinos rodeaban el mar sin permitirlo. Teníamos miedo porque a lo lejos se oían sirenas, pero finalmente cuando intentábamos dormir en cubierta sentimos el movimiento del barco. Respiramos tranquilos pensando que el resto de ese viaje sería como unas vacaciones en crucero, pero no, los problemas siguieron.

-¡Ay, no! ‒dije.

‒Nuestro barco se movía en medio de barcos y submarinos enemigos así que tuvimos que partir en zigzag para despistar al enemigo que, de lanzarnos una bomba, tuviera menos posibilidades de alcanzarnos. El capitán nos dijo que la probabilidad de que algún torpedo diera en el blanco eran muy altas por lo que debíamos tener siempre  puesto el chaleco salvavidas, no olvidar el bote de salvamento que nos asignaron y no encender cigarrillos de noche pues su luz podría delatarnos.

Y entonces, mis papás dijeron que era tarde y teníamos que irnos.

Hoy soy adulto y no olvido aquel día porque ya no hubo más domingos con ella. 

Enfermó y unos días después murió. Se fue la abuela que nos recibía emocionada y cariñosa y se desvaneció un espacio feliz de nuestra niñez, pero el recuerdo que nos dejó es imborrable. Sé que en esas historias tan bien contadas están quienes me hicieron ser lo que hoy soy. 

Aquellos viajes fueron los primeros que hice. Sin moverme y a través de sus palabras fui a la guerra, entendí lo que era el exilio, conocí España y Francia, disfruté, me entristecí, me transporté al pasado y supe todo lo que tuvo que suceder para que llegaran a México y yo naciera. De no ser por los milagros en los que ella tanto creía, mi padre no habría nacido, ni yo estaría aquí.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS