Estoy casado con Jazmín Stuart, sí ya lo sé, cualquiera de ustedes se hubiese casado con ella, era sin duda, la mujer perfecta.
La odio, con todo el peso de mi alma.
Ella se acerca a mí, con su mano cálida y suave, tan perfectamente esculpida que me repugna.
Me dice: “Buen día mi amor” y lo dice sinceramente, se alegra de despertar a mi lado, me ama de verdad y eso es lo que detesto.
—Ya me levanto a cocinarte el desayuno, solo dame dos minutos más ¿sí? —Expresa tiernamente, recordándome a esas niñas soñadoras y alegres, ilusionadas y joviales. Escapadas de alguna romántica obra de teatro. Su voz suena como una brisa en las praderas, su aliento me evoca el rocío sobre los jazmines. No ha abierto los ojos aun, esos hermosos y brillantes ojos azules, y contemplarla semidormida es un placer para los míos. Su piel es tan suave y tersa que produce ensueño al tocarla, sus cabellos parecen de fina seda y sus rasgos lindan entre la delicadeza y la perfección.
Dos minutos más, me pide: le daría el descanso eterno en este instante: aplastarle la cabeza con la almohada y que muera asfixiada. ¡Cómo aborrezco a esta desgraciada!
Todos repetían el mismo discurso irritante y patético. Parecía que los muy idiotas lo aprendieran de memoria para fastidiarme.
—¡Qué afortunado eres al estar casado con esa mujer tan bonita, tan buena, tan humilde, tan abnegada, tan inteligente, tan decente, tan agradable, tan educada, tan capaz, tan brillante, tan etc., etc., etc.!
Las visitas que llegaban a la casa siempre quedaban admiradas, encantadas con Jazmín. Caía en gracia a todo mundo. Se ganaba a los viejos tanto como a los jóvenes, jugaba con los niños como si fuese uno de ellos, agradaba aun a las mujeres más competitivas y envidiosas. Sus modales eran exquisitos; su conducta, intachable; su simpatía, un tesoro encontrado; su sonrisa, alumbraba los ánimos más sombríos y su risa contagiosa, animaba, creo, hasta un enfermo terminal.
—¡Cuán dichoso has de ser, al estar a su lado! —Repetían como loros, todos esos payasos.
Miraba el reloj en mi muñeca, aguardando con impaciencia que transcurrieran esos dos minutos que me había pedido y ahí sí podía matarla con tranquilidad. Sí, esa sería una excelente excusa para asesinarla.
—¿Por qué la has matado?
—¡Me dijo que se tomaría dos minutos para levantarse a prepararme el desayuno y se ha tardado tres!
—Ah, en ese caso queda usted libre.
Pero no, la muy miserable se incorporó de un salto al minuto exacto. Con una alegría que me era imposible de soportar.
—¿A qué se debe tanta felicidad? —Pregunté sonriendo, aunque indignado por dentro, como odiaba sonreírle, pero era inevitable.
—Voy a prepararle el desayuno al hombre que amo y que me hace tan feliz estando a mi lado ¿no es acaso motivo suficiente? ¿Por qué debemos alegrarnos solo cuando la fortuna, la fama o el poder nos sonríe? Si todo ello es nulo comparado con tener un hogar donde reina el amor como el nuestro.
«¡Qué cursi infeliz!» —Pensaba. «Qué mujer estúpida e insoportable».
Una de las cosas que más me disgustaba era mi manera de tratarla, de hablarle. Tenía esa magia, ese don de lograr que todo floreciera a su alrededor. Nunca había podido insultarla, aunque me esforcé sobremanera, nunca había logrado dirigirle una mirada de desprecio, siquiera un reproche. Nunca. Sencillamente no podía, ella provocaba “eso” y “eso” era lo que a mí me enfurecía.
Me levanté de la cama tras de sí y me dirigí a la cocina. Estaba preparando unos huevos con queso y jamón, y un café con crema.
“¿Quién te ha pedido huevos mujer imbécil?” Y golpearla con un hacha en la cabeza.
—¿A usted le parece señor juez? Yo no quería huevos para el desayuno.
—¡Qué mujer desalmada! Vaya a su casa buen hombre y trate de recuperarse de tantos horrores sufridos en manos de esa bestia.
Pero no, amaba los huevos con queso y jamón, y ese exquisito café con crema que ella preparaba tan delicioso y con tanto esmero. Untaba las tostadas con la cantidad exacta de mermelada que a mí me gustaba y me daba de comer en la boca sonriendo con esa mirada angelical. Cuanto asco y rencor sentía en esos momentos donde me endulzaba la vida.
—Te quiero —me decía y sentía unos incontenibles deseos de estrangularla.
—Yo también —le contestaba como un estúpido. ¡¿En qué lamentable infeliz me convertía a su lado!? Debería haberme suicidado en ese instante.
Esa era Jazmín Stuart, la mujer perfecta y el motivo de mi desgracia.
La odio, con todo el peso de mi alma.
Era despreciable verla en las reuniones familiares, es decir de mi familia. Todos la adoraban, inclusive llegué a dudar si me querían más por estar casado con ella, que por ser pariente de ellos. Lo cierto es que Jazmín siempre era el centro de la atención y los agasajos, y ella, humildemente, al recibir tantos elogios, los compartía conmigo diciendo: “todo lo que soy y lo que tengo se lo debo al hombre que amo, él es quien me ayuda cada día a ser mejor persona y quien me acompaña en todo momento”. Y allí mi horrenda familia rompía en llantos y todos la abrazaban conmovidos, pero ella venía directo a mis brazos y me pedía que nunca la abandonase. La escena era tan patética que la ira me enervaba las venas haciéndome hervir la sangre, y la repugnancia era tal que me retorcía el estómago. Hubiera querido que todos muriesen en ese mismo momento aplastados como cucarachas.
Comencé a preguntarme ¿por qué? ¿Por qué Jazmín era tan perfecta? No engordaba ni adelgazaba un solo gramo, siendo que sendas cosas por mínimas me servirían de excusa suficiente para abandonarla; no me molestaba jamás, no podía criticarle nada. En la cama era una diosa, en la casa una reina, en la calle una dama. Nunca hablaba de más ni de menos, todo lo que decía llegaba al corazón de cualquiera o provocaba admiración… Cuánto odio sentía por esa mujer, me estaba enfermando, estaba acabando con mi vida. Jazmín Stuart, la mujer perfecta, me estaba matando lentamente.
¿A qué se debía su amabilidad, su cariño, su cortesía, sus demostraciones constantes de amor y devoción?
¿Me era infiel? Sí, tenía que ser eso. No podía equivocarme. Por un breve momento, un alivio inundó mi espíritu, pero al mismo tiempo me aterroricé. Tenía que ser infiel, y allí sí, la mataría sin piedad, gozando de la mirada aprobatoria de todos cuantos la conocieron, incluso me lo pedirían en sus corazones decepcionados. La odiarían por haberles mentido tan descaradamente, la despreciarían por tomarlos a todos como estúpidos. Y aquel ángel por fin caería de su pedestal y siquiera sería pisoteado, porque iría más abajo que el mismo suelo.
Fui esa misma tarde a ver a un detective privado con intenciones de contratar sus servicios. Pero ni bien le mencioné que se trataba de Jazmín Stuart a quien debía investigar, se indignó.
—Pero hombre no sea tonto, todos saben muy bien la clase de mujer que es Jazmín Stuart, ni en un millón de años engañaría a su marido, por favor no malgaste su dinero y aun peor, no se arriesgue con esto a que ella se sienta insultada por su desconfianza, ya que usted es la única persona que pondría en duda la decencia de esa señora.
De modo que no tuve otra opción que hacer venir a un investigador de otra ciudad para realizar el trabajo.
La primera semana transcurrió y el detective debía informarme lo que había averiguado.
—Nada señor, aparentemente es de esas mujeres que no engañaría a su esposo, pero…
—Pero ¿qué? —Dije entusiasmado.
—Pero usted es la envidia de todos los hombres de la ciudad, así que veremos, me contrató por un mes y aún quedan tres semanas.
Qué decepción, cuán frustrado me sentía. Por un segundo ese “pero” me había iluminado el semblante, ergo no fue más que una falsa alarma.
Le pedí ese día a Jazmín que saliera a divertirse con sus amigas, de esta manera quizás se vería tentada por algún galán y yo tendría mi excusa con pruebas y todo. Pero no, ella alegó que prefería quedarse conmigo.
Pasó entonces el condenado mes. El detective me miró desorientado, encogiéndose de hombros y se fue sin darme el resultado que yo esperaba, cobrando la restante mitad de sus altos honorarios por ese trabajo que no me había dejado para nada conforme.
Leía el periódico por la mañana y el encabezado decía: “accidentes de tránsito: principal causa de muerte en los últimos años”.
—Eso es —me dije. Se acercaba el cumpleaños de Jazmín y ya sabía lo que le regalaría: un automóvil, el más veloz. Con la esperanza de que sufriera un choque fatal.
Pero todo lo que logré fue que ella, por el contrario, me lo agradeciera enérgicamente. Se emocionó como una chiquilla y su trato para conmigo, en adelante, fue insoportable. Además de que conducía con una prudencia que no podría llegar a chocar jamás.
Las mujeres siempre piensan en dejarte, en que de momento a otro aparecerá su príncipe azul por el que tanto esperaron y que por fin podrán abandonar al ogro que tienen a su lado como pasatiempo, pero Jazmín se había olvidado de ese cuento de hadas y la muy idiota lo vivía en una realidad que a mi entender: apestaba.
Aquella situación ya no podía continuar más, debía matarla. Debía adquirir un arma, apuntar, cerrar los ojos para no mirarla mientras lo hacía y disparar. Y eso hice. Compré el arma y la esperé. Mis manos temblorosas alzaban la pistola en dirección hacia la puerta. Jazmín entró en la casa y me observó asustada.
—¿Qué haces con esa pistola? —Me preguntó.
—Lo siento mi amor, pero no puedo seguir sosteniendo esta tortura —fueron mis últimas palabras antes de cerrar los ojos y disparar.
Jazmín cayó al suelo desangrándose y allí mi cabeza sufrió un colapso inexplicable…
Corrí hacia el hospital con ella en brazos, sacando unas fuerzas físicas que todavía no alcanzo a comprender.
Estaba desesperado ¿Qué había hecho? ¡Por dios!
Le rezaba todas las noches a un dios en el que nunca creí, para que Jazmín se salvara. Le mentí a las autoridades diciendo que había sido obra de algún ladrón, pero poco me creyeron ya que nada había sido forzado en la casa. Hasta que Jazmín mejoró, se repuso notablemente y al mes ya recibió el alta médica. Cuando la policía la interrogó ella aseguró que había dejado, por salir apresurada, la puerta abierta y que un ladrón había aprovechado su descuido para ingresar en la vivienda, pero que ella regresó y al sorprenderlo dentro, éste le disparó y huyó.
Nadie dudaría de la palabra de Jazmín Stuart, salvo por el pequeño detalle de que ella ya no quiso volver a verme luego de salir del hospital. Regresó a la casa de su madre y allí se estableció.
Estaba absolutamente desesperado, sin Jazmín no era nadie. Todo el mundo me apartaba de su lado, todos sospechaban, que digo sospechaban, estaban seguros de que las declaraciones de Jazmín fueron para protegerme, sino ¿por qué no estaba conmigo? Todos sabían que ella era demasiado buena aun para acusar a quien intentó asesinarla. Y más creció el amor y la admiración que todos le tenían y se compenetraron en dirigir el odio hacia mí.
Ya nadie me hablaba, ni me saludaba por la calle, las mujeres apartaban a un costado a sus hijos cuando yo pasaba, los comerciantes me atendían de mal modo o sin mirarme, e incluso algunos directamente no lo hacían, me dejaban para el último así yo hubiese llegado primero y luego le pedían a algún empleado que se ocupara de mí.
Necesitaba a Jazmín de nuevo a mi lado. Con ella todo el mundo me admiraba y me quería… ¿Qué he hecho?
Me estaba volviendo loco, no podía dejar de pensar en ella. Pero corría el riesgo de que, si iba a buscarla, se enojase y dijera toda la verdad a la policía y me arrestaran de por vida. De todos modos, mi vida era una agonía sin ella…
Me vestí rápidamente y me dispuse a partir, sabía que estaba cometiendo una estupidez, pero era más fuerte que yo, debía ir a verla, a rogarle que me perdonase y que por favor volviera a mi lado. Ya no quería vivir sin ella.
Llegué hasta la casa de su madre, conteniendo las lágrimas y me largué a gritar ya embebido en un llanto entremezclado con las letras que formaban ese nombre que necesitaba pronunciar más que el mío propio: Jazmín Stuart.
Desde el portero eléctrico que había en la verja se oyó su voz:
—Vete a tu casa y no regreses, no quiero verte nunca más… ¿Cómo has podido?
—Te amo… te necesito —grité desconsolado, pero nada se me contestó.
Saqué entonces mi arma de la cintura, la misma pistola con la que quise acabar con la vida de esa mujer perfecta, y la dirigí hacia el que debía morir desde un primer momento en realidad, y cuando sentí el frío del caño en mi cabeza, lo comprendí todo: estaba destinada a mí, yo era el que no alcanzaba la talla de una mujer como esa, yo era el problema, yo no toleraba su presencia porque me disminuía a cada instante, opacaba todo mi ser que quedaba insignificante al lado de tal personalidad.
Merecía morir, merecía atravesar ese delgado filamento que separaba la vida de la muerte y no regresar jamás.
El corazón parecía querer salirse de mi pecho, sabía lo que le esperaba en adelante: un esfuerzo desmedido por conservar una vida perdida. Un miedo desbordante recorrió todo mi cuerpo, y el estómago se me crispó al imaginar el dolor que provocaría esa bala destrozándome el cráneo y atravesando mi cerebro, ese segundo duró más que toda mi vida…
Y al final sonreí, la amaba con todo el peso de mi alma. Disparé sin cerrar los ojos, no pude hacerlo, ya que justo en ese momento, Jazmín se asomó por la ventana, y me llevé esa imagen de la mujer perfecta detrás de un vidrio, inalcanzable, como siempre debió permanecer. Ese tipo de belleza debería estarles prohibida a tontos como yo que no saben qué hacer con ella.
FIN
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