Cuarto movimiento, largo

Cuarto movimiento, largo

Ema mira el piano desde en una vieja Bergere floreada que huele a orines y a gato.

Desde la cola, unas fotografías la interrogan, envueltas en marcos de hueso o de plata.

A veces le parece conocerlos, le parece recordar, le sugieren alguna historia, alguna relación entre ellos, o tal vez con ella.

¿Es ella misma la que está recibiendo ese inmenso ramo de manos del Director, el ahora mítico director Sir John Gold?, una noche inolvidable -dice a su gato- el segundo de Rachmaninoff, ¡qué triunfo! Exclama y el animal se sobresalta.

Mi madre, una gran pianista, le dice al felino que se encorva y bosteza; aquella noche en la platea estábamos mi padre, mi hermana Ema y yo, mi padre con su uniforme de gala, lleno de condecoraciones, Ema y yo, con hermosos vestidos de gasa, ceñidos por un lazo.

Éramos gemelas, dice a su cuidadora, que la mira con expresión felina.

El de la foto de la derecha era mi esposo, ella camina sobre el teclado.

Nos conocimos en un concierto, ¡qué noche! Beethoven , El Emperador. El director me obsequió un enorme ramo.

Él estaba allí, con sus gemelas, esa prestancia, ese uniforme blanco de la luftwaffe, la imponente nariz aguileña…

Aquella noche toqué sólo para él.

Mi padre era cartero, ya les he contado esa historia, ahí tienes esa foto con su uniforme que parece un general, pena que no llegó a ver mis triunfos, mis giras, mis discos.

¡Te dije que quitaras esa fotografía de mi hermana!¡Ema! ¡negra, haragana, bruta! le grita; al fin le arroja lo que encuentra a mano, y ella da un grito que parece un maullido y sale corriendo. Tira una foto y el vidrio se hace añicos.

Ema llora, ¡mí hijo! ¡mi hijo! ¡mira lo que has hecho!

Torpemente, intenta recoger el marco plateado y cae, lastimándose con los restos del vidrio.

Me he despertado en esta habitación impersonal, mis padres conversan en un rincón, dentro de todo me siento bastante bien.

¿De qué hablan?, mi padre sin uniforme, mamá está muy bonita, lleva un impermeable y una cartera con monograma.

La cartera está apoyada sobre el piano.

Me dice: -mira, mamita, ¡tienes un piano nuevo! – ¿quién quiere uno nuevo? quiero mi Bluthner, no este que parece un mueble de Ikea.

Encima hay muchas fotografías, papá me pregunta, yo que sé, invento, me da lo mismo. Mamá hace un leve asentimiento, ese es mi padre con uniforme de cartero, ésta la tomaron la noche que toqué el uno de Grieg, le digo y tarareo unos compases, este es mi hijo Dan, que se ahogó en la piscina, y así.

Papá dice que puedo tocar cuanto quiera, que nadie me molestará, me doy cuenta de que me han traído aquí para que aplique al Conservatorio.

Yo no quiero, no quiero terminar siendo profesora como mamá, prefiero, preferiría ser cartero, andar todo el día con uniforme azul con botones dorados, y los días de lluvia, que son la mayor parte, con capote negro.

Desde que comenzó la guerra casi no hay hombres en el pueblo, papá, en bicicleta, va llevando las noticias a las pobres mujeres, y a veces les otorga un momento amable y afectuoso a una viuda reciente, a otra desesperada.

Cuando llega: reclamos, quejas, llantos. Yo; a tocar escalas, a hacer ejercicios del Anón. Creen que me apasiona el piano; lo odio, y ahora me han puesto en esta habitación, con ese puto piano, seguro que pretenden que ingrese al Conservatorio, donde enseña esa vieja, flaca y seca como un palo, a la que todos llaman Madam.

Yo no quiero ser otra estúpida profesora, golpear todo el día el piano con el revés de un lápiz marcando un pulso, unos niños imbéciles tocando la Para Elisa. No, yo quiero ser como mi padre, andar en bicicleta por los alrededores del pueblo y follar con quienes se me dé la gana.

Ahora los escucho en la puerta de la habitación, cuando una es vieja, creen que una es sorda, o tonta, yo me hago la que no escucho, especialmente cuando me conviene.

No es mi padre, me he confundido, mi madre le dice doctor, ya me parecía, no recordaba haberlos visto hablarse amablemente nunca, cuando él llegaba, mi madre comenzaba los reproches, los llantos, los gritos. A poco mi padre se iba a beber en la taberna con un par de lisiados recientes o de viejos decrépitos; luego en medio de la noche, completamente ebrio, una su nueva andanada de reproches y llantos que terminaban en alguna golpiza o un polvo salvaje, o ambas cosas.

Por eso yo tocaba hasta la madrugada, cuando alertado por los vecinos venía el único policía del pueblo y acababan los machos bebiendo cerveza hasta el amanecer.

Ah… ella tampoco es mi madre, él le dice: -parece que la medicación que le dimos a su mamá la está ayudando, porque ha identificado todas las fotografías- idiotas, yo inventé todo, yo sólo quería que me dejaran en paz, que se fueran.

Pero: ¿ qué hago aquí? ¿ qué es este sitio? Hoy me siento mejor, mi madre sube con la comida e insiste en que baje a comer con el resto. Yo, que no, tengo que estudiar, falta poco examen.

Lo que no quiero es escucharlos discutir, al menos me mudaré a la capital, a una pensión cerca del conservatorio, al menos no tendré que escucharlos. Al menos me dejarán en paz.

Me he acercado a la entrada del comedor, hay mucha gente, ¿serán mis hermanos?, ¿tengo tantos hermanos? es posible que ahora todos coman en casa.

Ha venido a verme mi hijo Dan, es médico psiquiatra. Toda la mañana hablamos, que tiene mis discos, ¡que no es mi hijo!, que el niño se ahogó a los nueve años.

Me ha pedido que toque, aunque sea la “claro de luna” nunca la he tocado, miento, dolida porque él niega ser mi hijo.

Sin embargo es un joven amable y delicado, me agrada su compañía, esta mañana ha venido con uno de mis discos y lo hemos escuchado.

La tarde ha sido aburrida.

Mi gato hace días que no viene, llueve, el parque se ve solitario y gris. Ojalá tuviera fuerzas para saltar por la ventana. Nunca me atreveré a dar el examen, no quiero, se lo dije a mi madre la otra noche pero se ha reído de mí, me acarició la cabeza y me ha dicho: -vamos, acuéstate que es tarde, mañana veremos- no recuerdo que nunca me hubiese acariciado antes, ni siquiera de niña, cuando me daban miedo las tormentas, o el rugido de los bombarderos, o los lisiados y mendigos que andaban por todas partes, con su apariencia monstruosa y fantasmal, riéndose de los niños que les teníamos miedo, manoseándonos al menor descuido.

Me despierto sobresaltada, creo que me he quedado dormida, es el día del concurso, ¡y me he quedado dormida! No sé dónde estoy, veo una ciudad gris; ¿Europa del este? Hay un piano que casi toca los pies de la cama, mis partituras… ¿ dónde están mis partituras? Mi vestido, ¿dónde está mi vestido? una de mis valijas se ha extraviado, temo que nunca la encontrarán.

Cuando llega Dan lo he revuelto todo, no hay más que tres o cuatro vestidos floreados, camisones blancos, una bata de baño, toallas, pero ¿ dónde está mi vestido? le grito.

-Lo han mandado a planchar- dice, y me abraza, me ofrece medio alplax, yo le pido que se quede conmigo, que toque para mí.

Él toca unos preludios de Chopin, no tan mal, pero no resisto hacerle un par de indicaciones, y él -qué no entiendo, Ema, muéstrame cómo- caigo en su trampa y toco algunos compases. Le muestro que hay un fortísimo y luego un piano súbito, que allí modula y cambia de tonalidad, que es necesario aprovechar el movimiento de la armonía; todo eso le digo, y él se ríe.

El pianito no es feo, bastante potente para su tamaño.

Cuando se va, me toma de las manos y me da un abrazo, nadie abraza a los viejos, como si la vejez fuera contagiosa, ¿olemos mal? olemos a colonia de lavanda inglesa.

Han dejado la comida pero ni la he tocado, me distraje ojeando unas partituras que hallé al lado del piano, ¿es lo que debo rendir para el ingreso al conservatorio?

Pero no, ¡qué tonta soy! Estas obras son demasiado difíciles, es el concurso, páginas y páginas llenas de anotaciones en lápiz, los garabatos de Madame Devries, que este año ha rehusado tomar otros alumnos porque se dedicará dijo, a prepararme, paso catorce horas por día estudiando, de Lunes a Sábado. A mediodía, a veces a media tarde Madam y yo vamos a un pequeño bar a unas cuadras, tomamos café, algún bocado, y luego regresamos por la orilla del río, donde hay pintores, artesanos y turistas.

Una acuarela me ha gustado mucho, Madame la compra por unas cuantas monedas para mí.

Mis hijas han venido a verme esta tarde, dicen que son mis hijas, yo no he tenido hijas, qué más da. Me han traído unos dulces y me han sacado a caminar un poco, aquí nomas, enfrente mismo hay un pequeño parque y es un día extrañamente soleado, apacible, estas muchachas son encantadoras, conocen todos mis gustos: el café con poca leche y sin azúcar, masas de crema, han ordenado sin siquiera preguntarme, se sientan cada una a un lado, y me tratan con enorme dulzura, me inventan historias de cuando vivíamos en Viena -yo nunca viví en Viena, ¿o sí?-nos reímos mucho, y han prometido regresar muy pronto, incluso con sus niños. Que sea después del concurso, les digo, no puedo tomarme muy seguido estas licencias porque Madame Devries si se entera me pondrá de vuelta y media.

Cuando regreso a mi habitación, la acuarela está colgada a un lado de la cama, se ve que ha venido por aquí y no me ha encontrado estudiando, ¡qué vergüenza! Y ha dejado la partitura del concierto en La menor de Grieg, como al descuido sobre la cama, como un inmenso reproche, quiero sentarme al piano pero me siento muy cansada, de pronto me siento muy cansada.

Después del concurso no he vuelto a ver a mi madre, todo fue una vorágine, los contratos las giras, las fiestas los discos, mi casamiento con un oficial de la luftwaffe, otra vez la guerra, otra vez la guerra me despierto sobresaltada y gritando. Alguien entra pero no me doy cuenta quién es, me da una pastilla pequeña con un gran vaso de agua. Me duermo profundamente y no recuerdo haber soñado nada.

En la madrugada, una batahola formidable en el piso de al lado me despierta.

¡El concurso, el concurso! ¡me he quedado dormida!

La tenue luz ilumina el piano, Elsa camina hacia el escenario, hace una breve reverencia al público que intuye en la oscuridad y arremete con el preludio de Rachmaninoff. Las enfermeras se apresuran a preparar un sedante inyectable, porque despertará a todos y la noche amenaza ser un infierno; pero el Dr. Burmeister se los impide.

Lentamente, los ancianos que se van despertando van ingresando a la habitación y sentándose como pueden en el borde de la cama, Ema advierte que la orquesta ha ido tomando su sitio en el escenario, el director aguarda de pie a su lado.

Ella de pronto no recuerda qué concierto harán esa noche, él le Sonríe y susurra: -Grieg, en La menor- Apenas comienza, cuando debe entrar la orquesta, la música sigue en otra parte, Ema consigue distinguir entre el público al comandante, a su lado el pequeño Dan escucha pensativo, y Madame Devries, con la partitura en el regazo, marca con una pequeña tilde el compás exacto en el que se ha producido esa pequeña cesura.

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