La urna del tiempo

La urna del tiempo

Ana García

30/03/2021

Mi abuela fue niña justo antes de morirse, pienso mientras la sala de la funeraria se va llenando. En su ataúd no descansa la mujer de ochenta años que todos creían que era, sino la niña pequeña e ilusionada que solo yo fui capaz de ver. Lo que sucedió es que mi abuela fue perdiendo años con el paso de los meses, y fue precisamente esa pérdida lo que salvó toda su vida.

Cuando mi madre me contó que la abuela vendría a vivir con nosotros no supe entenderlo. Me encerré, dando un portazo, en la habitación que a partir de ese momento ya no me pertenecería. Se la tendría que ceder a ella, a la abuela que ya no podía vivir sola porque se le olvidaban las cosas. A mis dieciséis años, lo último que me apetecía era compartir espacio con mi hermano pequeño. Sin embargo, en nuestra casa no había lugar suficiente para los remilgos. Todos tenemos que hacer sacrificios, sentenció mi madre.

La abuela Catalina llegó sonriente del brazo de mi padre, y lo primero que hizo fue pasearse por toda la casa, hablando en voz alta y mostrándonos cada rincón como si en realidad ella fuera la dueña y nosotros los invitados. Después se detuvo, muy seria, frente a la colección de cajas de porcelana de mi madre, asaltada por un recuerdo repentino que parecía haberse cruzado por su mente. Acarició una pequeña caja azul, la más antigua de todas, y se la metió en el bolsillo del abrigo sin dar ningún tipo de explicación. Yo miré a mi madre horrorizada. Permanecía callada, bajo el marco de la puerta del salón, observando la escena con los brazos cruzados y el ceño fruncido. En ese momento pensé que la jerarquía de nuestra casa acababa de cambiar irremediablemente, y que todos estábamos a punto de perder algo.

Sin embargo, el tiempo me mostró que estaba completamente equivocada, que cuando pierdes también ganas. Pronto nos acostumbramos a la presencia de la abuela Catalina y a sus continuos despistes. Por las mañanas, me despertaba con el sonido de las puertas que se abrían y se cerraban, una y otra vez. Era ella, buscando el baño y preguntando a gritos dónde lo habíamos escondido. Durante las comidas llegaba la hora de las historias repetidas, aunque nadie le hacía demasiado caso. Mi hermano jugueteaba con la comida que no le gustaba, yo me refugiaba en mi móvil y mis padres fingían que seguían atentamente las noticias en la televisión. A la abuela no parecía importarle nuestra falta de interés, y no cesaba en su empeño de relatarnos todos los días los episodios de su vida. Aquella nueva rutina se instauró rápidamente y cada uno interpretaba su papel a la perfección, hasta que todo cambió con la historia de la bomba.

Recuerdo que ese día yo miraba desesperada las fotos que acababan de publicar mis amigas. Había perdido el apetito y lo único en lo que era capaz de pensar era en mi imposibilidad natural de ser tan guapa como ellas. Poco me importaba en aquel momento los tiempos de la guerra, el hambre que pasaron después o las historias pasadas de moda de la abuela. Mientras deslizaba el dedo por la pantalla de mi móvil, apenas me llegaba el sonido de su voz, parloteando a mi lado. De pronto, sentí que me agarraba con fuerza de la muñeca y que, acercándose como quien está a punto de hacer una confidencia, me decía al oído:

—Mi amante me empujó para que no me cayera la bomba encima, por eso estoy viva.

Solté el móvil por la presión que ejercía sobre mi mano y la miré sorprendida. Al principio pensé que el Alzheimer o la demencia o lo que fuera que le pasaba le había chamuscado por completo los circuitos, pero sus ojos tenían una firmeza extraña que nada tenía que ver con la abuela que siempre había conocido. Sin esperar respuesta, clavó la mirada en la televisión y siguió comiendo en silencio, como si nada hubiera sucedido. Para el resto de mi familia aquel día fue como los demás, pero para nosotras fue un punto de inflexión. A partir de entonces, mi abuela me hizo su confidente y se dedicó a descargar en mí todos sus recuerdos, todos los secretos que tuvo que callar, todas las emociones censuradas. Me convertí en su urna del tiempo.

Esa misma tarde, abrió de golpe la puerta de mi antigua habitación, en una de sus continuas búsquedas del baño. A veces, cuando la dejaban a mi cargo y se quedaba dormida en el salón después de comer, yo me encerraba durante un rato en el que había sido mi refugio hasta su llegada. No podía contarle a nadie lo que me pasaba. Como mi madre daba clases por las tardes, aprovechaba para plantarme delante del espejo del armario con uno de sus vestidos, e imaginaba que el reflejo me hablaba con la voz de una hermana mayor que ya nunca podría tener. Así me encontró la abuela ese día, jugando a ser otra.

Se acercó con sus pasos cortos y me ajustó el cinturón del vestido. Al ver su sonrisa en el espejo no aguanté más y me eché a llorar. Nada me salía bien últimamente. Pasaba por mi propia vida como si no me perteneciera, como si fuera un fantasma gordo, torpe y silencioso que no consigue ni siquiera llamar la atención de los despreciados. Y sin embargo, allí estaba mi abuela, mirándome con una dulzura infinita.

—Eres muy elegante. Me gustaría mucho que me enseñaras a ser como tú —me dijo.

Al principio quise llamarla abuela, gritarle su posición en la familia para traerla al presente, decirle que era su nieta, que de elegante no tenía nada y que poca cosa podría enseñarle, porque no era más que una fracasada. Pero su mirada en el espejo era tan seria, tan determinada y tan desesperada al mismo tiempo, que descubrí en ella el reflejo de mis propios miedos e inseguridades. Decidí seguirla en el juego y convertirme en su aliada. Busqué entre los vestidos de mi madre uno que le pudiera servir y la ayudé a ponérselo. Cuando vio mis sombras de ojos, lanzó un grito de entusiasmo y, cogiendo los lápices con sus manos temblorosas, intentó en vano maquillarse.

—No sé cómo hacerlo —me dijo bajando la mirada—. Juan me está esperando junto a la tapia de la escuela de ingenieros y tengo miedo de no gustarle. No soy más que una chica de pueblo, y él está acostumbrado a relacionarse con mujeres de otra clase. Mujeres que saben bailar con zapatos de tacón, capaces de llamar la atención con conversaciones inteligentes y con su belleza de revista. ¿Cómo voy a competir con eso?

La pregunta que se hacía mi abuela me martilleaba la cabeza. La comprendía perfectamente: yo también sabía muy bien qué significaba sentirse poquita cosa. No sentí pena por ella, sino la mayor de las complicidades.

—Si te está esperando, es porque te quiere, y el resto no tendrá ninguna importancia para él —respondí con una voz que me sorprendió a mí misma.

—Yo a mi marido lo quiero, no me malinterpretes —confesó mientras la maquillaba—. Cuando nos casamos en el pueblo me sentí muy afortunada, estaba segura de que él representaba todo mi mundo, pero después vinimos a la ciudad y conocí a Juan. Es un hombre distinto, tan guapo, tan inteligente… Me lleva a sitios que ni siquiera pensaba que pudieran existir, y habla conmigo de cosas que despiertan en mí pensamientos que no sabía que pudiera tener.

Mi abuela bailó toda la tarde frente al espejo como si fuera una muchacha que se prepara, entusiasmada, para su primera cita. La verdad es que no sé si fue por el maquillaje o por aquel vestido nuevo, pero el caso es que cuanto más me fijaba en ella más se parecía a esa joven, nerviosa y enamorada, que estaba a punto de encontrarse con su amante. Las arrugas de su cara se fueron diluyendo poco a poco y su pelo, antes gris y atado en un moño, caía ahora como una cascada dorada sobre sus hombros. De pie, a su lado, yo también me miré al espejo y me di cuenta, por primera vez, de lo mucho que nos parecíamos, como si en lugar de abuela y nieta, fuéramos un par de hermanas. Mi tan deseada hermana mayor.

—¡Estás muy guapa! —exclamé en voz alta, sin saber a quien me refería.

Mi abuela Catalina lanzó una carcajada y se abrazó fuerte a mí. De repente, noté su pequeño cuerpo viejo y retorcido entre mis brazos y la fantasía se esfumó. Cuando me quise dar cuenta, ella ya se había liberado de mi abrazo y rebuscaba algo en los bolsillos de su bata a cuadros. Con una sonrisa cómplice, me mostró la pequeña caja de porcelana azul que le había robado a mi madre el primer día.

—Me la ha regalado Juan. Cuando no soy capaz de guardar nuestro secreto, la abro y digo todo lo que siento en su interior. Así vivo, hija mía, fuera y dentro, fuera y dentro.

Sentada en la cama de la habitación que ya no me importaba que fuera suya, mi abuela se echó a llorar, agarrada a la pequeña caja, y se perdió en una letanía infinita:

—La bomba, la bomba me lo quitó, la bomba…

Cuando mi madre llegó del trabajo y entró en la habitación, no supo entender lo que estaba viendo: las dos llevábamos vestidos suyos, mi abuela lloraba murmurando palabras inconexas dentro de la caja de porcelana y a mí se me escurría todo el maquillaje por las mejillas. Me gritó que desapareciera de su vista y perdió la poca paciencia que tenía con la abuela. Todo parecía del revés y, sin embargo, se había puesto en orden. 

A partir de ese momento, acompañé a mi abuela Catalina en todos los pasos que dio hacia atrás durante los últimos meses de vida que le quedaron. Una trama indivisible se había tejido entre nosotras. Cuando todos la creían dormida en el sillón de la sala, ella corría a buscarme. No me contaba su vida, sino que la revivíamos juntas. Convertimos nuestra habitación en el escenario perfecto para traer de vuelta todos sus recuerdos. Al mismo tiempo que iba perdiendo poco a poco su memoria reciente y dejaba de reconocer a su propio hijo, descargaba dentro de mí todo lo que había vivido antes de que todos nosotros existiéramos. Juntas, fuimos dos adolescentes que corrían después de la escuela a contarse secretos detrás del muro o sacábamos mis juguetes de niña del trastero, para que ella pudiera ser niña a su vez. Cuando todos estaban fuera, cuando nadie nos miraba, nos transformamos en mucho más que en una abuela y su nieta.

Ahora su cuerpo está a punto de convertirse en cenizas. Mi padre llora desconsolado. Creo que le duele más haber perdido antes la mente de su madre que su cuerpo. No soportaba que se hubiera olvidado de él, y le mostraba una y otra vez las fotos en las que aparecían juntos, pero mi abuela, convertida por aquel entonces en niña eterna, ya no tenía edad para reconocerlo. Cuando el encargado nos avisa educadamente de que ha llegado la hora, nos acercamos todos al cristal y vemos como el ataúd desaparece tras una puerta. Cierro los ojos. Dentro de mí, siento que me he convertido en la pequeña caja azul de porcelana que una vez contuvo todos los secretos de mi abuela. Toda su vida habita ahora en mí.

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