Los colores de los ángeles

Los colores de los ángeles

“Un misterioso artista pinta de colores un pequeño pueblo de Segovia en solo una noche”, “Una aldea segoviana amanece decorada de mil colores”… Eran titulares de los principales periódicos del país. Al publicarlo en sus ediciones digitales, con las asombrosas imágenes que acompañaban la noticia, enseguida se hicieron eco los medios más importantes del mundo. Desde la BBC al Washington Post, todos contaban a su audiencia cómo una pequeña localidad casi despoblada, a unos 120 kilómetros de Madrid, había aparecido, de la noche a la mañana y en pleno invierno, con muchas de sus casas y calles pintadas de vivos colores y formas geométricas.

Los dibujos recordaban a las vidrieras de una catedral, pero en lugar de cristales los pigmentos impregnaban el cemento monocapa de las viviendas más viejas, la iglesia o la antigua escuela. También los adoquines de la empinada callejuela que unía las dos calles principales. Aquel pueblo diminuto sólo había salido en la prensa local una década atrás, cuando unos borrachos rompieron los grifos de la fuente de la plaza. Por aquel entonces todavía tenía dos cifras en su censo de habitantes, incluso un par de niños. Ahora era el cuadro más realista de la despoblación que sufre la España rural.

Tras publicarlo la prensa escrita, los informativos y los exitosos programas matinales, que se alimentan de noticias curiosas, se plantaron en el pueblo en el clásico circo mediático, aunque en este caso sin un asesinato truculento de por medio. Era una noticia positiva y sin víctimas, alimentada por el morbo de saber quién pudo realizar semejante obra de arte al aire libre en apenas unas horas y sin que se enteraran los vecinos. Lo segundo no tenía tanto misterio, aquella noche sólo había dos personas en el pueblo. Faltaban los otros dos habitantes, un huraño matrimonio que había acudido a visitar a sus hijos a Segovia. Aún así, estos vivían en un chalé a las afueras de la aldea. No hubieran escuchado mucho de haber estado en su casa.

Así que los dos testigos principales para ser entrevistados eran Mónica, una joven periodista que se había instalado recientemente en el pueblo de sus abuelos y Lucio, un anciano viudo y ya con poca movilidad que vivía en su casa de toda la vida en contra del consejo de su familia, de los médicos y del sentido común, pues las temperaturas esos días eran de cinco grados bajo cero y pronto nevaría. Pero él iba a morir en su pueblo, no en una residencia.

Mónica Lobo había sido una de las reporteras estrella de una influyente revista de actualidad con sugerentes mujeres como gancho de portada. La crisis se llevó por delante la publicación y, aunque le salió alguna colaboración puntual, los puestos de trabajo acordes a su perfil profesional se contaban con los dedos de una mano. No obstante, el paro era un mal menor con lo que vino después. Su novio, con el que llevaba viviendo cinco años, se aficionó en secreto a las aplicaciones para encontrar pareja. Quería volver a sentirse joven y disfrutar con las emociones del flirteo. Mónica lo sospechaba, pero eligió centrarse en cuidar a su madre enferma de cáncer y simular ser feliz para no darle un disgusto a esa gran mujer que enfilaba el último tramo de su existencia entre dolor y miedo. Su madre siempre fue su referente y su guía. Cuando se fue, Mónica por fin estalló contra su novio, contra Dios y contra la sociedad en general. Huyó a refugiarse en la que había sido la casa de sus abuelos con un ordenador portátil para escribir esa novela para la que antes nunca había tiempo. Quería estar sola, pensar y escribir, pero la obra callejera de un genio -o un loco- la había puesto en el foco mediático.

Los periodistas entrevistaban a Lucio, eternamente sentado en un tocón de madera en la puerta de su casa de contraventanas verdes y ya sin flores en los balcones desde que se fue Eloina. El abuelo repetía ante las cámaras: “han sido unos ángeles, que han venido a este pueblo para que toda España vea lo bonito que es”.

Mónica y Lucio no habían pasado de un “buenos días” o “buenas tardes” en el tiempo que la chica llevaba viviendo a cien metros del abuelo. Él era de pocas palabras, un hombre rústico, curtido por el trabajo de sol a sol. Por su parte, Mónica seguía consumida por la melancolía de ver cómo se había torcido su vida en tiempo récord.

Cuando los periodistas se marcharon a cubrir la muerte de un niño en Málaga, por fin Mónica tuvo tiempo de pasear por las calles con algo más de calma. Las figuras geométricas de colores convertían en mágicas algunas casas abandonadas por sus dueños. El muro trasero de la iglesia, que daba a la plaza, tenía unos cinco metros cuadrados de superficie. No tenía ábside, era plano. Allí, el artista misterioso había combinado de tal manera las formas y los colores que parecían ser las puertas del cielo. En el arzobispado andaban preocupados ante la profanación del templo. Se discutía sobre si taparlo o dejarlo así, porque los dibujos no eran irrespetuoso aunque tampoco arte sacro en un sentido estricto.

La parte favorita de Mónica era la callejilla. A mitad de semana cayeron cuatro gotas. Con el suelo mojado, los colores de los adoquines eran si cabe más brillantes y puros, un asfalto teñido de fantasía que la hizo sonreír por primera vez en muchos meses.

Las autoridades municipales también se movían en terreno pantanoso. El alcalde vivía en el mayor de los cinco pueblos que constituían la mancomunidad. Nunca le importó demasiado el más pequeño e insignificante de los que estaban bajo su gobierno. Estaba perdido sobre cómo posicionarse al respecto, si calificarlo de una genialidad inesperada o hablar de vandalismo. ¿Qué opinarían los de la diputación? No pensaba en que podría representar un atractivo turístico. Era mediocre y corto de miras. Sin embargo fue justo eso lo que ocurrió. Tras salir en televisión, mucha gente de la zona se personó en el pueblo para contemplar con sus ojos lo ocurrido. Pero fue el fin de semana cuando se produjo la gran avalancha de forasteros. Llegados de todos los puntos cardinales, se hacían selfies y admiraban la belleza de un pueblo. Un lugar que ya era bello por sí mismo, encerrado entre la sierra y el monte, con interminables sucesiones de sabinas y el silencio roto habitualmente sólo por los pájaros y el silbido de un viento frío. Algunos de los visitantes hablaban de comprar algunas de las casas viejas, rehabilitarlas y utilizarlas de residencias de fin de semana. Se echaba de menos un restaurante o un bar.

Cuando el lunes devolvió su tranquilidad a las calles, Mónica pasó por la puerta de Lucio. Algo la detuvo un segundo ante aquel hombre apoyado en su bastón. Quizá contagiada por el bullicio de los últimos días y el clima de optimismo que se respiraba decidió ser más amable con él. Se interesó por su estado. Tenía curiosidad también por conocer su punto de vista sobre el radical cambio de look del pueblo, cómo lo veía alguien que había vivido siempre allí.

— Tú eres la nieta de Antonio

— Sí, no venía al pueblo desde que tenía siete años, no me acordaba de lo feliz que fui aquí. ¿Sabe usted quién ha podido pintar todo esto?

— Ya se lo dije a los de la tele, sólo han podido ser unos ángeles- Mónica sonrió ante la explicación metafísica de aquel anciano.

— Pues esos ángeles sí que la han armado gorda.

Un ex compañero de la revista que ahora trabajaba en un periódico importante contactó con ella para que hiciera un reportaje de investigación y delvelara la identidad del artista misterioso. Aceptó por seguir en el mercado, porque iban a pagar muy bien el reportaje y por su propia curiosidad. No creía en Dios ni en los ángeles. Quizá Lucio, que vivía enfrente de la iglesia, hubiera visto más de lo que declaraba. Así que siguió hablando con él en los días sucesivos por si el anciano bajaba la guardia. Poco a poco fueron estrechando su relación. Hablaban del pasado más que del presente, de cómo el entorno habla y, paradójicamente, sufre más cuando no está el ser humano. “Había animales, subíamos al monte…” relataba Lucio. Incluso Mónica consiguió que el hombre caminara más allá del porche de su vivienda. Despacio, agarrado al brazo de la chica y a su bastón volvió a bajar al bar abandonado, testigo de memorables partidas de tute. Un día llegaron incluso a la “enebra” centenaria donde de niño jugaba con su hermano Juan. “Se fue demasiado pronto. Entonces te morías por un resfriado”. Lo decía triste, pero a su edad hablaba de la muerte con naturalidad.

Mónica se había acostumbrado a tomar un café cada tarde con Lucio frente la chimenea. Si salía el tema de la pintura, el abuelo seguía sin abandonar el discurso de los ángeles. Era mayor y se había diseñado una explicación a su medida para el suceso, pensaba Mónica. Ciertamente, la falta de pistas resultaba desesperante. La verdad es que parecía complicado que una o dos personas completasen el trabajo en una noche sin poner focos para iluminarse, sin hacer ruido montando andamios, dejando un rastro… Y en cualquier caso, ¿por qué lo habían hecho?, ¿Qué beneficio obtenían? De haber firmado la obra o haberse reivindicado en los medios gozarían de fama o dinero, pero quien lo hubiera hecho prefería seguir en el anonimato… o tenía alas en la espalda, como decía Lucio.

Pasaron las semanas con esa rutina. Mónica incluso había comenzado su novela. Estaba quedando muy bien, creía que iba a atrapar a los futuros lectores, que interesaría a las editoriales. Llevaba las primeras 50 páginas para leérselas a Lucio frente al hogar. Llamó a la puerta como siempre hacía. Se fijó en que del buzón, verde como las contraventanas, asomaba un sobre blanco. Daba por hecho que nadie escribiría a Lucio, que las comunicaciones administrativas o bancarias les llegarían a sus hijos directamente. Descartaba que tuviera algún amigo nonagenario con el que mantuviera una amistad epistolar. De hecho, ni siquiera estaba segura de que supiera escribir. Tiró de la esquina del sobre y extrajo la carta del buzón metálico.

—Pasa— dijo Lucio.

Empujó la puerta. Mientras recorría el corto pasillo que conducía al salón de la vivienda, Mónica, intrigada, examinó la carta que le llevaba a Lucio. Efectivamente estaba dirigida a él. Parecía la típica factura. El sobre blanco tenía un logotipo en colores azul y amarillo, una brocha entre dos alas coronada por una paleta de pintor como una aureola de santo. En tipografía clásica se podía leer: “Los Ángeles. Especialistas en pintura mural artística”. La periodista sacudió la cabeza de lado a lado, mirando al techo con los ojos cerrados. Se mordió levemente medio labio para contenerse la risa. Desde luego que habían sido los ángeles de Lucio los que habían obrado el milagro en aquel pueblo olvidado.

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