Ingrid me tomó del brazo, casi arrastrándome al interior de la vieja casona.

—No creo que esto sea una buena idea —le dije, temeroso.

—Tranquilo, todo estará bien —replicó ella, confiada.

Siempre había tenido un profundo rechazo por lo esotérico, pero la belleza de Ingrid, y sus recientes problemas, habían terminado por ablandarme. Sus enormes ojos azules y su rostro cubierto de pecas ya eran de por sí argumentos demasiado potentes. Así que ahí estaba, contra todo pronóstico, a punto de entrevistarme con una espiritista.

Lo cierto es que la hubiese acompañado a un aquelarre si me lo hubiese pedido. Me había enamorado de ella, tontamente, desde la primera vez que la vi, sentada frente a mí en aquel viejo tren porteño. Su hermoso rostro había aparecido súbitamente por detrás de un enorme libro. Recuerdo muy bien su título porque lo estaba escudriñando discretamente: «El secreto oculto de los médiums».

—La curiosidad mató al gato —me había dicho, como acusándome de fisgonear. Mi respuesta, casi inconsciente, reveló desde un primer momento mis cartas:

—Nunca pensé que algo tan lindo podría aparecer detrás de ese feo libro.

Ella me regaló una mueca pícara. Había algo en ese gesto que me resultaba terriblemente familiar.

—Tú también has aparecido —me retrucó—, y no sé de dónde. Creí que estaba sola.

—Disculpa, si quieres me voy…

Ella no respondió a mi pregunta, lo cual era una clara invitación para que me quede.

—¿Por qué dices que es un libro feo?

—Supongo que esas cosas me dan miedo —respondí sincero.

—Pues, tal vez no deberían. Estuve practicando algunos ritos de amor y, casualmente, aquí aparece un muchacho guapo como tú.

La frase, absolutamente directa, resultaba difícil de responder de una forma apropiada. Pero no fue necesario. La pelirroja observó la ciudad por la ventana del tren, suspiró y dijo:

—Mira, no quiero faltarte el respeto, pero he tenido un día terrible, ¿sabes? Y me vendría bien una buena dosis de dulces… o de sexo.

Sus formas, rústicas, maridaban de una manera perfecta con la inocente dulzura que desprendía.

—Vaya, no sé qué decir, realmente. Solo diré que me agrada tu honestidad casi tanto como me desagrada tu libro.

—No te preocupes, no hace falta que digas nada. En la próxima me bajo.

El extraño episodio, que parecía la imberbe fantasía de un quinceañero, había sido el comienzo de un tórrido amor de verano. La química entre nosotros era perfecta, casi como si nos hubiésemos conocido de toda la vida.

Al principio, Ingrid se mostraba interesada únicamente en mis visitas nocturnas. Una vez que estaba satisfecha, debía desaparecer. Sin embargo, poco a poco, fue permitiendo que la relación evolucione, dando paso a los paseos por el parque, las charlas al atardecer, y las cenas románticas. A mí me encantaba pasar tiempo con ella, escucharla, conocerla, abrazarla. Era simplemente estupenda, excepto por una cosa que me sacaba de las casillas: su pasión por el esoterismo.

Sus amigos la llamaban, en broma, “la diabólica”. En cambio, yo había sido formado en el seno de una familia muy religiosa. Mi madre creía en la existencia de demonios y brujas. Siempre bendecía nuestros objetos y nos prohibía entablar amistad con las personas que tildaba de “oscuras”. Jamás habría aceptado que estuviera con alguien como ella.

Cada vez que salíamos con alguna pareja amiga, había un momento de la conversación en qué Ingrid comenzaba con su rollo: alquimia, runas, fantasmas, numerología, y demás. Entonces, me excusaba, iba al baño, y me encerraba ahí hasta que hubiere terminado. A veces al regresar, la encontraba sola. Posiblemente nos tenía hartos a todos con esas cosas.

Si bien nunca hablábamos del tema, sabía, de escuchar sus conversaciones, que estaba convencida de que, en cierto momento de su vida, había sufrido un encantamiento o algo parecido.

Logré convivir con esa sensación incómoda durante varios meses, hasta que empezaron a suceder eventos insólitos. Cierta mañana, Ingrid había descubierto unas marcas extrañas en su cuerpo. Al poco tiempo, su salud empezó a deteriorarse, y estaba cada vez más deprimida. Tuve que mudarme con ella para cuidarla. Luego de unos meses de convivencia, comenzó a sufrir pesadillas; y, cuando intentaba despertarla, me era imposible, como si estuviera en un trance.

Durante meses fui, poco a poco, haciendo desaparecer sus libros esotéricos. Pensé que si me deshacía de ellos el problema llegaría tarde o temprano a su fin. Sin embargo, no fue así. Al darse cuenta de lo que estaba haciendo, se tornó iracunda y agresiva. Los extraños episodios continuaron al punto que Ingrid no podía salir de la casa. Casi no dormía y se negaba rotundamente a que la llevara con un médico. Nuestras charlas románticas se habían trastocado en acaloradas discusiones y fue en la última de ellas en la cual accedí, a regañadientes, a acompañarla a aquella entrevista, a pesar de que mi intuición me aconsejaba hacer exactamente lo opuesto.

La vieja casona frente a la que estábamos emanaba un estilo renancentista, indicando que otrora había sido una vivienda suntuosa, pero el tiempo y el abandono habían hecho mella en sus paredes que se notaban mohosas y despintadas. La puerta se abrió rechinando y nos recibió un hombre enjuto y de tez cenicienta.

—¿Qué desean? —dijo, malhumorado, con un acento que me sonaba francés.

—Venimos a ver a Madame Lemaire.

El hombre permaneció inmutable. Saqué un pequeño rollo de billetes y se lo mostré. El portero lo arrebató de mis manos, ojeó el dinero y cuando estuvo satisfecho, murmuró:

—Aguarden aquí. Ella los atenderá en unos momentos.

Ingresamos a la residencia y nos acomodamos en un enorme sillón que olía a humedad. Me pareció notar que Ingrid se encontraba algo agitada. Yo por mi parte, estaba muy impaciente. No veía la hora de salirme de ese escabroso asunto. Tuvimos que esperar unos cuarenta minutos para que la tal médium apareciera, descendiendo lentamente por las amplias escaleras desgastadas. Era una mujer arrugada, llevaba su cabeza envuelta en un pañuelo y unos enormes anteojos ahumados ocultaban gran parte de su rostro. El recepcionista se acercó, la tomó del brazo y la ayudó a sentarse detrás de una pequeña mesa redonda.

Mi compañera se apresuró a mostrarle las palmas de sus manos. Ella las escudriñó por un rato. Luego sacó de entre sus ropas un frasco con arena muy fina, la cual esparció sobre la mesa; dijo unas palabras incomprensibles y procedió a estudiarla minuciosamente, mientras miraba a Ingrid de reojo.

—¿Y bien? —dije molesto. Todo el acto me parecía una gran pérdida de tiempo y dinero.

La vieja se detuvo, levantó la mirada y con voz ronca murmuró:

— Puedes estar tranquila pequeña, te aseguro que no se trata de una posesión ni de ningún tipo de maldición.

—¿Y qué es, entonces? —preguntó Ingrid.

—Es… un tulpa.

—¿Un tulpa? —se preguntó, desconcertada.

—¿Qué es eso? —indagué.

—Una manifestación mental —explicó la anciana— se diferencia de un fantasma o de un demonio en que el tulpa es creado por la persona que circunda.

—¿Cómo es posible eso? —exclamó Ingrid, algo asombrada.

—En este caso, lo desconozco. Para crear uno generalmente se necesitan años de práctica. El rito consiste en pensar en un ente, darle forma en largas sesiones de meditación y ayuno. Y tras varios meses, es posible que una parte del aura o energía vital del invocante se transfiera a su pensamiento, manifestándolo en el mundo físico.

Largué una pequeña risa involuntaria que fue advertida por Ingrid y también por Lemaire.

—¿Un pensamiento que adquiere forma? —la interrogó Ingrid.

—No exactamente —aclaró—, una vez que esto sucede, los pensamientos se separan radicalmente de la mente que los creó. Muchas emanaciones mentales, una vez que adquieren la suficiente energía, pueden tener vida y voluntad propias, incluso ellos mismos crean recuerdos inventados.

La anciana hizo una breve pausa, pensó unos segundos y luego continuó:

—Al principio, la criatura solo existe en la imaginación de su creador, cómo un amigo imaginario. De hecho, muchas veces se diagnostica erróneamente como trastorno de doble personalidad. Sin embargo, se trata de un ente autónomo y separado. Con el tiempo, es posible lograr que la emanación se torne cada vez más tangible. Los grandes maestros logran crear seres que, incluso, se manifiestan en carne y hueso.

—¡Pero yo nunca hice tal cosa! —se quejó mi pareja.

—Por eso dije que no sé cómo fue posible en este caso. Tal vez es una habilidad innata que tienes. A juzgar por la lectura, creo que la manifestación viene a llenar algún vacío de soledad, o a reprimir una experiencia que deseabas evitar.

Ingrid pensó unos instantes y luego declaró:

—Necesito removerlo.

La anciana la observó por un momento sin emitir palabra. Noté que el recepcionista se había acercado discretamente a la mesa, como si quisiera protegerla.

—El proceso consta de tres pasos. Pero antes, debo saber si estas segura de lo que vamos a hacer, pequeña. Esto no es como un exorcismo donde simplemente se ahuyenta al elemento maligno. La emanación desarrolla una personalidad y una voluntad propia, incluso libre albedrio. Por ende, liberarte de tu creación implica su muerte total y completa. ¿Habéis asumido ya esa responsabilidad?

—Solo quiero volver a estar en paz —imploró Ingrid con ojos llorosos.

La anciana hizo un gesto de negación. No pensaba ayudarnos o tal vez quería más dinero. Sentí que era necesario torcer las cosas.

—Ya la oyó, ¡comience, por favor! —dije con tono enojado. Poco anhelaba más que volver a ver a mi querida pelirroja con su sonrisa habitual.

—¿Comenzar? ¡Pero si ya hemos comenzado hace bastante! —exclamó Lemaire— el primer paso para erradicar un tulpa es que él mismo crea que tales seres pueden existir. Y el segundo paso es el consentimiento del creador.

—¿Y cuál es el tercer paso? —pregunté extrañado.

—El tercero es el mandato —dijo la anciana, dando un salto hacia adelante, mientas me tomaba por las muñecas— ahora, debes dejar de existir.

Lo último que percibí, fue como mis extremidades comenzaban a desvanecerse y mi mente se convertía en un recuerdo.

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