DON NICANOR Y SUS AMIGOS

DON NICANOR Y SUS AMIGOS

Marina Hernandez

22/03/2021

Observando el álbum familiar, me lleno de nostalgia al revivir lindos momentos junto a mi querido padre.

 Por mi mente comienzan a desfilar los recuerdos como una película: todas las tardes a la misma hora en casa de papá, en el porche frente a la calle. Cuatro amigos inseparables desde su juventud se reunían. Desde ahi podían ver muy cómodos a los transeúntes y saludarlos, especificamente a las mujeres lo que representaba un colirio para sus ojos arrancando algunos suspiros. Se podía observar a los muchachos jugando pelotita de goma, formando una gran algarabía corriendo tras ella dentro una improvisada cancha.

 Algunas vecinas se detenían a conversar con ellos, arrancando a veces sonoras carcajadas provocadas por sus jocosos chistes. Muy apreciados en la comunidad. Nicanor: llamado cariñosamente don Nico por sus más allegados, Esteban, Julián y Toribio (mi padrino). Todos oscilando edades entre setenta y setenta y ocho. Estuvieron separados un tiempo cuando cada quien salió por su lado buscando rumbos diferentes. Por cuestiones de la vida luego de muchos años se reencontraron en la misma ciudad y el mismo barrio. Ya era costumbre verlos a los cuatro juntos tal cuál como si fueran unos jóvenes, riendo, compartiendo chistes y rememorando décadas pasadas. Cada uno sentado en su respectivo sillón de cuero. Un ambiente sumamente agradable. Me encantaba ver a mi padre así: compartir con sus amigos. Oir esas carcajadas sinónimo de alegría, ver el brillo en sus ojos cuando piropeaba alguna mujer que le llamase la atención. No en vano se ganó la fama de parrandero y enamorado en sus años mozos, antes de conocer a la mujer que lo hizo cambiar y convertirse en un hombre serio dedicado al hogar. Una linda joven de dieciséis años de edad llamada Saba. Hija consentida de una madre estricta, la menor de sus hermanos. Fueron unos amores muy cuestionados y prohibidos por la madre, pero al final triunfó el amor contra viento y marea.  A la edad de veintiséis años se casó con ella perdidamente enamorados, formando un hermoso hogar. De ahí  nacimos sus cinco hijos. Pero el destino se empeñó en dañar su felicidad. Luego de un tiempo de feliz matrimonio, aún muy joven mamá comenzó a padecer una penosa enfermedad que fué avanzando con los años.

—Buenas tardes caballeros— aparecía mi hermana menor: Yelitza, llevando entre sus manos una bandeja con cuatro tazas de un aromático café y rebanadas de pan recién tostado. Ya los teníamos acostumbrados. Algunas veces nos sentábamos con ellos para participar en sus amenas conversaciones. Era muy divertido escuchar sus anécdotas. Algunas tristes otras alegres.

—Aquí les traigo su acostumbrada merienda para que tomen fuerzas y continúen su interesante tertulia— en un tono muy cordial con una amplia sonrisa— Todos soltaban una carcajada dándole las gracias.

—Te felicito Nico, por tener unos hijos maravillosos. Dios te premió con la familia que tienes, ojalá yo hubiera tenido esa suerte—,decía don Julián con un dejo de tristeza y amargura en su rostro.

—  A mi los hijos no me quieren, por eso prefiero pasar el día deambulando por las calles hasta que se haga de noche y así llegar sin molestar a nadie en la casa. No sé cual fue mi error, si me maté trabajando como un burro para sacarlos adelante. No entiendo que pasó ahí. Tengo un nieto que quiero mucho y él a mi, pero la mamá  no permite que me le acerque. Eso me da mucha tristeza—bajaba la cabeza con resignación.

—A veces quisiera desaparecer para siempre de sus vidas, mi único consuelo son ustedes mis amigos que siempre escuchan mis penas y sinsabores.

Nos mirábamos en silencio sintiendo lástima por su triste historia. Una lágrima asomó en sus  cansados ojos. Sacó un pañuelo un poco raído por los costados, se lo pasó en forma disimulada por su rostro  esbozando una fingida sonrisa.— La vida sigue ni modo— dijo para concluir.

Mientras que mi Papá se sentía feliz y orgulloso de sus hijos.

—Yo también me siento feliz con los míos —decía Esteban— apenas me duele una uña de inmediato me llevan al médico. Siempre están pendiente de mi salud. He sido afortunado con mi familia. Pero no todos tienen esa suerte, vean como está Toribio. Nunca se casó ni quiso tener un hogar porque no quería compromiso con nadie. Ahí está llegó a anciano solo, sin un hijo que vea por él.

—Es muy triste llegar a viejo sin nadie que lo atienda. Por suerte tiene unas sobrinas que lo aman y se preocupan por él.

Sin inmutarse siquiera por el comentario de Esteban, respondió con total espontaneidad y un carraspeo en la garganta típico en él, acomodándose en la silla:

—Tal vez fue mejor así— dijo encogiéndose de hombros— quizás serían malos hijos quien sabe. Estaría yo también sufriendo el desamor de ellos y de una mujer refunfuñona. Mejor solo que mal acompañado.

—Sólo me enamoré una vez cuando jovencito— continuaba,— pero nunca me atreví a confesarle mi amor porque era muy tímido. Cuando quise hacerlo ya era demasiado tarde, se casó con otro sin saber que me moría por ella. No esperó que me decidiera .— Sonó como gracioso y nos reímos haciendo un chiste.

—Ah, pero se podía enamorar de nuevo estaba a tiempo de formar un hogar con otra mujer—  decíamos mi hermana y yo — Pero él continuaba negando con la cabeza.

—Ya mi tiempo pasó muchachas, eso lo dejo a la nueva generación. Una lección de vida, no dejen para mañana lo que puedan hacer hoy. 

—Yo no me quise casar otra vez— decía mi padre, aunque llevo más de veinte años viudo—.Su mirada se tornaba triste cuando la recordaba. —Fue una gran mujer a pesar de su enfermedad: excelente esposa y madre ejemplar—.Sus ojos aguarapados se humedecían de emoción cuando hablaba de mi madre, se notaba el gran amor que siempre sintió por ella. 

Ya terminado de tomar el café y degustado las ricas tostadas, nosotras nos retirábamos a la cocina no sin antes darles un apretón de manos de despedida.
 Eran unos viejitos muy simpáticos y les teníamos mucho cariño. Eran como de la familia. A Toribio y a don Julián siempre los invitábamos a compartir un almuerzo.

Cuando llegaba la hora de irse entre los tres ayudaban a recoger las sillas y nosotras llevar a papá a su habitación. Lo poníamos cómodo, a pesar de su inmovilidad física tratábamos de que se sintiera feliz, que sintiera ese gran amor de hijas. Como éramos las que siempre estaban con él, lo consentíamos cocinando sus platos y postres favoritos cumpliendo cualquier antojo.

A los hijos varones se le dificultaba un poco venir todos los días por sus múltiples ocupaciones pero si estaban muy pendientes de llamarlo, también le demostraban su cariño. Igual que sus nietos. Los que vivían cerca lo acompañaban a dormir.

   Pese a su edad le gustaba andar perfumado y emperifollado: con sus camisas de cuadro y pantalones de lino fino, hasta para ir a una consulta médica. Le gustaba las cosas bien hechas, de carácter fuerte y regañón cuando la ocasión lo ameritaba. Dulce y tierno cuando le tocaba.

Cuando llegaban los nietos y bisnietos a visitarlo se llenaba de alegría. Desde el más grande hasta el más pequeño de edad lo colmaba de besos. Fue un abuelito consentidor, amaba a sus nietos por igual. Les componía canciones de cuna.

Compartir un domingo familiar era toda una tradición. Junto con mi hermana e hija nos encargábamos de las comidas. El se veía tan feliz rodeado de la familia que procreó junto a mi amada madre—Qué bonito hubiera sido si ella estuviera con nosotros— comentaba mirando su retrato colgado en la pared. De no haber sido por esa penosa enfermedad que poco a poco fue aminorando su salud.

Recuerdo desde pequeña a un padre abnegado por sus hijos, siempre trabajando duro para llevar el sustento al hogar. Con su piel curtida por el sol, sometido a intensas horas de trabajo. A pesar de consejos inescrupulosos de algunas personas, de abandonar a su esposa e hijos y hacer una nueva vida al lado de otra mujer que gozara de buena salud. Nunca se atrevió a hacerlo ni le pasó por su mente. Se mantuvo firme y fiel a sus principios. Algunas veces le tocó ser  padre y madre a la vez. Una tarea nada fácil, pero valió la pena tanto esfuerzo y amor por su familia. Cosechó lo que sembró.

Celebrar el día del padre era todo un acontecimiento, un compartir muy especial. Se hacía todo lo posible por estar todos con él. 

Así pasaban los días con sus amigos reunidos puntualmente como siempre. Reviviendo viejos tiempos. 

Hasta que sucedió algo inesperado: aquella tarde no quiso salir a reunirse con ellos, ni los días siguientes, cosa rara. Intuí que algo estaba pasando. Preocupadas por el repentino cambio lo abordamos con mucho cariño para que nos dijera.  Nos manifestó que últimamente no se había sentido bien. A duras penas podía sostenerse en pie ayudado por su andadera.

Luego de un riguroso chequeo médico con diferentes especialistas y seguido de múltiples exámenes, los resultados arrojaron la necesidad de una intervención quirúrgica urgente.

Mientras mi padre estaba hospitalizado los amigos se veían tristes y preocupados por su salud.

Lo visitaban en su lecho de enfermo y contaban chistes para alegrarle la vida, pero más nunca fue todo igual. Ya papá no tenía la misma energía de antes, la última operación que le hicieron le quitó la movilidad parcialmente. Luego vinieron complicaciones con su estómago y el colon.

Sin embargo no se rindió. Haciendo un gran esfuerzo y con la ayuda de todos se sentaba en su lugar de siempre a esperar a sus amigos.  

Recuerdo que tenia muchos refranes: entre jocosos y chistosos. Siempre mantuvo una buena actitud ante las adversidades de la vida. Al mal tiempo buena cara nos decía. Aunque su cuerpo estaba adolorido por efecto de la esclerosis sacaba fuerzas para hacer un chiste. Hasta cuando le colocaban esos tratamientos intravenosos hacía reír a las enfermeras. Ni ellas se salvaban de sus piropos. Siempre admiré su valentía para enfrentar los retos que le puso la vida.

Aprendimos tantas cosas pero sobre todo nos enseñó a amarnos como familia, apoyarnos en las buenas y en las malas, a no rendirnos jamás ante los problemas. A respetar para poder exigir lo mismo.

Una vez nos dijo:—lucharé hasta el final contra mi enfermedad, pero el día que agarre cama no volveré a sentarme más en el porche con mis viejos amigos ni se oirán mis carcajadas. 

Diez años han pasado desde aquel último día que sus ojitos se cerraron para siempre, rodeado del inmenso amor que sembró entre sus hijos y nietos.

Hoy en día sólo quedan dos de sus amigos: Esteban bajo el cuidado de su familia. Ya no sale a la calle solo. Y Toribio con su pesada carga de años pero con buena salud aún visita la casa de mi hermana.

De don Julián no se supo nunca más. Desapareció misteriosamente sin dejar rastro alguno. Sus hijos arrepentidos o tal vez por cargo de conciencia lo han buscado por todas partes pero ya es demasiado tarde. 

Los hijos de Nicanor y Saba sentimos la satisfacción de haber cumplido con nuestro deber hasta el final.

Nos dejaron un gran legado moral.

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