Tic, toc.

Tic, toc.

El reloj no deja de marcar cada minuto. Son las tres de la madrugada y Layla aún no ha conseguido dormir. Lleva tres horas siguiendo el ritmo del minutero del reloj.

Aún no se puede creer que su abuela ya no esté. Han pasado dos semanas desde su fallecimiento y Layla no pega ojo desde entonces, ni siquiera se ha atrevido a ir a su casa para coger alguna pertenencia de su abuela.

Ella sabía que tendría que ir, tarde o temprano, ya que la casa se iba a vender pero no se veía capaz de cruzar aquella puerta.

De volver atrás y rememorar recuerdos que están mejor guardados bajo llave. No quería que la herida se hiciese más grande.

No quería derrumbarse delante de todos. Ya había sufrido un ataque de ansiedad cuando se enteró del fallecimiento, dejando a sus padres muy preocupados.

Debía enfrentar esos miedos, no podía estar así mucho más. Tenía que dormir, dejar que su cabeza descansase.

Así que, se levantó de la cama y cogió las llaves de casa de su abuela. Se paró en seco.

¿De verdad iba a ir a su casa a las tres de la madrugada?

Layla lo pensó. ¿Y si volvía a darle otro ataque? ¿Y si no podía soportarlo?

Tampoco podía alargarlo mucho más, no podía pasar otra semana sin dormir.

Aun controlada por el miedo decidió ir.

Cuando llegó y abrió la puerta una ola de sentimientos la abatieron, no podía respirar con facilidad.

Decidió sentarse en el sofá para relajarse, cerrar los ojos y dejar la mente en blanco. No había más luz que la que la propia noche daba.

Cuando se tranquilizó y evitó que su caja de Pandora se abriese, se dirigió a la habitación de su abuela.

Cuando era pequeña pasaba allí horas, jugando con las joyas, los zapatos, viendo álbumes de fotos… Pero, siempre que se metía en aquella pequeña habitación, su abuela le rogaba una cosa: no abrir el primer cajón de su cómoda.

Layla le obedecía, era pequeña y no quería que se enfadase. Ni ella ni sus padres.

Pero ahora estaba sola, sus padres no estaban y su abuela tampoco por mucho que le doliese.

Encendió la luz y observo la habitación. Todo estaba tal y como lo había dejado. Sus joyeros, el zapatero, el armario… Todos los álbumes perfectamente ordenados.

Quiso abrir el cajón, pero al hacerlo, se sintió mal. Si su abuela le pedía que no abriese aquel cajón, sería por algo. ¿En serio iba a traicionar a su abuela de esa manera, iba a invadir esa intimidad?

Pero el cajón ya estaba medio abierto y de entre la ropa se podía vislumbrar un diario.

Layla abrió el cajón en su totalidad y sacó el diario.

Cuando lo abrió un sobre cayó al suelo.

Layla se agachó a recogerlo, ponía su nombre. Se sentó en el suelo y lo abrió.

Era una carta.

«Layla. Mi querida Layla.

Ambas sabemos qué vas a leer esta carta, siempre te intrigó saber porque no podías abrir este cajón… Dios, aún recuerdo cunado te encerrabas aquí y comenzabas a rebuscar entre los cajones, a devolver los joyeros y a sacar fotografías de los álbumes.

El diario que sostienes en tus manos ahora mismo cuenta toda mi vida, desde mi niñez hasta la actualidad. Quiero que lo tengas.

Pero antes de leerlo debes saber algo: arranqué unas hojas hace unos años y las guardé en el cajón de mi mesita de noche. Debes levantar la tabla del cajón para encontrarlas. Espero que cuando las leas no me juzgues, eres a la única que va a conocerme. De verdad.

No quería llevarme este secreto a la otra vida, confío en ti.

Te quiere, tu abuela.».

Los ojos de Layla ardían. Las lágrimas corrían por sus mejillas.

Sentía un dolor y una presión en el pecho horrible, se estaba ahogando, no podía respirar.

Intentó calmarse, aclarar su mente. Cogió aire y lo soltó.

Una.

Dos.

Tres veces.

El corazón disminuía su ritmo, poco a poco respiraba mejor y su cabeza se iba aclarando.

Se secó las lágrimas y se levantó despacio.

Se dirigió a la mesita de noche e hizo lo que decía la carta.

Ahí estaban. Las hojas que faltaban, junto con unas fotografías. Estaban guardadas en una funda de plástico.

Lo primero que hizo Layla fue sacar las fotografías, en la carta no decía nada de unas fotografías.

En ellas su abuela estaba junto con una mujer, e incluso, había fotos «recientes», en formato Polaroid.

¿Quién era aquella mujer? Nunca la había visto.

En un primer momento Layla pensó que era alguna amiga de su abuela pero aquello no tenía mucho sentido. ¿Por qué iba a su abuela a esconder aquellas fotos entonces?

Layla sacó las páginas del diario de la funda. Juraría que aquellas páginas constituían la mitad del diario.

Layla no quiso leerlas hasta que no leyese el diario, no quería perderse ningún detalle.

Recogió todo y salió del piso. Eran las seis menos cinco.

Nada más llegar a su casa dejó la funda en el escritorio de su habitación y se tumbó en la cama con ninguna esperanza de dormirse.

Cerró los ojos y poco a poco un ruido sordo empezó a inundar la habitación. La oscuridad de cernía más sobre sus ojos hasta que ya no escuchó nada y se sumergió en un profundo sueño.

Lo que no sabía es que aquellas fotografías, aquel diario y aquellas página escondían más secretos de los que ella podía imaginar. Secretos que le cambiarían la vida.

SINOPSIS:

Tras la muerte de la persona más importante de su vida, su abuela, Layla no se atreve a pasar página. Lleva semanas sin dormir, escuchado las lejanas voces del pasado, dejando que los recuerdos se amontonen en su mente. Pero una noche, cansada de no dormir, de que aquellas voces ronroneasen cada vez más alto, decide ir a casa de su abuela para enfrentarse a sus miedos. Allí, picada por la curiosidad, abre el cajón de una cómoda la cual su abuela le tenía prohibido acercarse. Es cuando Layla se embarcará en una gran aventura llena de secretos y romanticismo que cambiará su forma de ver a Valeria, su abuela.

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