En el 73 yo trabajaba como fotógrafo en Chile. En medio de tanta tensión política, tuve un encuentro con unos pequeños muchachitos: tres niños que se retiraban luego de vender cigarrillos y banderitas en las manifestaciones de Santiago. Decidí seguirlos discretamente. Al cabo de un rato logré divisar una chabola a lo lejos, pero ellos se quedaron a una distancia prudente del caserío, por lo que esperé un rato a ver si continuaban. Al ver que no fue así, quise ir hacia ellos para sacar una charla y unas fotos. Empero, antes de empezar al menos a caminar, me vi frenado secamente por una imagen que habían empezado a captar mi par de ojos criados en la conservadora nación colombiana. Algo que en un principio llegó a incomodarme, pero que de inmediato me hizo ver, a través de los jóvenes que no superaban los 13 años, un fuerte mensaje gráfico: la única chica presente abría una lata de lo que, supuse yo, era leche condensada, y se la regó en la boca; luego se acercaba a uno de los chiquillos y juntaban sus labios para lentamente pasarse el dulce por la boca. Era un beso que, en mis lejanas tierras, jamás hubiese podido imaginar. Se besaban así, sin más, sin asco, sin vergüenza, sin culpa; con una total inocencia. Luego se repetía el procedimiento con el otro pelado. Así sucedió durante varios minutos, pasándose primero la lata en las manos y luego el dulce por los labios; unos labios que se movían como las boquillas de los peces, y que se separaban al cabo de unos 5 segundos.
Yo estaba atónito. No sé si era pena o emoción lo que sentía. Al cabo de un rato logré escapar de la sorpresa, saqué mi cámara e intentar captar tan memorable imagen: en medio de una guerra política, donde la dictadura levantó todos esos barrios ‘invasivos’ a la fuerza, y donde dos de los chicos, supe después, vivían allí, fueron azotados por la violencia del conflicto; en todo este contexto, dos niños y una niña dejaban atrás toda mala situación o prejuicio, y hacían del beso parte de su juego, de su pequeño respiro en el día a día, siguiendo los pregones de los hippies, dando actos de amor y no de guerra.
Me fui. Simplemente me sentía satisfecho, y me decía que había hecho ya todo el trabajo. Debo decir que, de algún modo, a estos chicos les debo la vida. Con esa imagen me sentí completo y con fuerzas suficientes para devolverme a mi patria. Días después de mi partida, el 11 de septiembre del mismo año, los militares liderados por Augusto Pinochet llenaron de terror las calles de Santiago, con bombas y disparos, donde se tomarían el poder, acabando con el gobierno de Allende, con la democracia de la época, y seguramente con la vida de unos pequeños seres que me hicieron cambiar mi perspectiva de algo tan simple pero tan poderoso como lo es un beso.
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