El partido de Zamir

El partido de Zamir

Javier Rosenberg

02/02/2018

Zamir espera en la mitad de la cancha. Su arquero da el pelotazo levantando polvo a su alrededor. La pelota sale disparada, se eleva, vuela, atraviesa el campo y cae a un paso de Zamir, que la pisa, da una vuelta y arranca para la derecha dejando a un oponente detrás. Si consigue meter el gol serán los campeones, dice la voz de un relator imaginario que está en su cabeza. Será el jugador más grande de todos los tiempos. La gloria está en sus piernas. Su pueblo lo amará.

La cancha no es más que una de las calles del barrio; calles de tierra y polvo. Los arcos están marcados con pedazos de escombros, pero Zamir se imagina que es el estadio nacional.

Zamir avanza, dice el relator. Un adversario corre hacia él. Zamir empalma la pelota con su pierna izquierda y, con un quiebre de cintura, esquiva a su enemigo. Que jugador. Zamir se mueve como todo un profesional. Lo llamaran de los clubes más grandes. Después a la selección de su país para jugar un mundial. Hace una semana que no tienen clases porque una bomba destruyó gran parte de su escuela, pero esto poco le importa. Él sabe que jugando al fútbol podrá sacar a su familia de la pobreza y de esta guerra. Todas las esperanzas están puestas en él.

Zamir sigue corriendo. Los colores de la camiseta van dejando una estela en el aire. Dos defensores salen a su encuentro. Zamir reduce la velocidad. Piensa. Sobre uno de los techos de una casa ve dos hombres apostarse. Decide intentar una gambeta. Los encara. Uno abre la pierna para impedirle el paso. Zamir tira el caño y salta esquivando a los defensores. Se acerca al área contraria. Ahora son Tres los que lo rodean. Zamir intenta zafarse, pero una patada lo tira al piso. “Foul” grita uno de sus compañeros. Tiro libre desde casi la puerta del área, dice el relator. Zamir se levanta dolorido; el gesto lo tiene bien estudiado de la tele. Se sacude el polvo con las manos, toma la pelota y la coloca cuidadosamente sobre un montículo de arena. Retrocede unos pasos.

La barrera se forma enfrente. El arquero espera agazapado en el medio del arco. Zamir se agacha y mientras se ata lentamente los cordones piensa. No puede equivocarse. Tiene que ser el gol de la victoria. Las sirenas alertan de un ataque enemigo. Algunos de los chicos salen corriendo para volver sus casas. Pero solo falta un gol, piensa Zamir y pide a todos sus compañeros que se adelanten. El arquero contrario duda, pero al final también corre dejando el arco libre.

La chicos de la barrera hacen lo mismo. Zamir queda solo frente a la pelota y el arco vacío. Una mujer le grita que se meta en la casa, pero él no puede. Sin su gol no habrá victoria. Hay disparos. El chillido de las sirenas se mezcla con la ovación de la multitud. Entonces un helicóptero sale de detrás de una de las casas y se suspende justo sobre el arco. El ruido del motor y el viento es insoportable, pero Zamir no lo escucha. En su cabeza el estadio entero lo ovaciona: Zamir Zamir, Zamir gritan al unísono.

Ahora todo depende de él. Se protege los ojos con una mano y retrocede para tomar impulso. Emprende la carrera lenta, pero decidida, hacia el balón de cuero gastado. Con un auto pase comienza a avanzar por la banda derecha. El relator aparece una vez más. Con voz eufórica dice: No en vano tiene la número diez en la camiseta.

El helicóptero se mueve de cola para mantener su posición sobre el arco. Un estallido seco se escucha no muy lejos. Hay más disparos. Pero esto no detiene a Zamir. El estadio vuelve a gritar su nombre. Zamir. Zamir. Una ráfaga de metralla hace salpicar la arena muy cerca. Él los esquiva con una gambeta y avanza hacia el centro del área. El viento es más intenso. Solo unos metros y el gol será suyo. Ahora sus contrarios ya no son los niños del barrio. Vencerá a su enemigo y la victoria será aun mayor. Cuando Zamir está a punto de dar la patada decisiva, algo lo derriba. Zamir intenta pararse, pero no puede.

El helicóptero sobrevuela sobre el terreno de juego. La nube de polvo casi no lo deja respirar. Zamir se queda tendido en el piso cubriéndose la cabeza con las manos y los brazos. Los disparos se vuelven incesantes. Zamir ya no escucha al relator. La multitud ha desaparecido. El ruido se le hace insoportable. Zamir piensa que no ha conseguido meter el gol y después en su madre antes de caer desmayado.

Al despertar Zamir ve el techo y los tubos fluorescentes. Reconoce el lugar. Ya estuvo aquí visitando a un amigo. Al final de la sala una ventana abierta deja entrar aire fresco de la noche. Al parecer todas las camas están ocupadas. Todo está en silencio. Apenas se escucha el gemido de algún niño dormido. Zamir siente sed, pero todavía no tiene fuerzas para pedir un vaso de agua. Después se mira el hombro descubierto. Ya no lleva puesta la camiseta de su equipo. Desde esa perspectiva también puede seguir el contorno de su cuerpo tapado por las sábanas. Sus brazos, su pecho, su abdomen que sube y baja, su cadera, sus piernas. Pero a la altura de sus rodillas el relieve se acaba abruptamente. Más allá no hay nada bajo las sábanas. Zamir sabe lo que esto significa; ya lo había visto demasiadas veces antes. Entonces, aunque eso ya no sea un peso que deba cargar, se lamente no haber metido el gol. Una lágrima cae de sus ojos. Zamir no quiere llorar, seguro que sus amigos lo vendrán a visitar más tarde, pero no puede detener las lágrimas.

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