El barrio de Santa Eulalia

El barrio de Santa Eulalia

Nerea F.B.

02/02/2018

Y se despertó. Lo hizo en silencio, como una pluma blanca que se desliza del cuerpo de un ave cuando emprende el vuelo hacia el horizonte. Nadie se dio cuenta. Nadie le dedicó ni una sola mirada de temor, ni tampoco de desprecio. Algo inusual en su mundo con vistas a la estantería de VOGUE magazine, donde olía a papel recién salido de la imprenta. Los más educados le dedicaban miradas rebosantes de un esfuerzo sobrehumano por mostrar lástima, hasta que doblaban la esquina.

Esta vez podía escabullirse sin necesidad de aguantar su condescendiente hipocresía matutina. ¡Qué placer ser invisible de verdad! ¡Qué delicia! Porque sabía bien que la miraban de reojo aparentando indiferencia. Se alejó de la extraña cama en la que estaba tumbada y se acercó a ellos. Reconocía a cada uno de los que allí estaban. Eran los de siempre. Los del barrio. Después de diez años compartiendo la misma calle, se sabía hasta el número de sus zapatos. Sus dispares vecinos miraban al frente, sin si quiera darse cuenta de que estaba allí, pero esta vez de verdad, sin el «de reojo». Podía parecer irónico que le gustase sentirse invisible por fin cuando en realidad, lo que siempre había necesitado, era justo lo contrario.

Se alejó un poco para tener una visión más clara de la escena y entonces sonrió incrédula, consciente por fin de lo que estaba pasando. Algún día tenía que pasar, pero jamás habría imaginado aquello.

Un ataúd barato -sin duda el más barato de la tienda-, aunque cómodo si se compara con los cartones de su habitáculo de la última década, abrazaba su cuerpecillo blanco-azulado y ligeramente hinchado. ¿Y esa ropa? ¿De dónde habían sacado ese vestido negro tres tallas mayor que la suya y esos calcetines de lana gruesa que, curiosamente, le resultaban tan familiares? Un rosario colgaba de aquel pecho que nunca más volvería a subir y bajar como un ascensor bailando al compás de un ritmo cardíaco en decrescendo. Tan decrescendo que se había averiado antes de tiempo. Era evidente que en tan malas condiciones algún día se iba a parar del todo, pero tampoco nadie se había molestado nunca en llamar al técnico, así que aquella escena resultaba patéticamente absurda. Sintió ganas de escupirles en la cara y decirles que no hacía falta que se preocupasen por ella, ahora ya no. Estaban velando y llorando -más por remordimiento que por pena- su maldito cadáver putrefacto. ¿Acaso creían que así San Pedro les daría un visado directo al Cielo sin comprobar sus antecedentes? Podrían haber peregrinado diez veces al Vaticano y ni aún así dejarían de parecer culpables, porque todos tenían una cara asquerosamente culpable. Decidió marcharse de allí porque, sencillamente, no había nada que ver.

Al salir por la puerta de la Iglesia del pueblo se topó con la placita y la tienda de ultramarinos. Era todo tan asqueantemente cotidiano que daba gracias a Dios por estar muerta. La atravesó y cruzó -mirando de soslayo- un callejón que llevaba a la calle principal, aquella en la que un día había tenido un hogar de verdad. Directamente se metió por una callejuela empedrada en cuyo fondo se adivinaba la casa de Doña Paca, avisando de que estabas entrando en el barrio de La cofradía blanca, llamado así en honor a su fundador, el antiguo párroco, que se había criado allí y cuyo hijo ahora el cura. Ese era su barrio hasta hace unas horas y desde hacía diez años. Cuando su marido se suicidó y la dejó con un hijo de diez años en estado vegetal y cuantiosas deudas, se quedó en la calle. Al poco tiempo, su hijo, al que ya no podía comprar aquellas costosas medicinas, murió. Buscó trabajo pero con medio siglo a cuestas, coja y sin estudios nadie la contrató. Acabó humillándose ante el digno pero despreciado practicum de la mendicidad. Tras comprobar que sólo había un banco, de los cuatro que había en el pueblo, cuyo director no la sacaba a patadas profiriendo toda suerte de insultos, decidió que ese sería su hogar provisional, y así fue como llegó allí. Los vecinos del barrio de La Cofradía Blanca, los mismos que ahora estaban en la vieja Iglesia velando su cadáver, no la acogieron precisamente con los brazos abiertos. Al principio les inspiraba miedo. Tras comprobar que era inofensiva, pasaron al desprecio. ¡Más le valía trabajar en vez de estar ahí pidiendo para irse al bar! ¡Igualita al marido!

Al cabo de dos años se convirtió en parte del ordinario aderezzo de aquel barrio costumbrista de gente que camina sobre el perpetuo tramo de apariencias disfrazadas del querer y no poder. Y con el tiempo se acostumbró a ser mirada de reojo, a coger comida de la basura y a dormir sobre cartones en la entrada del banco de en frente del kiosko. Todos los vecinos tenían dinero para revistas y chicles, pero no tenían nada suelto para echarle en los adoquines. Rememorando esos últimos años reconoció el vestido negro de la Paca, los calcetines de lana que tejía la anciana del kiosko y el rosario del cura que vivía encima del banco y pasaba por delante de ella para ir todos los días a misa. Los tres estaban ahora en la Iglesia. También el director del banco, el pescadero y su mujer, que era la amante del carnicero, que a su vez estaba casado con la Paca, cuya beata madre lo era también del cura. Ésta también estaba, y también su ex amante, que miraba orgulloso a su vástago dar el sermón. Qué singular que un barrio pudiera unir a las personas de aquella manera.

Y ahí estaba ella, la ofrenda sacrificada para purgar los pecados silenciosamente ruidosos de un barrio, el animal desangrado que ahora sería canonizado. Y entonces el cura, anotándose un tanto, tuvo la gran idea de proponer el cambio de nombre al barrio en honor a la desafortunada difunta.

¡Ah, es curioso como la muerte hace cordero al carnero!

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