Il bacio della nonna (el beso de la abuela)

Il bacio della nonna (el beso de la abuela)

Quien haya tenido o tenga una abuela italiana me entenderá perfectamente. Odile había nacido en Italia, en Calabria, por casualidad. Padres españoles que aterrizaron allí también por casualidad y se quedaron. A los 12 años, volvieron a España, pero Odile se había empapado de Italia y se negó a olvidar su cultura. Aprendió el español, y pareció adaptarse pero en su interior siguió siendo italiana.

Cuando nací, ella ya tenía setenta años. Vivía sola en un pueblecito costero del Mediterráneo español en una hermosa casa que había decorado ella misma y que resultaba muy acogedora. Mi madre, que se había ido a vivir allende el Océano, seguía en contacto directísimo con ella. En su último mes de embarazo ya reclamó la presencia de su madre y aquí estuvo la nonna con nosotros durante 6 meses. Ni que decir tiene que me nutrí de sus canciones de infancia que recordaba como si las acabara de aprender.

Cuando llegaba a nuestra casa, era como un terremoto, la casa se transformaba, el orden reinaba y se oían discusiones, canciones y risas por doquier. En verano íbamos a su casa y gozábamos de la playa, del sol, del jamón y de los mimos que nos prodigaba. Ella venía a vernos normalmente dos veces al año, así, cinco o seis meses, estábamos juntos. Las cosas siguieron así durante muchos años hasta que mi madre, que sufría de saberla sola, insistió para que se viniera a vivir con nosotros prometiéndole que los veranos seguiríamos yendo todos a su casa.

Esto ocurrió cuando ya iba a cumplir los ochenta años. Ante nuestro asombro, aceptó sin discutir. Llegó en el avión cargada con dos grandes maletas, su ordenador, su IPad y su móvil. La nonna tenía carrera superior y era una lectora empedernida. Fuimos a buscarla al aeropuerto y la vimos igual, alta, delgada, quizás con un poco menos de fuerza pero enérgica. El cambio en casa volvió a ser el mismo. Mi hermano y yo estábamos encantados. Podíamos conversar con ella de cualquier cosa. Su imaginación no tenía límites. Inventaba historias futuristas de las que siempre extraía moralejas de lo más extravagantes. Seguía siendo divertidísima.

Desgraciadamente, sus fuerzas disminuían día a día. Llegó un momento en que las escaleras fueron una barrera infranqueable, luego andar resultaba difícil y, por último, se quedó en cama sin poderse levantar. Un sábado por la mañana, quiso incorporarse en la cama. Comió algo y nos acariciaba el rostro. Su mirada era penetrante y llegó a decirnos que no quería morir porque todavía tenía que hacer cosas. A eso de las cinco de la tarde estaba cansada y quiso dormir. No cenó. Estuvimos vigilantes hasta medianoche.

Eran las tres de la madrugada cuando me despertó un soplo frío en el rostro. Me levanté, todos se levantaron. Bajamos corriendo a su habitación. Allí estaba ella, con los ojos cerrados y un esbozo de sonrisa en sus labios. Me había obsequiado con su último beso.

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