—¿Me das un beso?

A pesar de llevar más de treinta años casados, Elena realizaba a Pedro la misma pregunta todas las mañanas antes de que éste se fuera a trabajar y, por supuesto, él siempre le respondía con la acción adecuada. Corrían tiempos difíciles, Argentina presentaba una inestabilidad política y económica sin precedentes a la que la gente denominaba «el Cacerolazo» y los que tenían la oportunidad, huían hacia otros destinos.

Una vez sola, la mujer se dispuso a hacer las tareas rutinarias y típicas del hogar, cuando alguien llamó a la puerta de manera insistente. Al abrir, descubrió a sus dos hijos, Antonio y Julio.

—Prepara tus cosas, nos vamos a España —ordenó Julio, el mayor.

—¿Cómo? 

—El avión sale en cuatro horas.

—¿Y… papá?

Antonio dudó qué decir durante unos segundos.

—Fue él quien compró los boletos. Se reunirá con nosotros dentro de un mes —respondió finalmente.

Elena sabía que su hijo le mentía, lo conocía a la perfección, al fin y al cabo, fue ella quien le alimentó y crio. Sin más remedio que aceptar lo que le proponían, la mujer subió tan rápido como pudo a las habitaciones para preparar el equipaje.

Le dolía el corazón, aquel había sido el hogar que creó junto con su marido desde que se conocieron, y ahora debía dejarlo todo. Se prepararon para ese momento desde hacía meses, pero nunca pensó que llegaría. Por suerte, Antonio y Julio ya estaban instalados en España, y podría vivir con ellos en un principio.

Organizó la maleta con todo lo que pudo de ropa, y tan solo fue a recuperar algo situado sobre la cómoda de la habitación: Una foto en blanco y negro de Pedro, parcialmente borrada por el tiempo y realizada por un viejo amigo fotógrafo de su marido, el día en el que Elena le pidió la mano. 


Al llegar a casa tras una jornada de trabajo agotadora, Pedro sintió un vacío que se apoderaba de todo su cuerpo. El silencio absorbente se instalaba en sus oídos opresándole con intensidad. Vivió en aquel lugar casi la mitad de su vida y aún así, tras abrir la puerta de entrada, no lo vio como su hogar. Faltaba algo.

Entró en el baño y comenzó a llorar. No pudo evitarlo. La mujer que amaba se fue lejos, y no sabía si volvería a encontrarse con ella. 

Abrió el grifo de la pila, con los codos apoyados sobre ella, derrotado, sin fuerzas para mantenerse de pie. El vapor del agua caliente cubrió la pieza, dejando a Pedro sumergido en una bruma espesa. Alzó los ojos para mirar su rostro turbio en el espejo empañado y descubrió, para su sorpresa, la silueta de los labios de Elena marcados en él.

Su mujer le había dejado un beso, un último beso que quizás fuera frío por la superficie en la que estaba, pero que solo aparecía con el calor y humedad necesarios.

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