El beso detenido…

El beso detenido…

Vina

03/03/2021

Una habitación improvisada; sus objetos más queridos: Una pequeña Biblia, una fotografía de antaño, un pañuelo a rayas, sus gafas para leer y un florero de cristal con un clavel. Un largo mantel cubría la mesa de noche donde reposaban las medicinas habituales.

La madrugada de aquel domingo anunciaba que todo sería distinto. Fátima se acercó a la frente blanca, envejecida y agotada de su madre. La observó tan largamente esperando encontrar su mirada de nuevo, pero no la halló. Nunca más hubo asomo de luz en sus ojos. El único movimiento de su cuerpo menguaba con cada respiración.

Pasadas las primeras horas, Fátima tomó las manos de su madre como de costumbre, pero esta vez susurró a su oído en la intimidad más profunda. Sus ojos le contaban cosas. Limó sus uñas, humedeció sus labios con el pañuelo a rayas. Acarició sus cabellos tan finos y suaves como los que ven la luz del mundo por primera vez. Dibujó con sus manos el rostro de su madre para no olvidarse de la instrucción y el apego.

Fátima y su madre construyeron una relación en el silencio. Su madre durante mucho tiempo vivió aislada de la realidad debido a un deterioro neurológico que fue implacable. Recitaba números que correspondían a citas bíblicas que había leído en un pasado más feliz. Aquello fue su estandarte para tener aún los pies en la realidad de una fe innegable.  Fátima, por su parte, prefería vivir ensimismada porque le resultaba mucho más fácil que hacerse a una vida ideal.

Fátima nunca fue mujer de besos, ni caricias porque la dureza de la vida le cortó el impulso. En cambio, le gustaba estar a solas; cambiar las cosas de lugar; darle un nuevo aliento a objetos perdidos y desechados por otros. Sin darse cuenta, trataba de reparar una vida diluida por el tiempo y la decepción. Pocas palabras salían de su boca pero parecían multiplicarse en sus manos cuando cuidaba de su madre, a quien amó hasta lo último.

Quiso besarla como nunca antes lo había hecho. Anhelaba verla descansar como ella lo merecía; sin ataduras, sin remordimientos, sin demoras; pero el tiempo transcurría tan lento para la agonía de su madre y tan rápido para ella; para una despedida, para un beso. Para un adiós.

El reloj marcó las 11:30 de la mañana y la vida se detuvo. La oración por un pronto alivio parecía ser respondida. Las lágrimas rodaron por sus mejillas tan despacio que parecían lacerar su piel. Agradeció a su madre el tiempo vivido y hasta el perdido.

El beso llegó tarde al contacto de la piel. Un beso detenido por el tiempo que encontró su límite. Un beso entregado con la mirada y amparado en la única caricia. Un beso testigo de la presencia y de la ausencia.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS