El maestro y la mujer de
cerámica
«Los derechos del enfermo están fuera de duda. De quien los cuida nadie nos habla» Andrés Neuman
Las mujeres condenadas por sus crímenes eran cosidas por la mandíbula a la cabeza de hombres-mounstros, hombres gigantes que impedían la continuación de sus ataques klm,.-
Mis manos dejaron de teclear en cuánto vi su rostro y el vaso de agua roto a sus pies. La había dejado sentada al lado izquierdo de mi escritorio mirando hacía la ventana, mientras yo ocupaba un poco de tiempo en la escritura. La vida con H estaba lejos de ser ese rescoldo de indiferencia, bastó la enfermedad para volvernos a notar prolongadamente.
– ¿Quieres ir de regreso a la cama?
Luego pensé que era estúpido preguntar, apenas y la había movido hace media hora. Ella tenía cierta atracción por lo incómodo y gozaba de cierto placer al importunarme. Pocas veces me detenía a verla porque no resistía su penetrante mirada sobre mi, así que siempre buscaba entre sus rasgos un lugar seguro para posar mis ojos; por ejemplo sus vestiduras, el detalle de su mentón divido en dos o esas medias que últimamente el médico me obligaba a hacerle usar; esas de color pálido para la vena várice que se le escurrían. Cada semana parecía perder mucho más peso y yo me hacía esclavo de sus medias, subiéndolas para evitar el frío o acomódanlole los elásticos a medida que se hacían más grandes. Perdón la digresión.
Lo sé, ella esperaba morir y quizá también yo. Ese silencio entre nosotros lo ocupaba la pregunta ¿Cuándo? Ya no podíamos darle espacio a los sueños o a la imaginación. Mi monólogo diario se limitaba a contarle cómo estaba el jardín o no. Otros días se me hacía imposible encontrar una diferencia entre ella y las cerámicas de nuestra mesa de centro. Se parecía cada vez más a la dama isabelina sosteniendo una sombrilla. Lo digo sobretodo por el gesto que de sus codos apoyados a la silla de ruedas, como en un arco de bailarina.
Caminé por encima de los cristales que incluso sentí como algunos se incrustaban en las suelas de mis zapatos. Quité el freno de la silla y cuándo me decidí a retirlarla de la ventana la lluvia interrumpió mi movimiento. -¡Nada más poético que bailar en la lluvia! Puse de nuevo el freno y me decidí por sacar del armario una sombrilla que me había regalado para mis dias de caminata al aire libre. Decidí soltar el freno de la silla nuevamente y sacarla al jardín, tal como la pequeña figurina en nuestro living. Retrocedí nuevamente hacía mi estudio y recordé que ella solía decirme que la lluvia era todo, menos poética en Bogotá; pero luego algo dolió más. Hace dos meses que perdió el habla. Nada quedaba más entre nosotros que eso: el espacio de mi discurso y sus suposiciones.
Las mujeres estaban a punto de la revolución, querían liberarse de su cárcel de cristal. Los hombres mounstro que se habían dedicado a contemplar temían por su vida. Ese teatro de gestos que ocupaba sus días se había convertido en un río de sangre. Ahora en el pueblo se veían desfiles de mounstros híbridos. -Puedes explicarme acaso ¿Cómo es posible que haya soñado todo esto?, dijo Tomás al especialista.
Y en el punto final descansé la mirada en la ventana sin la certeza de cuánto tiempo me habría tomado escribir estas palabras.
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