Un día cualquiera

Un día cualquiera

Zoe Liberman

10/01/2021

Cristina se levantó sobresaltada, se había quedado dormida, iba a llegar tarde otra vez al trabajo, no sabía qué hora era, por la forma en cómo entraba la luz del sol por la ventana estaba segura de que era tarde.

Tomó el teléfono, marcaba las 8 de la mañana, revisó la alarma, no había sonado, hizo un esfuerzo por recordar si la había activado antes de dormir, o si había sonado puntual y ella en medio de su sueño la apagó y siguió durmiendo.

Ya daba igual, se metió con prisa a la ducha, se lavó los dientes, y se vistió, siempre dejaba la ropa que se pondría el día anterior, tampoco lo había hecho, debía haber estado muy cansada, no podía recordar nada, guardó el maquillaje en un estuche, se arreglaría después, recogió su cabello con una cola a medio hacer, y fue a la cocina, no podía salir sin el café.

Acostumbraba a programar la máquina, tampoco lo había hecho, aunque estaba apurada se detuvo a repasar los días de la semana, tal vez era sábado o domingo, o algún feriado, pero no, revisó el celular, era miércoles, tenía una reunión a las 9, no había ninguna festividad en ese mes.

Se sintió observada, miró hacia el suelo, el gato la veía con extrañeza:

– ¿Por qué me miras así?, voy tarde, nos quedamos dormidos- le dijo Cristina al gato mientras con pereza estiraba su cuerpo intentado descifrar que ocurría con su dueña

    Chequeó la hora otra vez, 8:30 de la mañana, no escuchaba los pasos de los tacones de su vecina, ¿estaría malo su teléfono?, buscó su reloj, marcaba 8 y 32, quería encender las noticias y tomar una tostada, no tenía tiempo.

    Tomó su abrigo, agarró la cartera y se despidió del gato, Cristina finalmente se iba al trabajo, haciendo honor a su fama de impuntual.

    Al llegar a la entrada del edificio, el portero limpiaba con esmero el domo de la puerta, todo estaba impregnada de un fuerte olor a cloro, Cristina se mareó un poco.

    -Menos mal que tienes mascarilla, sino ya te habrías desmayado – dijo con una sonrisa

    -Hay que desinfectar todo muy bien, órdenes del condominio, y uno nunca sabe- respondió el hombre con preocupación- ¿a dónde va tan temprano?

    -¿Temprano?, al trabajo Sr. Juan, a dónde más podría ir – contestó extrañada

    – Pensé que sus jefes no la estaban haciendo ir, cuídese mucho, señorita, debería de ponerse la mascarilla, no es bueno que ande así

    – Sí, me la pondré la próxima vez que pase por aquí, me he mareado un poco- dijo con gracia sin entender el comentario.

      Cristina siguió su camino, mientras pensaba que el portero se estaba haciendo muy viejo o estaba desarrollando algún tipo de trastorno de ansiedad, apresuró el paso hasta a llegar a la avenida Irarrázaval, la soledad del paisaje la hizo detenerse de golpe.

      Era la calle que recorría cada mañana para llegar al trabajo, una larga avenida principal, llena de negocios, pequeños cafés y edificios de viviendas, de aceras atestadas de gente apurada, aturdidas con el ruido de las bocinas de los autos.

      Ese día todo parecía distinto, un autobús pasaba, solitario y sin pasajeros, un auto pasó de largo, no había tráfico, revisó su celular nuevamente, era miércoles, no era feriado, ¿estaría dormida?, se pellizcó con fuerza en el brazo, dolía, no podía ser.

      Revisó su celular, la hora, el día del calendario, sus manos temblaban y no podía abrir el twitter para ver las noticias, algo grave tendría que haber pasado, quiso llamar a su amiga, seguramente sabría algo, le envió un whassap.

      En ese momento, vio a una mujer esperando el semáforo, en la acera de enfrente, tenía mascarilla, como el conserje, aunque no estaba limpiando, pensó que tal vez estaba enferma, se percató que también llevaba guantes, una chica joven se paró detrás, la mujer la miró y echó un vistazo al piso, la joven retrocedió un metro hacia atrás, también llevaba mascarilla, de su bolso sacaba un pequeño frasco de gel que untaba en sus manos, Cristina con una sensación de estar en una película de ficción vio su celular, Marian no respondía, iba a esperar a la joven, le preguntaría a ella que ocurría.

      En ese momento, un hombre mayor que paseaba un perro, se paró frente a ella:

      -Señorita, póngase la mascarilla, que es por el bien de todos, que tenga buen día- dijo con una amabilidad que cubría el regaño

      -Haces bien en no ponerte nada, todo es un plan del gobierno- gritó un joven en una bicicleta

        Confundida, preguntó al hombre del perro:

        -¿Qué ocurre, señor? ¿por qué todos llevan mascarilla?, ¿por qué no hay nadie en la calle?

        -Por la pandemia, ¿acaso no ves las noticias? Tienes que cuidarte, no te vayas a enfermar, mejor regresa a casa – dijo el señor siguiendo su camino

          Ella, aturdida, y con el nudo en el estómago recordó a la joven, la había perdido de vista, la calle solitaria, silenciosa, la música de su teléfono la sobresaltó, era Marian.

          – ¿Dónde estás?, ya empezó la reunión- dijo su amiga

          – En la Irarrázaval, me quedé dormida, no sé que ocurre, todo está muy raro, ya voy para la oficina

          – ¿Cómo que vas para la oficina?, la reunión es por zoom, ¿qué haces en la calle?

          – ¿Por Zoom?

          – No sé si es broma, no hay nadie en la oficina, la pandemia, la cuarentena …. Apúrate, es que llegas tarde hasta por Zoom

            Cristina colgó el teléfono, y miró hacia sus pies, en pantuflas, había olvidado ponerse los zapatos, en ese momento, soltó una fuerte carcajada, el coronavirus vino a su mente, llevaba pantuflas como había hecho todos los días durante los últimos días de los últimos meses, tocó su cara, había olvidado la mascarilla, sacó el gel de su cartera y se limpió las manos, debía correr a su encierro, llegaría tarde otra vez a la reunión.

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