El portero automático

El portero automático

Belén Castan

05/03/2018

Cuando Amparo me contó que en Francia los portales se abrían pulsando un botón desde el propio piso, me enfadé, la llamé mentirosa y la dije que nunca mas sería mi amiga. Teníamos 10 años y yo no sabía que al dia siguiente se acabarían sus vacaciones, regresaría a Francia y nunca más la volvería a ver. Corría el año 1.958 y mi ciudad era una pequeña ciudad de provincias dentro de una España negra sotana, marrón militar y gris pobreza.

Ya nunca volví a compatir con ella los juegos a la tanga, a los agujones y la comba, ni los enfados conjuntos y cómplices con otras amigas de calle, y nuestras confidencias.

Fue el primer año que Amparo vino con un regalo: un coletero azul eléctrico adornado por una margarita blanca. Nunca había visto nada tan bonito, acostumbrada como estaba a la goma elástica que me arrancaba el pelo al retirarla. Aún lo conservo. Amparo venía cada verano a pasar las vacaciones con sus abuelos. Sus padres habían emigrado a Francia cuando ella cumplió su primer año. Sus abuelos, María y Pepe eran los dueños de una frutería próxima a mi domicilio y compartían casa con sus hijos Pilar y Juan; dos solterones que nos mimaban a ambas y nos daban gratis, pipas, avellanas, patatas fritas y castañas en invierno, que, previamente, nos asaban en la estufa de la trastienda, donde Amparo y yo pasábamos las horas muertas jugando con nuestros muñecos de cartón y recortando mariquitas. Era tan feliz en aquella trastienda que decidí que, de mayor, sería frutera.

Han pasado setenta años de aquel suceso y casi cincuenta desde mi salida de España. He vivido en EE.UU. , Alemania y Noruega. Toda una vida fuera de mi calle a la que hoy, jubilada y achacosa, he querido volver.

Qué lejos la imagen que tengo delante de los ojos, de la que tenía en mi memoria. Ya no hay restos de aquella mala pavimentación que en invierno se llenaba de charcos de agua o hielo; ahora, sus aceras están muy bien pavimentadas con mosaicos grises y granates formando dibujos quebrados, y toda la calle es un gran boulevard salpicado de adelfas blancas y rojas. Ahora mi calle se asemeja más a las que me describía Amparo, de su barrio de París, con terrazas, tiendas, mucha gente y demasiados coches.

Me sorprende ver en pie la fábrica de harinas «La Rosa» que, aunque ya cerrada, mantiene la coqueta casa familiar con el mirador de tres hojas en madera y la gran tapia que circunda el recinto.

Muy próxima a la que fuera mi casa y que hoy es un edificio de ocho pisos, me emociona ver la gasolinera a donde cada noche, íbamos a pedir botes vacíos de gasolina para jugar al rescate. Recuerdo cuando se incendió, en medio de la noche. Allí estábamos, adultos y chiquillería, a la llamada de las sirenas, contemplando el espectáculo fastuoso del humo negro y las llamas imponentes que ascendían, vertiginosas. La vida no solía obsequiarnos con tan magníficas distracciones.

Me gratifica encontrarme con el edificio donde vivía Begoñita Barrientos, una chica sosa de mi clase que apenas salía de casa; el kiosko, que tenía a la puerta de mi casa, muy modernizado; la carnicería del Sr. Jacobo, absolutamente reformada y sin el Sr. Jacobo, aquel amable carnicero que me regalaba caramelos cuando me enviaba mi madre a comprar livianos para el gato.

Me da mucha lástima no ver la pescadería de enfrente, cuyo escalón de entrada nos servía de reunión preparatoria de la jornada; ni las casas de Adulce (precioso nombre), ni la frutería de los abuelos de Amparo, ni la mercería de Mary Rory, donde nos regalaban retales para vestir a los muñecos

Ha anochecido pero la temperatura es muy agradable, incluso aún, calurosa. Miro el reloj, las once de la noche. Diviso la calle, todo a lo largo y mis recuerdos me devuelven a aquella otra, la auténtica mía; la de las casas molineras, los vecinos sentados en sus sillas, al fresco, formando corrillos, charlando, abanicándose, bebiendo por el botijo o reprendiendo a algún chiquillo. Por un momento, me pareció verme a mí misma corriendo por el medio de la carretera porque venian los civiles y a mi me habia tocado ser ladrón.

Alce la mano y paré a un taxi. Una vez en él, abrí mi bolso y saqué el coletero que me regalera Amparo. Sonreí, con nostalgia y un cierto remordimiento: la calle estaba llena de porteros automáticos.

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