Marguenta Filipina

Marguenta Filipina

Eli Mev

20/01/2018

Marguenta tenía los ojos mandones, carismáticos y saltones;

Y resulta, que después de cinco días de eterno castigo sin comer nada dulce, con su embarre de polvo y su pinta boca rojo, volvía trayéndome la arepa sin pasas.

– ¡Muchacha dei carajo! (Orgulloso acento Pueblerino de Santo Domingo) – ¡Tan! sonó – No se come con lo piè decaiso.
Sin dudas, el bastón era vetusto y legendario.
Así que cuando murió, dejó un ciclópeo silencio de media hora.

El funeral fue memorable, triste y tétrico. Dentro de la caja fúnebre podía verse la muerta, que bien muerta, mostraba sus mejores ropas, esas que vestía tan sólo cuando el padre Aurelio daba, y según el ánimo del pueblito, pequeño barrio y siempre con tendencial verrtical, hacia el norte, las misas de pascua y de resurrección y, al lado de su costado y por entre su brazo, el bastón.
El bastón era vetusto y legendario, sin dudas.Era toda una Marguenta Filipina desde los pies, hasta la pluma de ganso en el sombrero.

Oriunda, vernácula, indígena, nativa y autóctona del Cibao.
Desde los tiempos en que se sublevó tatica, la esposa de mi papá, que se llamaba a ella misma “Caballote de paso fino”.
Sospecho que fue una de sus chivateadas. Porque la verdad, es que era facunda con ganas; Facunda, que era facunda.
La mujer hablaba cotorrísticamente, hablaba hasta por las puntas de las uñas de los pies.
Usaba graciosos sombreros extravagantes y exagerados en color; adornados con unos pomposos flecos largos, larguísimos. Y claro, se embadurnaba de polvo, de colorete, de sombra azul y de perfumes dulzones.

Lo que más disfrutaba de ella, realmente, era que gustaba de placeres delicados como sentarse en una mecedora, debajo del framboyán, a oler la tierra después que llovía, a comer mangos y a criticar efusivamente al moreno con las muletas, al perro sarnoso del pica pollo de los chinos, a la gringa con paso apresurado que corría al edificio sin terminar, donde estaban los negrazos hinchados de fuerza, sudados y cansados, al loco cantándole al cuadro del bacalao, a Fernandita con sus globos curtidos y ya casi vacíos, y a mi.

De hecho, fue la maestra de mis maestras, pero después de que me fui para la capital, nunca me dijo nada más que un estrepitoso: “Ei diablo te va a llevai”; Creo que le molestaba exageradamente que fuera puta.
De todas maneras, algo en ella me hacía admirarla profundamente.
Desde que le compré un heladito de batata el día de mi cumpleaños 6, que le tomé un hondo cariño. Era el único en todo el pueblo que me gustaba tanto. Siempre me disfrutaba los sabores empalagosos y me reía mucho con el sonido que hacía la fundita cuando la masticaba, y ella se reía de mí, pero a mi no me importaba. Al otro día estaba ahí, en la puerta de su casa.

  • – Doña Magui. Déme un heladito de 2. –
  • – ¿De qué? – Preguntaba mirando por la ventana de su cocina, con su esqueletoide altura.
  • – De batata – Respondía con charlatanería.

Nadie sabe de qué murió, y nadie vino a reclamar el cuerpo. Marguenta era tan jamona, que de pensarlo, te virginizabas de nuevo.
Y yo que la quería como una tía lejana, gasté mis ahorros en una caja decente, para que no la tiraran en el fango donde tiraban los locos y los quemaban.

Ella me enseñó a escribir; a leer; a buscarle las faltas ortográficas a los periódicos; a amar a Mario Benedetti; a pintar flores en jarrones; a reparar relojes, carteras, zapatos y joyas, a esconderme de las encrucijadas de la adules-cencia, a enjabonarme con alegría y sencillez de corazón, a besar a los hombres sin esperar nada, a hablar con la i con locuacidad, a vestirme como quería, a venerar a las mariposas…

Me fui al río a llorar cuando chuchi Lana me lo dijo. Mi corazón se estremeció como una naranja cuando ya no tiene jugo. Chispeaba cólera; Y en su precioso honor, me pinté la cara como ella, y boté todos mis novios.

Sin duda, esa vecina mía, Era más que mi madre.

Un viaje y vuelta de Sto, Dgo. (. . .)

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