Polvo eras y polvo serás. Eso era en verano. En invierno decíamos: barro eres más sacrum luto (barro sagrado).
Porque era nuestro barro y nuestro polvo, ése que nos vio nacer y nos envolvió cuando siendo niños corríamos entre las casas o saltábamos por los campos. El frío en el invierno era terrible, tanto como el calor del verano era asfixiante. Nuestras madres refunfuñaban todo el tiempo suspirando por una tierra como Dios manda y nuestros padres, empapados en su sudor o adheridos de tierra húmeda y pegajosa, las reprendían en son de broma, amenazándolas con la idea de marchar a otro lugar, dejando los hogares atrás, sin volver la vista jamás, como hizo Lot con su familia.
Entonces llegaba el lamento en forma de aullido femenino por la blasfemia de los hombres, tan descreídos de Dios como para llegar a decir algo tan grave – abandonar la tierra de sus antepasados. Brutos irracionales. – Y la risa compartida de hombres y mujeres, felices en su pobreza se hacía eco entre los valles y montañas circundantes.
Entonces pasó …
Y ahora vivo en un largo callejón muy bien protegido. Si miras desde dentro hacía fuera verás que a su entrada se apostan guardias con metralletas y más allá de donde ellos se encuentran, enormes alambradas con perros adiestrados nos guardan.
Pero creo que su presencia ya es completamente innecesaria. Llevo dieciséis meses viviendo aquí tras la larga travesía, y jamás ocurrió nada. Los vecinos son buenas personas que se ayudan y prestan, lo poco o nada que poseen, los unos a los otros, como manda la ley de Dios. Los que vinieron portando la gran plaga quedaron atrás, convertidos en estatuas de sal, o eso dice mi padre cuando le pregunto al respecto.
A los hombres, ahora que no deben trabajar la tierra, les gusta reunirse en círculos y los puedes ver cada anochecer en cuclillas, junto a una lumbre, charlando amigablemente de sus esperanzas y sus anhelos (barro y polvo). Es cierto que durante el día son más taciturnos y a menudo pasan caminando con la cabeza gacha, grises espantajos, de un lado a otro del campamento, sin mucho que hacer, sudorosos en verano y ateridos de frío cuando transcurre el invierno.
Las mujeres, por el contrario, es de día cuando están más dicharacheras. Me gusta verlas formando grandes grupos de voces agudas, que no guardan ni orden ni concierto, al menos en apariencia, porque al final todas pasan por la fuente, como le llamamos nosotros al pequeño pozo compartido, y bañan y frotan sus ropas y las de sus familias en perfecta armonía, sin dejar de hablar de la tierra de la que salieron, aquella en la que vivieron siendo niñas, y de imaginar cómo será la tierra en la que les habrán de enterrar de viejas.
Nosotros, los niños, aunque extrañamos los refunfuños, las blasfemias y las risas compartidas de nuestros mayores, tratamos de ser felices entre el barro y el polvo de ésta, nuestra nueva calle a este lado de la frontera. Formamos un grupo amplio y heterogéneo de diversas edades que durante meses fue en aumento. Pero compartimos un elemento común que nos uniforma en el día a día. Y no, no me refiero a las tiendas pareadas, a los zapatos rotos, a las camisas recosidas, a las cabezas rapadas para evitar a las chinches, a las uñas largas y polvorientas, ni a los huesos sobresalientes que enmarcan nuestras figuras. Hablo de que todos y cada uno de los niños vecinos de nuestro callejón, jugamos cada día a hacer realidad los sueños que oímos gemir a nuestros padres y madres en sus conversaciones, ya sea junto a la fuente común o alrededor de la lumbre. Unos mirando hacia atrás, hacia el recuerdo de las montañas que nos hicieron abandonar para siempre jamás. Los nostálgicos. Y otros, los optimistas, con la vista perdida al frente, a lo lejos, suspirando por alcanzar esas tierras libres de guerras, que según dicen, se encuentran más allá de la frontera y de la que sólo nos separan las alambradas y los guardias con sus perros.
Jugamos los niños, cabalgando en el espectro del optimismo y la nostalgia, a que de mayores seremos grandes hombres que gobernaremos justamente, aboliendo las vallas y a los soldados que las guardan, para que cada cual pueda ir a donde quiera y nunca nadie tenga que volver a vivir anclado en una ratonera, masticado por el polvo y el barro de una triste calle de frontera.
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