La Llorona arrastra sus pies. La ciudad le pesa. Asesinan los espacios interiores. Los exteriores son mortíferos. Su pelo se confunde con el cielo y sus tatuajes con los murales. Los neones iluminan su piel de diosa azteca y revelan violencia. Añora a su familia, a sus hijos. Tiene hambre. Lo que le prometieron, ¿dónde estaba?

Un claxon le hace trastabillar. Palabras horribles, pronunciadas por una lengua áspera. La Llorona avanza hacia su destino. Serpientes amarillas zozobran en la noche y la iluminan. Parecen presagiar la destrucción de un pueblo. Ella sigue adelante, como cada noche. Tirita. Se muere de frío. Huele a orines.

En un banco la aguarda un hombre, el padre de sus hijos. Su proxeneta. Abre los brazos y los apoya, chulesco. No tiene la mirada clara. En el cielo brilla una luz artificial.

—No te esperaba, Marina.

Sus caderas ondean hasta alcanzarlo y se sienta sobre sus piernas. Él la recibe con una actitud paternalista, conquistadora. Sus manos parecían venir allende el mar. Se clavan en su carne. Le gustan las nalgas de esa india… En la izquierda, tatuó su nombre.

—El que no sabe de amores, no sabe lo que es martirio —dice el cínico besando sus labios, como otras veces, pero como ninguna. Estaba helada—. Sabes a chile verde…

—Picante, pero sabrosa —contesta ella hundiendo los dedos en sus homenajes cárnicos a la Iztaccíhuatl. Jamás se dio una mirada más triste. El hombre muerde el cuello, incapaz de entender el lenguaje de esos ojos, de ese cuerpo. Su falta de humanidad o la droga lo incapacitaron. Ella se estremecía como un niño que llora, como un espectro.

—Eres tremenda.

—Tres hijos me dio, papasito. Tres ha perdido esta noche. A mí también, pero eso no le importa verga: en una semana se casa. A mí me echan del país. Los papeles… Prometió… A mí no me chinga Bato ni me fornica Bartolo, ¿me oye bien? —La Llorona quiere levantarse, encararle, pero el español no pensaba renunciar a su conquista y se valió de su fuerza para someterla.

—¿Qué? ¿A eso has venido? Ya hemos hablado de eso… Sé buena. Quédate quieta o haz lo que sabes… Lo que mejor sabes. —No le deja posibilidad de movimiento.

La Llorona se desvanece entre sus brazos. Se escucha el metálico sonido de una cremallera que se baja… Ella, de pronto, abre los ojos. Sonreía.

Dos mujeres, en la peluquería, hablan de las desgracias ajenas para acallar las propias. Esperan que sus tintes cubran sus respectivas vulgaridades. La bocina de sus voces resuena por todo el local y entretiene al resto de las almas.

—Hay que ser mala para matar a tus propios hijos y después suicidarte. Mala. Dicen que los ahogó en el Manzanares. Era mejicana. —Silencio aderezado por el rugido de algún secador—. Qué monas te han quedado las uñas, Mari. Monas, monas.

La otra mujer estira las manos para contemplar la estructura de gel y plástico que levantó la esteticien. Una hora menos de vida. Sonríe complacida.

—Verdad, Asun, aunque sigo pensando que hubieran quedado mejor en rosa…

—Quita, quita. Así están divinas. Tú hazme caso a mí que de estas cosas sé un poco… —Antes regentaba la boutique del barrio. El banco se la arrebató. Hace una pausa y espanta al fantasma de sus preocupaciones—. Lo triste es que el muchacho que se prometió con la hija de Carmita ha aparecido muerto esta mañana en un parque. Sobredosis… Ella era mucho para él. Ya sabes lo que dicen que era… De la que se ha librado Carmita.

—No hagas caso… Era un buen muchacho, tenía estudios. Yo conozco a su madre. Pobrecita… —Se persigna. Se estropea una uña. No dice nada. Cuando se fuera su amiga, se las pintaría de rosa.

La Llorona arrastra sus pies. La ciudad le pesa. Fue noticia, pero nadie conoce su nombre.

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