Veinte menos cuarto de la noche, sentada en el tranvía observo a las personas que se encuentran junto a mi, sus ropas, sus zapatos que tanto las describen y me llevan a recrear sus historias en mi mente para asi olvidar la mía propia. Unos usuarios bajan y otros suben y con algunos hay un cruce de miradas, dos segundos, tal vez uno. Ya por la hora muchos llevan en sus ojos un expresivo cansancio enmarcado por las oscuras ojeras, consecuencia esto de haber terminado la faena del día o jornada laboral y otras pocas miradas son de tristeza, de languidez, de dolor del alma herida por la distancia, la soledad y la penuria en muchos casos. De pie casi junto a mi, una mujer de piel morena, de unos cincuenta años aproximadamente, con vestido de colores ya desgastados y sus zapatos tan viejos como los míos, testigos de su largo caminar en una tierra distinta a la de ella seguramente. Observo los dedos de sus manos, uñas un poco amarillentas, cortas y sin arreglar, subo la mirada y nos reconocemos en silencio y es que ahora… ahora tengo ojos de inmigrante.

Me miro en el reflejo del cristal de la ventana del vagón del tranvía y veo la misma mirada de aquellos con los cuales compartí otros vagones en otra época, en otra tierra. Nunca tuve tiempo en detenerme a pensar en los motivos que los llevaron a dejar la suya, a dejar sus sabores, sus olores pero sobre todo a sus seres queridos… no me percaté de sus miradas. Ojos de inmigrante, eso es lo que ahora veo en las calles. Se detiene el tranvía en una parada de un modesto barrio, baja la mujer, con la cabeza gacha y hombros caídos; pide permiso para salir con un poco más de espacio. pero pocos se mueven. Sus ojos la identifican, no es de por aquí. Detallo cuando está bajando las suelas de sus zapatos, veo las mías, suspiro.

Las veinte y treinta minutos de la noche, al fin llego a mi parada. Me levanto del asiento como a quien le pesa el cuerpo cuando en realidad lo que me pesa es el alma. Llevo una mochila cargada de distancia, nostalgia y preocupación; también llevo un poco de penuria. Cuando bajo del vagón siento el cansancio de mis pies de tanto andar en busca de la suerte, pero otra vez regresaré a casa sin ella. Eso deben decir mis zapatos a los demás, aunque pienso que ahora es a mi a quien ignoran y no ven mis ojos, no ven en ellos mi miedo y ni ven mi tristeza, no ven mis ojos de inmigrante.

Camino por las calles del pueblo donde ahora vivo; ya empiezo a acostumbrarme a su gente. En las terrazas las risas se escuchan, comparten los amigos, en familia, me trae recuerdos pero la añoranza los empaña; los viejos amigos quedaron en mi tierra, muy lejos de mi. Me detengo para cruzar la calle mientras espero cambie el semáforo, la pareja de la cera del frente se toma de la mano, se dan un corto beso y sonríen como si se tratara de una obra romántica y del otro lado estamos el público. El semáforo ya está en verde. Mientras cruzo la calle escucho un acento parecido al mío. Dos personas conversaban con mis palabras y mis formas, trato de buscar algún rostro para poner caras a esas voces, pero los pasos con prisa de los transeúntes no me dejan hacerlo, ya no tiene importancia, abandono la curiosidad de descubrir a otro inmigrante y continúo mi camino. Hago una pausa en la vitrina de una tienda muy iluminada, exhiben lo que esta de moda, lindos vestidos y pantalones vaqueros de distintos modelos, bolsos deseables de todos los tamaños y zapatos de tacones altos muy elegantes, estos no son para andar mientras se busca un futuro cuesta arriba en las calles, buscando un empleo seguro para garantizar el sustento de los tuyos, ni para correr detrás de un sueño, no son para hacer camino en los pies del inmigrante. Para hacer camino se necesitan unos zapatos de suela fuerte y tacón bajo para poder andar muchas veces por un suelo irregular y tal vez por largo tiempo, quien sabe, todo es incierto cuando cambias de rumbo. Un día compraré unas zapatillas de paseo.

Nueve menos cinco de la noche, abro la puerta del piso donde ahora está mi hogar, es que la casa la abandonas, la vendes o alquilas, cuando decides convertirte en un inmigrante, pero tu hogar, ese si que lo mudas de sitio, también lo embalas en la mudanza, algunos llevan una etiqueta de frágil y otros no la necesitan porque son muy fuertes. En mi hogar están mis hijos y mi madre, ellos también suspiran durante el día, pero me esperan alimentados de esperanza e ilusión que luego comparten conmigo y me recuerdan que debo luchar y no desfallecer en el intento. Me descalzo al mismo tiempo que suelto la pesada mochila que solemos llevar algunos. Mañana será otro día, el sol volverá a salir e iluminará las calles de la ciudad donde vivo y tal vez tenga mejor suerte, trato de convencerme a mi misma, son frases trilladas pero reconfortantes en realidad. Me doy un baño de esperanzas y me meto a la cama con la certeza de que un día reiré en una terraza, de que cruzaré la calle de la mano de alguien y sin importarme qué zapatos llevo. Seguro un día al verme en el espejo seguiré viendo mis ojos de inmigrante pero estaré vestida de logros alcanzados y tacones altos. No dejaré jamas de reconocerme en aquellos ojos, de entender el silencio del inmigrante en el tranvía, de darle el valor justo a la gente que lucha ni de extrañar a los míos, soy ahora una inmigrante.

Ocho de la mañana, subo al tranvía, alguien me mira a los ojos, son los mismos que los mios, somos inmigrantes.

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